Atracción instantánea

Prólogo

Lexie Webster paseó la mirada por la amplia colección de bolsos del expositor de la tienda y suspiró.

– Darla, no necesito un bolso nuevo.

– Por supuesto que no -concedió Darla mientras tiraba de ella hacia los expositores donde se encontraban los bolsos de marca-. Pero yo sí. Lo que tú necesitas es sexo, y punto.

El vendedor las miró, y Lexie miró a su amiga de manera significativa.

– No, lo que necesito es volver al complejo. Tengo trabajo.

– Hoy es domingo -dijo Darla mientras inspeccionaba un bolso de cuero marrón-. Tu día libre.

– Tengo que dar una clase de buceo privada a las tres de la tarde.

Carla dejó el bolso, se cruzó de brazos y la miró.

– Ese es exactamente el problema, Lex -le dijo Darla-. Estás trabajando mucho. Necesitas tomarte un rato libre.

– Tú has trabajado hoy -señaló Lexie.

– Soy agente inmobiliario, Lex. Nosotros trabajamos los domingos. Excepto cuando tenemos que mantener una conversación seria con nuestra mejor amiga. Entonces nos vamos de compras y charlamos.

– Mira, Darla, sé que tu intención es buena, pero…

– No hay «pero» que valgan. Tómatelo como una ayuda -dijo Darla mientras alzaba la barbilla con obstinación.

Con aquel brillo de perseverancia en sus ojos verdes, a Lexie le recordó a Xena, la Princesa Guerrera, o al menos a Xena con el cabello rojizo y vestida de Ralph Laurel, como iba su amiga en ese momento.

– Este es el trato, Lex. No pienso dejar que salgamos de aquí hasta que te quede claro.

– Estupendo.

Darla le agarró la mano y la miró con preocupación.

– Lexie, estoy preocupada por ti. Te estás matando a trabajar.

– Estoy haciendo horas extras porque en esta la época del año es cuando hay más trabajo en el complejo. Tengo que aceptar el trabajo extra cuando llega. Tú sabes que necesito el dinero. Cuando salga al mercado ese terreno para el que estoy ahorrando, necesitaré todo el dinero que pueda para adquirirlo

– dijo-. Sabrás que la única razón por la que te aguanto es porque yo quiero ese terreno y tú eres agente inmobiliario y tienes contactos -le dijo a su amiga para tomarle el pelo y que dejara de preocuparse.

– Y la única razón por la que yo te aguanto es porque me haces un descuento en el salón de belleza del complejo -Darla entrecerró los ojos-. Ya sabes, el salón de belleza es el lugar donde la gente va a aliviarse de su estrés. Te sugeriría que fueras, pero en tu caso hay que aplicar medidas más drásticas. Necesitas una humeante y caliente…

– ¿Sauna?

– Aventura -cuando Lexie no contestó, Darla continuó-. No quiero ni pensar el tiempo que llevas sin practicar el sexo.

Once meses, dos semanas y tres días. Lexie no quería pensarlo tampoco. Y no pensaba añadir leña al fuego recordándoselo a Darla.

– Tienes mucho estrés, Lex.

– Estoy ocupada.

– Te estás matando por ese terreno.

– Porque quiero tener un hogar. Y quiero esa cala.

– Lo entiendo. Y en cuanto el dueño quiera vender, te lo diré. Pero mientras tanto debes relajarte.

Aunque le costara reconocerlo, a Darla no le faltaba razón.

– Supongo que últimamente he estado algo tensa.

– ¿Algo tensa? -Darla sacudió la cabeza-. Eres un volcán a punto de estallar. Necesitas liberar el estrés. Y, créeme, la mejor manera del mundo de hacerlo es el sexo. ¿Por qué crees que yo estoy siempre tan relajada?

– Pensé que era gracias a todo el tiempo que mi descuento te permitía estar en el salón de belleza.

Darla se echó a reír.

– Los masajes y las limpiezas son algo estupendo, pero el sexo es mejor. Confía en mí. Un par de sesiones de sexo apasionado y serás una mujer nueva. Santo Cielo, tu cuerpo debe de estar literalmente muerto de hambre después de tantos meses de celibato. Necesitas un lío.

Lexie suspiró.

– Tal vez. Pero no quiero una relación seria.

Darla arrugó su naricilla.

– Claro que no. Las relaciones serias están sobreestimadas, como tú y yo sabemos. Yo me refiero estrictamente a una aventura. Sexo sin compromisos para sacarte de esa rutina tuya. Un affaire que cumpla las tres reglas de oro que debe cumplir toda buena aventura.

