– De acuerdo, entonces -dijo el chico.

Cal tenía un don especial con los chicos y sabía ganarse su confianza. Salieron los tres de la clínica. Cal sentó a Lokita en el asiento de atrás del coche y Alex se sentó delante. Cal puso el vehículo en marcha en dirección a Merced.

– ¿Dónde está Sergei?

– Lo dejé con Jeff. Pasará la noche en su casa.

Alex trató de entretener a Lokita para que no pensase en el hospital y le contó lo del incidente en Hetch Hetchy con pelos y señales.

– Debías haber visto a Sergei espantando a los osos con su aullido salvaje. Te habría gustado.

– Lokita… -intervino Cal-. ¿Te he contado alguna vez que los osos negros pueden correr hasta a cincuenta kilómetros por hora? Pues te aseguro que esos osos salieron huyendo de allí a más de sesenta por hora.

Alex soltó una carcajada, recordando la imagen del oso huyendo despavorido.

– Ése es nuestro Sergei.

Las palabras salieron de su boca antes de darse cuenta de lo que había dicho. Miró a Cal fijamente. Y lo que vio en su mirada le produjo la misma sensación eléctrica que la primera vez que se conocieron.

CAPÍTULO 11

ALEX sintió un cosquilleo en la nariz. Levantó la mano y encontró otra mano. Abrió los ojos. La luz de la mañana se filtraba por la persiana del cuarto del hospital. Luego vio a Cal llevándose el dedo índice a los labios.

– Shh… No despertemos a Lokita.

Tardó un minuto en volver en sí. La apendicectomía había sido un éxito y le habían llevado a la habitación la noche anterior. La celadora había colocado una litera plegable a cada lado de la cama de Lokita, pero Cal había movido su litera para estar junto a ella.

– Sólo te pido que me escuches -dijo él implorante.

Eso era todo lo que tenía que hacer, se dijo ella, mientras sentía el corazón retumbando.

– Hay algo que tienes que saber, Alex. Cuando te estaba besando aquella tarde en la torre de observación, deseaba que fueras mía para siempre. Pero por las razones que ya te he explicado, no dejé que mis sentimientos afloraran.

– Cal…

– Es la verdad -su voz temblaba ligeramente y hablaba con una seriedad como ella nunca le había oído antes-. Te amo, Alex. He estado locamente enamorado de ti desde hace mucho, mucho tiempo.

Cuando ella abrió la boca para hablar, él levantó la mano para impedírselo.

– Desde la primera vez que viniste al parque con tu padre, comprendí que no podría olvidarte nunca. La noche en el Ahwahnee, cuando estabas sentada a la mesa del comedor con tus muchachos, se notaba el amor que sentías por todos ellos. Comprendí entonces que daría cualquier cosa por conseguir que tú me amases de esa forma.

– Yo te amo así, Cal. He estado enamorada de ti desde que te conocí. Siempre lo has sabido.

Era una dicha y una bendición para ella poder decir por fin esas palabras.

No pudo decir más, embriagada por el amor que sentía hacia él. Le pasó el brazo por el cuello y lo atrajo hacia sí para demostrarle lo que significaba para ella. Cal la besó sin ninguna reserva y ella recibió su beso sin inhibiciones, como una liberación.

– No puedo controlarme, Alex, te deseo demasiado. Si seguimos moviéndonos así, echaremos abajo las literas.

– No te preocupes por eso, Cal -dijo ella, acariciándole el pelo con las manos.

– No me tientes, Alex. Cuando el médico dé de alta a Lokita, nos lo llevaremos a mi casa un par de días hasta que se recupere. Allí podremos tener algunos momentos de intimidad. ¿Qué te parece?

– Creo que ya sabes la respuesta.

Se abrazaron con fervor, como ella no había experimentado en su vida. Amaba a Cal con toda su alma y todo su cuerpo y no quería que hubiera ningún obstáculo que le impidiera demostrárselo. Estaban ajenos a la realidad hasta que oyeron unos pasos por el pasillo. Se abrió la puerta y Alex se apartó instintivamente de él.

– El doctor está ahora haciendo la ronda por la planta -dijo la enfermera mientras examinaba a Lokita-. Vendrá en un minuto.

Con la cara colorada, Alex se puso de pie temblorosa y se fue al cuarto de baño a refrescarse. Cuando salió, vio que se habían llevado las literas. El cirujano, un hombre de mediana edad, estaba al pie de la cama hablando con Cal.

– Lokita está respondiendo bien al tratamiento. No creo que se pueda producir ya ninguna complicación. El chico está deseando irse a casa, así que no veo ninguna razón para no darle el alta a mediodía -añadió el doctor dándole a Lokita unas palmaditas cariñosas en el hombro-. En unos pocos días estarás como nuevo, chico.

– Gracias -respondió Lokita.

– De nada, chico.

Cal acompañó al médico a la puerta, mientras Alex se pasaba al otro lado de la cama.

