– Angel…

– Será una exploración extensa y profunda sobre el arte de este hombre. Sobre el porqué de su inmensa popularidad, sobre qué lo inspiraba, sus motivaciones. Escribiré sobre su vida.

Angel esperaba que su voz no sonara tan desesperada como en realidad se sentía.

– Y escribiré también sobre lo que dejó atrás, sobre a quiénes dejó atrás.

– No…

– … vamos a rechazar su oferta sin haberlo considerado -terminó la frase una voz de mujer.

Angel se volvió sobresaltada. Era Lainey Whitney, la viuda del artista que, sonriendo levemente, con gesto cansado, dijo:

– He recibido una llamada de su directora. Hace años que conozco a Jane. Dice que escribirá un buen artículo.


Haciendo un esfuerzo por no pensar en la mujer que lo seguía por el camino a través del bosque, Cooper se cambió el equipaje de mano y maldijo la amabilidad de su hermana, que no solo había accedido a cooperar en el artículo de Angel Buchanan, sino que le había ofrecido también sus servicios para que la acompañara hasta Tranquility House. Angel parecía encantada con el doble ofrecimiento de su hermana y seguía sonriendo cuando bajaron del coche. Aquella sonrisa desarmó a Cooper y consiguió que se ofreciera a ayudarla con el equipaje.

Llevaba de todo. Bolsas, mochilas, maletas. Cooper llevaba tres mochilas colgadas y una maleta en cada mano. El peso hacía que avanzara lentamente por el camino poco iluminado que llevaba al hotel. Tras él, Angel tiraba de una maleta con ruedas del tamaño de un buque.

– ¡Vaya! Aquí huele de maravilla. Son los árboles, ¿verdad?

Cooper no se molestó en responder, porque, por encima del aroma de los helechos y las secuoyas, lo que él olía era su perfume de mujercita de ciudad que le trajo a la memoria agradables recuerdos, como el tintineo de los cubitos contra el vaso en las fiestas, la tensa sensación en el estómago que sentía en el ascensor que lo llevaría a la sala de juicios de su próximo caso o el placer efímero de que una mujer lo adelantara por la calle proporcionándole con su prisa una hermosa visión de su torneado trasero embutido en un elegante traje chaqueta.

Por primera vez en meses, sintió el deseo de fumar un cigarrillo.

Cooper reprimió una blasfemia y aceleró el paso.

Angel también lo hizo, resoplando por el esfuerzo.

– Nunca había estado aquí. Parece como si nos hubiera engullido la naturaleza.

Esa había sido precisamente la intención de los abuelos de Cooper; conseguir que sus huéspedes se dieran cuenta de que la gente pertenecía a la naturaleza y no al revés. Sin embargo, Cooper no quería que Angel descubriera lo que Tranquility House y Big Sur podían ofrecerle, sobre todo cuando lo que pretendía era alejar a la señorita Buchanan de los asuntos de su familia.

– Crecer aquí debe de ser una experiencia como las de Huckleberry Finn o La isla del tesoro; ya sabes: piratas, naufragios y sirenas.

Cooper emitió un gruñido. Sí, haber crecido jugando entre el bosque y el océano había sido idílico, pero más tarde le tocó ser el hombre de la familia y el juego se convirtió en jornadas de trabajo de veinticuatro horas soportadas a base de grandes cantidades de café y demasiados cigarrillos, que pasaron a formar parte de su rutina diaria.

– Sacaré fotos preciosas de la zona para acompañar el artículo.

Angel seguía hablando con pasión, alimentada por algo inexplicable. Por los nervios, quizá, pues ambos sentían algo extraño cada vez que se quedaban a solas.

Algo extraño. Ya. Cooper no estaba tan alejado del mundo como para no recordar la sensación que produce la atracción sexual que surgía entre dos personas. Aquello, junto con la desconfianza que por su profesión sentía hacia los periodistas, hacía que no quisiera que Angel escribiera el artículo por mucho que su familia no estuviera dispuesta a dejar pasar una buena ocasión para hacerse publicidad.

Pero el deseo sexual que flotaba en el aire podría distraerlo fácilmente del arduo trabajo de asegurarse de que la prensa describiera a su cuñado de la manera apropiada. Entre las empresas de Whitney destacaba el registro de la marca Artista del Corazón y el uso de ciertas imágenes de sus cuadros en todo tipo de objetos, desde adornos navideños hasta arreglos florales.