– ¿Y cuáles son?

– Debe ser divertida, salvaje y temporal. ¿Qué te parece?

Divertida, salvaje… Hacía mucho tiempo que no hacía nada así. ¿Y temporal? Nunca había hecho nada temporal; al menos no premeditadamente. La verdad era que sonaba… intrigante. Y emocionante; de tal modo que sus adormecidas hormonas parecieron desperezarse un poco solo de pensarlo.

– ¿Sabes una cosa, Darla? Creo que me parece bien.

Darla sonrió.

– Excelente. Ahora solo nos queda encontrar al hombre adecuado.

Lexie gimió.

– Eso va a ser difícil. No puedo decir que los hombres estupendos caigan a mis pies.

– No necesitas un hombre «estupendo»; no estás buscando marido. Solo debe ser bueno para una aventura -se inclinó hacia ella, como si fuera a compartir un secreto muy importante-. Solo vas a utilizarlo para acostarte con él.

Lexie sonrió.

– Tal vez eso no le parezca bien al interesado.

Darla se puso derecha y la miró con incredulidad.

– Sí, claro. Los hombres odian ser seducidos por una mujer atractiva. Sobre todo una mujer que no espera flores, bombones o anillos de brillantes. Créeme, no nos costará encontrar a un hombre dispuesto.

– Pero no me interesa cualquier hombre.

– No te preocupes -dijo Darla-. Cuando lo conozcas te darás cuenta.

– ¿Cómo?

Darla sonrió con picardía.

– No podrás quitarle los ojos de encima, ni las manos. En cuanto lo veas, la naturaleza se encargará de lo demás. Y recuerda: divertido, salvaje y temporal -Darla le tendió la mano-. ¿Trato hecho?

Lexie aspiró hondo. Darla tenía razón. Ya era hora de tomarse un respiro y solazarse un poco. Desde que había roto con Tony hacía casi un año, había vivido como una monja.

Y no era una monja, sino una mujer de veintiocho años que necesitaba divertirse. Y gracias al sermón de Darla, estaba lista para lanzarse.

Lexie le estrechó la mano a Darla.

– Trato hecho.

Capítulo Uno

Josh Maynard observó desaparecer el taxi que acababa de dejarlo en su destino. La correa de lona de la bolsa se le clavaba en el hombro. Se echó un poco hacia atrás su sombrero texano favorito y miró a su alrededor con atención.

Vaya. Desde luego ya no estaba en Montana. No había ni una montaña ni un árbol a la vista. Ante sus ojos se extendía una llanura verde y un sinfín de palmeras que se perdían en un cielo azul sin nubes. Y Dios, qué calor hacía. Y qué humedad. El aire húmedo y cargante de Florida lo rodeó como una manta mojada.

Se volvió hacia el hotel que sería su hogar durante las tres semanas siguientes. Complejo Turístico Whispering Palms, rezaban unas letras azul turquesa sobre un fondo blanco de estuco. A los lados de la entrada flores moradas y anaranjadas adornaban los enrejados de madera, y cientos de flores y arbustos salpicaban el césped de aquellos terrenos tan bien cuidados.

Pero aquel complejo era algo más que un lugar bonito; y por eso lo había escogido. Según lo que había encontrado en Internet y lo que le habían contado en la agencia de viajes, el Complejo Whispering Palms presumía de tener el programa de actividades acuáticas más amplio de la región. Y el personal era profesional, con impresionantes credenciales.

Le gustaba además que el complejo estuviera algo apartado; lo suficientemente cercano a Miami para resultar conveniente y al mismo tiempo lo bastante alejado de todo el barullo. También le había llamado la atención que fuera un lugar más pequeño; no había querido uno de esos hoteles grandes con miles de habitaciones.

Aspiró hondo y se le abrieron las aletas de la nariz al percibir los olores diferentes. Ni un rastro a caballo, al cuero de las monturas o a la arena de los rodeos por ninguna parte. Aquel aire tenía un olor… tropical; un aroma afrutado y dulce, que se mezclaba con el olor penetrante del océano. Volvió a mirar de un lado a otro. No. Aquel lugar no se parecía en nada a casa. Pero eso era lo que importaba, precisamente.

Observó a los huéspedes mínimamente vestidos que salían y entraban del complejo. Tendría que dejar en la maleta su camisa vaquera de manga larga y los Wranglers. Solo llevaba allí tres minutos y ya tenía la espalda empapada en sudor.

Se miró los pies y suspiró. Tendría que dejar también sus amadas Tony Lamas. Las botas no eran demasiado prácticas en la playa. Gracias a Dios que se había llevado un par de zapatillas Nike, aunque normalmente no las usara mucho.

Llevaba mucho tiempo esperando para iniciar aquella aventura, y no iba a permitir que algo tan trivial como la ropa se interpusiera en su camino. Los objetivos que se había impuesto eran difíciles, pero él había llegado más alto. Había ganado varias medallas de oro de la Asociación Profesional de Cowboys de Rodeo, y para demostrarlo tenía las cicatrices. Excepto en la última competición, por supuesto. Maldita fuera, el entrar en segundo lugar después de Wes Handly aún lo fastidiaba. Si al menos…

Josh cortó de raíz aquel molesto pensamiento antes de volver a empezar a darle vueltas. Aquella parte de su vida había terminado. Había colgado sus espuelas y era el momento de conquistar nuevos mundos. Como aquel lugar de palmeras, sol, playa, flores y llanuras.

Josh se ajustó el sombrero, aspiró hondo, se colocó mejor la bolsa en el hombro y avanzó hacia la entrada del complejo dispuesto a saborear de una vez todos los sonidos, las vistas y los olores nuevos.

Una enorme jaula dominaba el centro del vestíbulo de suelo de parqué. En el centro, sobre un columpio de madera, Josh vio el loro más grande que había visto en su vida, con plumas de bellos colores y una cola que llegaba casi hasta el fondo de la jaula. De urnas de porcelana pintadas con flamencos y peces multicolores brotaban grandes plantas. Las paredes en tono salmón brillaban tras la mesa de recepción de mármol verde. Josh estiró la cabeza para ver qué había más allá de la zona de recepción, y vio un trozo de piscina brillante, una franja de arena blanca y el mar azul más allá. Una brisa agradable soplaba por el vestíbulo, refrescándolo del calor.

Dios, cuánto le habría gustado a papá aquel lugar. Los colores vivos, el aire salado, los gritos de las gaviotas. Un agudo sentimiento de pesar se apoderó de Josh. ¿Dejaría alguna vez de sentir aquel dolor que aparecía de repente? Seguramente no. Aunque tal vez después de conseguir lo que había ido allí a hacer el dolor menguara un poco.

Miraría la arena blanca y el mar azul y tragaría saliva. Sí, papá había pasado toda su vida deseando ir a un sitio como aquel, pero jamás había tenido la oportunidad de ver el océano. La cara risueña y arrugada de su padre se le apareció en la mente con tanta claridad que parecía como si Bill Maynard estuviera allí con él. Tantas veces había dicho que cuando se jubilara en el rancho iba a aprender a navegar y a hacerlo por el Mediterráneo.

Su padre había planeado aprender, y que Josh lo hiciera con él. A menudo el hombre se había imaginado navegando en las aguas cristalinas junto a su hijo, cocinando la pesca del día en la parrilla.

El grito del loro sacó a Josh de su ensimismamiento, y lo invitó a dejar a un lado sus recuerdos. Era hora de registrarse, de deshacer la bolsa, de ponerse algo para ir a la playa y de empezar a hacer realidad el sueño que su padre había planeado hacía tres décadas.

Conquistaría los siete mares con lo mismo que había conquistado la arena de los rodeos: con determinación, perseverancia y corazón. Le había prometido a su padre que vería todos esos sitios que el viejo había deseado ver, todos esos sitios de los que habían hablado.

Sin embargo, a pesar de todo lo que había leído sobre navegación, tendría que empezar por lo básico. Pero no debería de ser demasiado difícil. Allí había los mejores profesionales y él era un hombre inteligente y dispuesto. Tenía un título universitario que lo demostraba. Y era un atleta a nivel mundial. Tenía todas esas hebillas de oro que lo demostraban.

Miró hacia la piscina y al mar más allá y un escalofrío de inquietud le recorrió la espalda; pero Josh lo ignoró con firmeza. No tenía nada por qué preocuparse. Las aguas allí eran tan tranquilas como se decía en la propaganda. ¿Además… tanto le iba a costar aprender a nadar?

Lexie sonrió mientras se despedía del grupo de niños de su clase de natación. La más pequeña de todos, Amy, que solo tenía cuatro años, se volvió y le tiró un beso.

– Hasta mañana -gritó Lexie.

Echaría de menos a la adorable Amy cuando su familia abandonara Whispering Palms al final de la semana.