Y el hecho de que la señorita Lexie no lo conociera le pareció perfecto. Debía centrarse en lo que tenía entre manos. Primero debía aprender a nadar, después a navegar, y después, a navegar un velero y ver algo de mundo mientras tanto. Por sí mismo y por su padre. Después no sabía lo que le depararía el futuro, pero de momento no buscaba nada más que dominar aquellas actividades.

Mientras regresaba al vestíbulo se preguntaba si habría sido sabio contratar a una mujer bella para que le enseñara. Recordó el sinfín de imágenes que le habían surgido en la imaginación cuando ella le había preguntado si deseaba clases particulares; imágenes que nada tenía que ver ni con la natación ni con la vela. Pero se obligó a dejar de preocuparse. Sería capaz de hacer cualquier cosa que se propusiera. Solo haría como si Lexie fuera uno de sus compañeros de trabajo.

¿Después de todo, qué distracción podría suponerle una sola mujer?

A las ocho cuarenta y cinco de esa tarde, Josh iba por uno de los caminos de piedra que conducían a la piscina; un camino rodeado de vegetación exuberante y perfumada. Las altas palmeras se mecían a la suave brisa tropical y una luna grande y blanca proyectaba brillos plateados sobre la superficie del océano en calma.

Se cruzó con una pareja que paseaba de la mano; entonces cruzó un puente de madera y vio a otra pareja besándose sobre la arena, sus siluetas recortadas a la luz de la luna. Se dio cuenta de cómo aquel entorno, con la potente combinación del océano, el aire salado, las palmeras y la necesidad de utilizar tan poca ropa, podría conseguir fácilmente que cualquiera pensara en el romance.

Pero él no. No señor. En su agenda no había hueco para hacer manilas. En realidad, ese tipo de cosas era en lo que menos estaba pensando. En ese momento estaba completamente concentrado en la piscina y la clase que estaba a punto de dar.

Durante el paseo que había dado después de la cena, había descubierto que era la primera vez que veía una piscina como la del complejo. Se trataba más de una serie de piscinas que arrancaban de la piscina principal, y todas ellas comunicadas por túneles. Uno podía flotar o nadar de una piscina a otra por los túneles, o refrescarse en una de las cascadas que caían desde las formaciones rocosas. En uno de los extremos había un bar al que se llegaba nadando, y detrás de una enorme formación rocosa había tres bañeras de hidromasaje de donde emergía una nube de vapor. Y él que siempre había creído que había piscinas rectangulares y ovaladas nada más…

Miró a su alrededor y vio que la piscina estaba desierta. Menos mal. No le apetecía tener público, y menos en su primera lección.

Estaba a punto de dejar la toalla sobre una hamaca cuando un chapoteo le llamó la atención. Al volverse en dirección al ruido, se quedó petrificado. Una figura femenina emergía de la piscina, lentamente, del lado por donde menos cubría. Surgió de aquel agua color azul cristalino como una resplandeciente ninfa acuática, y de pronto supo lo que debía de haber sentido Ulises cuando había divisado a esas sirenas.

Ella salvó el último escalón de la escalerilla y se quedó de perfil a él, en el borde de la piscina. Por su piel descendían lentamente las gotas de agua, que Josh siguió con la mirada hasta que estuvo a punto de marearse. Tenía más curvas que una carretera de montaña. Curvas que quedaron más de relieve cuando estiró los brazos por encima de la cabeza para alisarse la melena corta.

Sacudió la cabeza para disipar la neblina de deseo que le obnubilaba el cerebro y resopló con enfado. ¿Qué demonios le ocurría? Solo era una chica en traje de baño. Ni siquiera llevaba bikini. Había visto docenas de mujeres con mucho menos encima…

– ¿Eres tú, Josh? -dijo una voz familiar de mujer.

Josh pegó un respingo. Aquella voz salía exactamente de donde estaba la ninfa acuática. Y eso solo podía significar una cosa. Su instructora de natación, la señorita Lexie Webster, no era otra que la escultural diosa de la piscina.

Se obligó a abrir los ojos y la observó mientras se acercaba a él. Se movía con la misma gracia y fluidez en la que había reparado esa tarde, solo que resultaba más fácil ver aquella gracia en todo su esplendor en ese momento que no llevaba puestos los pantalones cortos y la camiseta.

A pesar de decirse a sí mismo que debía avanzar, parecía que se había quedado pegado al suelo.

Cuando ella llegó donde estaba él, lo saludó con una sonrisa amigable.