– ¿Cómo te sientes ahora? -le preguntó ella.

– Un poco raro.

– Estoy muy orgullosa de ti, has sido muy valiente.

El chico parecía algo avergonzado.

– Cal me ha dicho que podría quedarme en su casa esta noche. ¿Te parece bien, Alex?

– Claro que sí. Yo también me voy a quedar contigo.

– ¿Pueden venir los chicos a verme?

– Por supuesto. De hecho, vamos a hacerte una fiesta esta noche -Alex vio una sonrisa en sus ojos por primera vez desde hacía días-. Pero ahora necesitas descansar. ¿Quieres hablar antes con tus padres?

– Sí.

Ella los llamó por teléfono. Luego le dio el móvil a Lokita y salió de la habitación. Cal habría ido probablemente a tomar un café. Se sintió muy sola en ese momento y comprendió lo mucho que lo amaba.

Cal miró a su alrededor y vio el cuarto de estar lleno de adolescentes. Nunca había podido imaginar que estaría en un ambiente tan acogedor como aquél cuando se trasladó a aquella casa a mediados de mayo.

A excepción de Lonan, que estaba sentado en un sillón, los demás estaban tumbados por el suelo, alrededor del sofá donde Lokita estaba echado, saboreando unos helados que Alex había comprado. La fiesta estaba en todo su apogeo.

Alex entraba y salía de la cocina, procurando que no le faltase nada a nadie. Cal se sentía más feliz que nunca.

Alguien llamó a la puerta y apareció Jeff con Sergei. La presencia del perro puso la guinda al pastel. Todos celebraron su llegada con risas y vítores. Sergei se subió al regazo de Alex y luego al de Cal. Finalmente le rodearon todos los chicos y se pusieron a jugar con él.

– Vamos a la cocina, Jeff -le dijo Cal.

– ¿Qué helados le gustan más, ranger Thompson? -le dijo Alex entrando detrás de ellos.

– Todos -respondió sonriendo, mientras se sentaba en una silla de la cocina.

– Aquí tienes. Prueba éste de chocolate con vainilla. Es el que le gusta más a todos.

– Gracias. Me vas a echar a perder con tantas atenciones.

Alex dirigió una radiante sonrisa a los dos hombres y salió de la cocina con las manos llenas de cosas de comer y beber para los chicos. Cal se sentó a horcajadas en la otra silla, sin dar crédito aún al momento tan feliz que estaba viviendo. Jeff no dejaba de mirar a su amigo.

– ¿Sabes a quién te pareces ahora?

– No tengo ni idea. Dímelo tú.

Jeff dio un buen mordisco al helado y sonrió jovialmente.

– Tienes la misma sonrisa de bobo que tenía el jefe Vance cuando nació su hijo Parker.

– No me tomes el pelo, Jeff.

– Creo que algo muy importante te ha pasado en estos dos últimos días y me da la impresión de que la mujer que está ahí en el cuarto de al lado tiene mucho que ver.

Cal estaba tan emocionado y tan feliz que no pudo más que asentir con la cabeza.

– Bueno, ¿y cuándo es la boda?

– Primero tengo que preguntarle si quiere casarse conmigo. Por cierto, gracias por cuidar de Sergei.

– Nos lo hemos pasado en grande. No sabes cómo me gustaría tener uno igual.

– Es una lástima que no haya presupuesto.

– ¿Qué dices? Claro que lo hay.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que Sergei descubrió ese alijo en el bosque y un grupo de turistas fue al despacho del jefe a contarle cómo Sergei ahuyentó a los osos del campamento.

Aquello era nuevo para Cal.

– Sergei y tú os habéis hecho famosos. Vance dijo que dotaría al parque de presupuesto para financiar un programa de implantación de perros.

– ¿Me estás tomando el pelo otra vez? -dijo Cal, puesto en pie.

– Nunca haría tal cosa con un asunto como éste. Es más, está pensando en ti para poner en marcha un programa de formación. Pero ahora viene la mala noticia. El jefe Vance nos quiere en la oficina ahora mismo.

– Ahora no es posible -dijo Cal, que no quería dejar allí sola a Alex.

– Me temo que sí. Ha habido un nuevo avance en el caso. Venga.

– ¿Alex? -susurró Lokita-. ¿Crees que está bien que duerma en la cama de Cal?

– Claro que sí. Y no es necesario que hables tan bajo, ya se han ido todos -le dio la medicina que le había recetado el médico y le tapó con la colcha-. ¿Te duele algo?

Él negó con la cabeza.

– ¿Tú me quieres, Alex?

Era una pregunta muy simple, pero que lo decía todo. Se sentó en la cama y le sonrió.

– Sí. Mucho.

– Cal es muy bueno.

Alex vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Esas palabras, en boca de uno de sus jóvenes amigos zunis, significaban para ella más que ninguna otra cosa en el mundo.

– ¿Lokita? