No estaban en la ciudad, él ya no ejercía de abogado y Angel no era la luz de su vida. Estaba a punto de marcharse y con ella todo lo que fuera que le había aportado.

Sin embargo, quedaba un punto por tratar.


Con los ojos clavados en Cooper, Angel se apoyó en la puerta de su coche para mantener el equilibrio. No conseguía calmarse y soltó un profundo suspiro. El aire le supo a humo, seguramente, pensó, por la ira que ardía en los ojos de Cooper.

– ¿Qué quieres? -preguntó, intentando mostrar aplomo. No iba a permitir que la viera pasarlo mal. Ni sufrir. Ni llorar.

Jamás permitiría que la viera llorar.

Despeinado por el viento, Cooper se metió las manos en los bolsillos y le dirigió una mirada de indiferencia.

– Llámame tonto, pero no se me ha ocurrido hasta ahora mismo qué es lo que se esconde tras todo esto. Ahora creo que ya lo entiendo. El abogado de Stephen es John Abbott, del bufete Baker & Abbott, en Monterrey. Te pedirá pruebas, claro está. Supongo que tendrás un certificado de nacimiento en el que conste que Stephen es tu padre. Aun así, tendrás que presentar una prueba de ADN.

– ¿Una prueba de ADN? -preguntó atónita.

– Estoy seguro de que Abbott no permitirá que Lainey llegue a ningún tipo de acuerdo económico contigo si no la presentas. Yo no lo haría.

– ¿Crees que quiero llegar a un «acuerdo económico»? -Por primera vez desde que había terminado el artículo sobre Stephen Whitney, Angel volvió a sentirse invadida por la ira-. ¿Crees que he venido aquí en busca de su dinero?

Cooper ni siquiera pestañeó.

– ¿Por qué si no?

– Venía en busca de la verdad -espetó-. El mundo estaba a punto de canonizarlo y yo quería saber quién era el auténtico Stephen Whitney.

– ¿Y qué has averiguado?

Angel dirigió la mirada al portátil y al maletín que había colocado en el coche. Junto a ellos, en el suelo, había una mochila de la que asomaba el montón de anotaciones e informes que Cara había reunido en su investigación.

¿Que qué había descubierto?

Angel cerró los ojos y agachó la cabeza.

– Que fue un padre cariñoso… y que no lo fue. Que fue un marido afectuoso… y que no lo fue. -Abrió los ojos-. Que fue un farsante.

– Un poco duro, ¿no crees?, sobre todo viniendo de alguien que llegó aquí mintiendo sobre su identidad.

Aquello la encendió.

– Yo no mentí. Soy periodista.

– ¿Y te metiste en nuestras vidas y nos hiciste preguntas en calidad de periodista? -Cooper se acercó a ella-. ¿Qué querías saber exactamente?

Angel se inclinó tanto sobre la recalentada puerta del coche que sintió que estaba a punto de fundirse en ella. Aun así, mantuvo los ojos clavados en los de Cooper.

– Cuando tenía doce años quería ser Bob Woodward y me he dejado la piel para convertirme en el tipo de periodista que saca a la luz toda la verdad y no duda en contarla. ¿Qué más da que Stephen Whitney fuera mi padre? Sé cómo ser objetiva.

– ¿Objetiva? -Aunque la voz de Cooper sonó fría y contenida, tenía un matiz de furia que se clavó en ella como un cuchillo-. Trabar amistad con mi familia, con mi sobrina, ¿es eso lo que hace una periodista objetiva?

– ¿Tu familia? A mí tu familia no me… -El viento le cubrió la boca con un mechón de rizos. Y sí, su familia le importaba, por mucho que se esforzara en negarlo. Le había resultado tan fácil introducirse en el reducido círculo familiar de Cooper…

Círculo al que ella no pertenecía.

Lo cierto era que no le sorprendía que estuviera tan enfadado. Cooper daría lo que fuera por proteger a la gente que quería.

– ¿Y qué me dices de acostarte conmigo? -inquirió-. ¿A eso también lo llamas ser objetiva, o fue solo un sacrificio por el bien de tu artículo?

Angel se estremeció.

«Periodistas golfas.» En la facultad, era así como llamaban a las mujeres que se acostaban con una fuente para obtener información.

– No ha sido así -susurró.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿cómo ha sido, Angel? Porque me encantaría saber cómo coño ha sido.

Pero no había nada que ella pudiera decir para hacérselo entender.

– Me tengo que ir. -Comenzó a apartarse de él, concentrada en alejarse de aquel lugar lo antes posible.

Esto ya es el pasado, se dijo.

Sin embargo, una última mirada a Cooper la volvió a dejar paralizada. Su expresión era contenida, forzada, y bajo el enfado Angel se preguntó si podría haber… se preocupó de que hubiera… dolor.

Le había hecho daño.

Y se le cayó el alma a los pies. No. Por favor, no.

Pero sí. Una mujer que se había pasado media vida escondiendo sus heridas era capaz de distinguirlas en los demás. Y las había percibido también en Beth.

– Cooper. -Se acercó a él y lo agarró por el brazo.

Con la cara cubierta por el pelo, Cooper se apartó de ella.

– Adiós, Angel.

– ¡No!

El hombre se dio media vuelta.

Angel estuvo a punto de dejar que se alejara, pero entonces lo vio todo claro. ¡Se trataba de Cooper! Y Cooper no era como el resto de los hombres. No estaba buscando ninguna excusa para librarse de ella. Y por eso mismo se había enamorado de él, ¿no era así? Si consiguiera reunir el valor para pedírsela, Cooper le daría otra oportunidad.

– ¡Cooper! -El hombre siguió andando y Angel gritó con todas sus fuerzas-: ¡Cooper, por favor!

Él paró en seco y comenzó a darse la vuelta, muy despacio.

Estaba claro que se detendría. Era un buen hombre. Podía contarle lo que sentía, se dijo. Podía confiar en él.

Inspiró profundamente y se planteó una vez más salir huyendo. Pero Angel Buchanan no era una cobarde.

– Por favor -comenzó a decir con dulzura, haciéndole gestos para que se acercara a ella-. Por favor, ven aquí. -Sabía perfectamente cómo hacérselo entender-. Tengo algo para ti.

En los pocos segundos que tardó en llegar a su lado, el pulso de Angel pasó del trote al galope, hasta alcanzar un ritmo frenético que estuvo a punto de hacer que se desmayara. El pánico y la emoción le retumbaban en los oídos, y cuando lo tuvo delante pensó que, seguramente, el tono de su voz sonaría demasiado elevado. Sin darle demasiada importancia a aquellos pensamientos, Angel empezó por decir:

– Extiende los brazos.

– Angel…

– Extiéndelos.

Receloso, obedeció.

Angel abrió la puerta del coche y sacó una pila de informes y notas de la mochila que puso en sus manos abiertas.

– ¿Qué estás haciendo? -Los sujetó con fuerza y sujetó también el siguiente montón que Angel colocó sobre el primero-. Pero ¿qué diablos estás haciendo?

Sin decir palabra, siguió amontonando las notas, libretas y hojas que contenían la información que utilizaría para su artículo sobre Stephen Whitney. Por fin, cuando los papeles le llegaban a la altura del cuello y ya no quedaba nada en el coche, Angel se sacudió las manos.

– Ahí lo tienes -dijo mientras lo observaba con expectación. Todavía tenía el pulso disparado. Bum-bum, bum-bum, bum-bum.

– ¿Qué es esto?

Se limpió las manos en el pantalón y señaló la alta pila de documentos.

– Ahí está. Ahora ya lo sabes.

Con expresión de impaciencia, Cooper se esforzaba por mantener en pie aquella inestable columna.

– No, no sé nada.

El ruido que le zumbaba en los oídos se hizo más intenso y Angel se humedeció los labios. El aire le pareció aún más seco y caliente que unos minutos antes. ¿De qué otra forma podía decírselo?

Entonces encontró la inspiración. Se volvió de nuevo hacia el coche, sacó el portátil y, con ademán elegante, lo dejó sobre el montón de papeles. La montaña se bamboleaba y Cooper tuvo que sostenerla con la barbilla.

– Maldita sea, Angel. -Haciendo fuerza con la cabeza para que aquello no se derrumbara, Cooper apenas podía articular palabra-. ¿Qué diablos significa todo esto?

La mujer señaló la torre que sostenía.

– ¿No te parece evidente?

Cooper le dirigió una mirada de sorpresa.

– Pues no, lo siento, pero me lo tendrás que explicar.

Explicárselo. Soltarlo todo. Abrirle su corazón. Mostrarse vulnerable.

Decirle que podría convertirse en -no, que ya era- su debilidad.

Angel temblaba de arriba abajo. Apretó los puños y se apoyó en el coche para mantener la verticalidad.

– Yo…

Respiró hondo, se recordó que Angel Buchanan no era ninguna cobardica y volvió a empezar. El viento le llevó un mechón de pelo a los ojos, y apartándolo para mirarlo de frente le dijo:

– Te elijo a ti.

Cooper frunció el entrecejo.

– ¿Qué tipo de broma es esta?