– ¿Listo para tu lección?

Seguramente asentiría, pero no estaba seguro. Esa tarde le había parecido atractiva, pero en ese momento, sin la gorra de béisbol y las gafas de sol, solo se le ocurría una palabra: «¡Caramba!». Como había poca luz no sabía de qué color tenía los ojos, pero sin duda solo podían ser azul pálido o verde pálido. Pero fueran de uno o de otro color, lo que estaba claro era que tenía unos ojos muy grandes y expresivos, y unas pestañas largas y húmedas. Se fijó en su bonita nariz, cubierta de unas pocas pecas, y por último le miró la boca.

El mismo diablo debía de haber diseñado aquella boca que era el pecado personificado. Y esos dos hoyuelos que se formaban a los lados de aquellos labios debían de estar prohibidos. Se plantó delante de él, húmeda y brillante, casi desnuda… y él tragó saliva en un esfuerzo de humedecer su garganta seca.

– ¿Estás bien, Josh?

Él asintió temblorosamente.

– ¿Sigues con idea de dar la clase?

Clase. Sí, claro, la clase. Carraspeó antes de contestar.

– Sí, señorita.

– No tienes por qué estar nervioso. Yo voy a estar a tu lado todo el tiempo.

Le puso la mano en el brazo y Josh pensó que sería para tranquilizarlo. Pero en lugar de eso sintió como si le quemara la piel. ¿Cómo había podido pensar que aquella mujer sería como uno de sus compañeros?

Se suponía que aquello era estrictamente formal, pero supo que no tardaría mucho en ceder a la tentación. No podría resistirse a coquetear con ella. Sobre todo cuando se sentía de pronto tan inquieto.

– Te prometo que estarás a salvo -le dijo ella con una sonrisa de ánimo.

La miró a los ojos y el estómago pareció descenderle a los tobillos. De algún modo sospechaba que sería difícil estar «a salvo» con esa mujer.

Ella le tomó de la mano y tiró de él con suavidad hacia la piscina.

– Vamos. Empezaremos despacio por el lado que no cubre. En poco tiempo estarás nadando.

Aún no había introducido el pie en el agua y ya tenía la sospecha de que estaba bien metido en todo aquello.

Capítulo Dos

Lexie estaba en la piscina, con el agua tibia por la cintura, intentando aparentar que estaba muy ocupada con las planchas para no mirar a Josh, que se estaba preparando para la clase.

Pero falló miserablemente.

Tenía el pelo moreno y fuerte, de ese que tanto les gustaba acariciar a las mujeres. Y qué piernas, Dios bendito… Antes no se había equivocado: las tenía increíbles con vaqueros, y aún más increíbles sin ellos. Cuando decidió bajar la vista para no continuar mirándolo, él se agarró del borde de su camiseta de la Universidad de Montana y se la quitó.

A punto estuvieron de salírsele los ojos de las órbitas al ver aquel bello torso que dejó al descubierto con lentitud y sensualidad. El pecho amplio y fuerte estaba salpicado de vello oscuro que se estrechaba en una línea suave que descendía por el estómago plano y desaparecía bajo la cinturilla del bañador.

Bajó la vista unos centímetros y aguantó la respiración. Si aquella parte de su anatomía era tan espléndida como el resto, y estaba segura de que era así, entonces se acababa de comer con los ojos a uno de los mejores especimenes masculinos que había visto en su vida. Y trabajando en el complejo había visto a muchos.

La impresionante fisonomía del vaquero era claramente el producto de un trabajo físico duro y constante; opuesto a los músculos que muchos hombres conseguían en un gimnasio.

Josh Maynard era desde luego material ideal para una aventura. Pero solo porque se le pusieran los pezones duros al mirarlo no quería decir que fuera el adecuado.

Pasados unos momentos bajó por la escalerilla para unirse a ella.

– De acuerdo -se detuvo a medio metro de ella-. Adelante -dijo sonriendo.

La luz de la luna y las tenues luces lo bañaban con un suave resplandor, acentuando sus anchos hombros. No era ni demasiado bajo ni demasiado alto. Se dio cuenta de que los ojos le pillaban a la misma altura que su boca. De aquella boca firme, carnosa y atractiva.

Resopló mientras se decía a sí misma que no debía obsesionarse solo porque fuera como un dios. Tal vez tuviera cinco ex esposas, o cinco novias, o fuera gay. O aunque no fuera así, ¿a ella qué le importaba? Era un turista de vacaciones. En una semana, máximo dos, se largaría.