Era necesario que el nombre de Whitney permaneciera inmaculado y que la gente lo siguiera recordando. De no ser así, nadie encargaría ramos ni compraría sacos de dormir Artista del Corazón, y no se generarían ingresos para sus hermanas y su sobrina.

– ¿Sabes? Sigo pensando que te conozco.

El comentario de Angel lo devolvió a la realidad y Cooper dio un traspié.

– ¿Es posible que hayamos coincidido en algún lugar?

Sin volverse para mirarla, negó con la cabeza.

– ¿Estás seguro?

La luz era suficiente para que Angel lo viera con claridad, así que el hombre se limitó a volver a menear la cabeza.

Finalmente llegaron al primero de los edificios que formaban Tranquility House. El complejo consistía en dos docenas de cabañas estucadas ocultas entre la espesura de los árboles para proporcionar intimidad pero a una distancia no demasiado alejada de un claro cubierto de césped, y próximas a un enorme edificio en el que se encontraba la cocina, el comedor, el dispensario y las oficinas.

– ¿Son estas las cabañas en las que guardan la ropa de cama? -preguntó Angel mientras aminoraba la marcha-. Me gusta dormir con varias almohadas. ¿Tengo que pedirlas o puedo entrar y cogerlas? ¿Y qué me dices de la tintorería?

Angel levantó la vista y la fijó en los altos árboles que la rodeaban.

– Debéis de necesitar antenas parabólicas para poder ver la televisión. Y cuando estábamos en el hotel tuve problemas de cobertura, ¿qué tal funciona tu móvil aquí?

Cooper se detuvo y la miró fijamente. Almohadas, tintorería, móviles y antenas parabólicas. No pudo evitar sonreír. Aquello iba a ser divertido. O aún mejor, iba a ser fácil.

Angel no se quedaría mucho tiempo.

– ¿Y bien? -preguntó a medio camino entre la sorpresa y la impaciencia-. ¿Me vas a responder o te vas a quedar mirándome en silencio como si te hiciera gracia lo que te pregunto?

La oscuridad los rodeaba, pero la luz de una cabaña cercana permitía leer a la perfección uno de los carteles que había colgados por todo el complejo. Cuando Cooper soltó las bolsas y se acercó a ella, la expresión de Angel era de confusión.

El hombre la agarró por la muñeca, hizo que soltara la correa de la maleta y la cogió por los hombros para situarla justo enfrente de la señal de madera. Angel emitió un ruido ahogado y no opuso resistencia. En el cartel se leía: Reglas de Tranquility House.

Quizá porque no se podía creer lo que veían sus ojos, Angel leyó en voz alta aquellas palabras. «Por favor, respeten los sonidos de la naturaleza. Se prohíbe el uso de radios, televisiones y teléfonos móviles.» Cuando leyó la última de las reglas, Angel se dio la vuelta como una exhalación y miró a Cooper con expresión aterrada.

– ¿Cómo que «prohibido hablar»?

Una sonrisa sardónica fue lo único que obtuvo como respuesta.

No sabía si se debía a la estupefacción o al efecto que aquella sonrisa había ejercido sobre ella, pero la cuestión es que Angel no volvió a decir palabra hasta llegar a su cabaña. Y allí empezó lo realmente divertido. Cooper le cedió el paso, lanzó sus bolsas a un lado y cerró la puerta tras de sí.

Se la quedó mirando mientras sus ojos paseaban por las paredes pintadas de blanco, por la chimenea, la pila de troncos que había junto a ella y la pequeña cama cubierta por sábanas blancas, una manta de lana gris y coronada por una única almohada.

El silencio duró un par de minutos tras los cuales Angel miró a Cooper con expresión esperanzada.

– La revista correrá con los gastos necesarios para dejar la habitación en condiciones.

Cooper hizo un gesto de desaprobación.

– ¿Esto es cuanto hay?

Cooper asintió.

– ¿Me estás diciendo que no hay salón de belleza?

Otro gesto negativo.

– Y encima… ¿no puedo hablar con nadie?

Angel estaba tan abatida que le costaba mantener la expresión de seriedad.

– Es un lugar de retiro. No está permitido hablar en el edificio comunitario ni en ninguna zona. Pero puedes hablar cuanto quieras dentro de tu cabaña.

– Lugar de retiro. -Angel repitió aquellas palabras lentamente, como si no las hubiera oído antes-. Esto no es un complejo turístico, es un lugar de retiro.