– Ninguna, ninguna broma. -Angel hablaba muy rápido, le parecía que así las palabras le salían con mayor facilidad-. Te elijo a ti y no al artículo. Ni a la verdad. No tienen ninguna importancia.

– No te crees lo que dices.

– Normalmente no -admitió-. No cuando esconder la verdad beneficia a los que no deberían verse beneficiados. No cuando mantenerla oculta causa sufrimiento en la gente. Pero esta vez…

En aquella ocasión la verdad solo causaría dolor. Angel cerró los ojos y se preguntó en cuántas otras ocasiones había seguido adelante con un artículo sin someterlo a las pruebas necesarias para detectar el dolor que podía ocasionar. ¿No era precisamente lo mismo que había hecho Stephen Whitney unos años atrás?

Abrió los ojos y miró fijamente a Cooper.

– Esta vez está entre el artículo y tú. Y me quedo contigo. -Igual que le habría encantado que su padre la hubiera elegido a ella-. No me compensa perderte por un artículo.

El cuerpo de Cooper se tensó como un arco.

– ¿Qué? ¿Qué dices?

En un movimiento brusco, dejó la pila de documentos y el portátil sobre el capó. Cuando el ordenador resbaló de lo alto y cayó boca abajo, Angel ni pestañeó.

Entonces Cooper la agarró por los hombros.

– Dime, ¿de qué diablos estás hablando?

Angel empezó a gesticular.

– De ti. De elegir. De todo, ya sabes -farfulló, intentando protegerse.

– Pues no. No lo sé.

Era más sencillo si cerraba los ojos.

– Cuando vuelvas a San Francisco… -También era más sencillo si hablaba del tema como algo futuro- me gustaría que, esto… que estemos juntos cuando vuelvas a San Francisco, Cooper. Creo que… que podríamos tener algo. Algo muy especial.

Era una declaración algo pobre, pero el corazón le latía demasiado deprisa y él aún no había dicho una palabra. Entreabrió los ojos.

Cooper la estaba mirando con expresión extraña… severa, ¿quizá? Pero seguro que eran imaginaciones suyas. Tenían que serlo.

– ¿Qué estás intentando decirme, Angel?

– Si hubiera sabido que te costaría tanto pillarlo…

Trató de reír pero el sonido le salió ahogado. Aquel no era un buen momento para hacer bromas. Lo sabía. Era el momento de la verdad. De su verdad.

– Cooper… yo… -El viento cesó, como si el mundo entero se detuviera para poner atención a sus palabras-. Estoy enamorada de ti.

Cooper la soltó y retrocedió unos pasos. En aquel instante una nueva ráfaga sopló con fuerza y parte de los documentos salieron volando.

– No. -Cooper dirigió una mirada fugaz hacia los papeles y la volvió de nuevo a sus ojos. Tenía la voz ronca y el gesto adusto-. No, tú no me quieres. No puedes. No voy a volver a San Francisco.

– Claro que sí. -Estaba sorprendido, pensó, intentando disimular el pánico que la invadía. Él deseaba que ella lo amara. ¡Seguro que él sentía lo mismo!-. Cuando la situación de Lainey y Katie esté solucionada, tú…

– Me estoy muriendo.

A Angel se le heló la sangre.

– ¿Qué? -susurró. Tenía que deberse al zumbido de sus oídos, a su pulso acelerado, a algo que hacía que aquel día todo le sonara extraño. Había dicho que estaba durmiendo. O huyendo, o moliendo o bullendo. Exacto, bullendo-. Hace mucho calor -dijo con desesperación.

– Me estoy muriendo.

– ¿Muriéndote? -La idea era tan absurda que apenas podía responder-. Pero no, tú me contaste que tu médico dijo que todo estaba bien.

– También se lo dijeron a mi padre. Y a los doce meses moría de un segundo infarto. Yo ya lo he pasado, Angel. ¿Cuánto tiempo crees que me queda?

– Eso es una tontería…

– Vivo con tiempo prestado, cariño. Cada día, cada minuto, cada segundo son prestados.

– Pero…

– Las estadísticas me dan la razón.

Angel se pasaba las estadísticas por el forro.

– Pero…

– Así que no me digas que me quieres.

El viento volvió a cobrar fuerza y a soplar en rachas incesantes. Los rizos de Angel le cubrieron el rostro, y cuando consiguió apartarlos vio todos sus papeles sostenidos en el aire. Sus ojos se cruzaron con una hoja escrita de su puño y letra, el artículo de una revista de salud que había copiado en su visita a la biblioteca de San Luis Obispo. Sus reflejos debían de estar tan despiertos como sus nervios, pues consiguió atraparla de un solo zarpazo.