De pronto pensó en la tercera regla de oro que debía cumplir una aventura: temporal.

Sin duda una persona de vacaciones cumplía ese criterio.

Flexionó los dedos y decidió dejar esos pensamientos. Tenía que parar de comportarse como una adolescente, y empezar a actuar como la profesional que era. Durante la siguiente hora, él era un cliente, y ella necesitaba el dinero. Punto. Después de eso… bueno, ya se vería cómo iban las cosas.

– ¿Dime, Josh, tienes miedo al agua? ¿Has tenido alguna experiencia mala en el pasado?

Él vaciló antes de contestar.

– Me gusta bastante el agua. Cuando se ve el fondo, eso es. Pero nunca he vivido junto al mar, y pocas veces he tenido la ocasión de utilizar la piscina. Donde yo vivo hay muchos riachuelos, manantiales y ríos, de modo que tuve oportunidad, pero nunca la inclinación.

– ¿Dónde vives?

– En Manhattan.

¿Riachuelos y manantiales en Manhattan?

– Esto… no pareces un neoyorquino.

– En Manhattan, estado de Montana.

– ¿Hay un Manhattan en Montana?

– Sí, señorita. Nos enorgullecemos de llamar La Pequeña Manzana a nuestra ciudad, y sin duda es la tierra más bella que habrás visto en tu vida. Yo nací y me crié allí.

– Entonces eres un vaquero.

– Eso es.

– ¿Quieres decir un verdadero vaquero? ¿Con caballos, ranchos y esas cosas?

– Sí, señorita -dijo mientras esbozaba una sonrisa-. ¿Te gustaría ver mis espuelas?

Santo Cielo, que si le gustaría. Si aquel cachas iba a coquetear con ella, jamás empezarían la clase.

– Confío en tu palabra -dijo ella en tono formal-. ¿Ahora dime, qué experiencia tienes en el agua?

– ¿Quieres decir en referencia a la natación? -preguntó él con un brillo pícaro en la mirada.

El diablillo que Lexie llevaba dentro pensó en jugar con él y contestarle del mismo modo, pero rápidamente abandonó la idea. Siempre se había enorgullecido de su profesionalidad y su dedicación al trabajo. Ya habría tiempo de sobra para coquetear más tarde; si acaso decidía que quería hacerlo.

– Sí, con respecto a la natación… -empezó a decirle en el mismo tono serio que había perfeccionado con cientos de alumnos de natación adolescentes.

El la miró con seriedad y se acarició la barbilla.

– Me temo que no tengo mucha experiencia. ¿Sabes? cuando era niño ocurrió un incidente…

Lo que ella había sospechado, pensaba Lexie con comprensión.

– ¿Estuviste a punto de ahogarte? -le preguntó en tono suave.

– No, señorita. Me mordió una serpiente -hizo una pausa antes de continuar-. Estábamos visitando a mi tío, que vive en el sur de Texas. Yo estaba metido en un riachuelo de agua turbia, que me llegaba por aquí -indicó sus caderas-. Agarré un tronco de árbol que flotaba por allí; no sé por qué lo hice, solo porque lo vi pasar. Desgraciadamente, no vi la serpiente venenosa que nadaba junto al tronco, pero ella a mí sí. Y me lo hizo saber. -¡Una serpiente venenosa!

– Desde luego. Por suerte para mí, el hospital estaba muy cerca, y me tocó un médico con experiencia en mordeduras de serpiente -sonrió tímidamente-. Al final había sido solo un mordisco defensivo que no me inyectó veneno. Me recuperé bien, pero me temo que ese tipo de experiencia me mantuvo alejado de ríos, lagos, riachuelos, etc., y por eso no aprendí a nadar.

– Lo entiendo. ¿Qué edad tenías? -Seis años. Y debo decir que aunque no tengo ninguna gana de nadar en agua dulce, no me importa hacerlo en el océano o en una piscina. En cuanto aprenda, claro está.

Aquel seguramente no era el mejor momento para informarlo de que el océano estaba poblado por criaturas más peligrosas que las serpientes. -Siento que te ocurriera algo tan traumático. -Muchas gracias. Desde luego es mucho más agradable que los comentarios que estoy acostumbrado a escuchar de los chicos -sacudió la cabeza-. No hay nada peor que un grupo de vaqueros contando historias de serpientes y que tengas que reconocer que te ha mordido una en el trasero. Qué vergüenza.