Cooper se esforzó por contener una risotada.

– Efectivamente. No es un complejo turístico.

Angel entrecerró los ojos.

– Estás disfrutando, ¿verdad?

Lo cierto es que Cooper estaba disfrutando como un niño. Aquello significaba que no tenía por qué preocuparse; sin duda, aquella austeridad franciscana haría que Angel diera media vuelta y regresara muy pronto a casa. Al día siguiente, con toda probabilidad. O, en el peor de los casos, si la mujer decidiera quedarse, la mantendría recluida y alejada de él y de su familia.

Cooper se esforzó por borrar la expresión de petulante satisfacción de su rostro y abrió la puerta del pequeño armario que había en la habitación.

– Tranquila. No está todo perdido.

Tiró de algo que estaba en el estante superior y se lo entregó como si de un precioso regalo se tratara.

– Aquí tiene otra almohada, señorita Buchanan -dijo con solemnidad-. Acéptela como agasajo de bienvenida a Tranquility House. Y por favor, si necesita algo más de mí no dude en hacérmelo saber.

Angel volvió a dedicarle una mirada suspicaz que transmitía algo difícil de definir; un plan, quizá, o tan solo ganas de sexo, teniendo en cuenta el «si necesita algo más de mí no dude en hacérmelo saber» que él le acababa de endilgar.

Mierda, pensó Cooper. Aunque la sensación le resultaba sorprendente, lo cierto era que quien tenía ganas de sexo era él. Comenzó a notar un intenso calor en la entrepierna a la vez que su imaginación volaba y hacía que fantaseara con aquel ángel desnudo en la cama, la melena esparcida sobre una de las almohadas y la otra colocada debajo de su desnudo trasero. Se imaginó su boca recorriendo lentamente el trecho que iba desde la garganta hasta…

– Sabes, hay algo en ti que… -La voz de la mujer tenía tono de haber estado maquinando algo.

Sí, no cabía duda de que aquella mirada escondía algún tipo de maquinación que nada tenía que ver con el sexo. El calor que notaba cesó y el corazón le volvió a su ritmo habitual, lo cual, probablemente, llegaría a ahorrarle muchos problemas.

– Me voy -dijo intentando que no se le notara lo que había estado imaginando, y recordándose que pronto se libraría de ella-. Pero antes, hay algo más…

– ¿Sobre el menú de mañana?

El angelito aún creía que estaba en un complejo hotelero.

– Las comidas se sirven en el edificio comunitario, el más grande, seguro que lo encuentras. Pero quien lleva ese tema es Judd, así que no te puedo dar detalles sobre la comida.

Angel suspiró con gesto apesadumbrado.

– Está bien, me apañaré con lo que haya.

Cooper se aclaró la garganta.

– Bueno, esa actitud está bien porque… en Tranquility House tenemos una política un tanto férrea. Te las vas a tener que apañar también sin todo aquello que necesite pilas o electricidad.

Desvió la mirada hacia uno de los maletines que había cargado hasta allí.

– Como el portátil, por ejemplo.

– ¡No! ¡No me puedes quitar el ordenador!

– Lo lamento, pero esas son las reglas y no han cambiado desde que mis abuelos construyeron este lugar. Si tienes que escribir te puedo traer papel y bolígrafos.

– Ya tengo papel y bolígrafo -respondió Angel frunciendo el entrecejo. Tras un instante de duda, le hizo un gesto con la mano y añadió-: Está bien, todo tuyo.

Cooper se agachó para coger el maletín y Angel aprovechó para dar una patada a la enorme maleta con ruedas y desplazarla hasta un rincón de la habitación.

– ¿Tienes algo más? -preguntó Cooper.

– No, solo el portátil.

– ¿Algo más que funcioné con pilas o electricidad?

– Nada -respondió evitando mirarlo a los ojos.

Cooper se aclaró de nuevo la garganta.

– Creo recordar que mencionaste un teléfono móvil.

Angel meneó la cabeza y musitó:

– Soy una bocazas. -Entonces se acercó a otra de las bolsas, lo sacó y lo puso sobre la mano abierta de Cooper-. Aquí lo tienes. ¿Satisfecho?

– Si no tienes nada más -añadió en tono suspicaz.

– No.

– ¿Ah, no? Angel, soy un hombre pero tengo dos hermanas.

– No sé de qué me estás hablando -respondió apartando la mirada.

– Vamos, todas las mujeres que conozco tienen uno. Seguro que tú también traes…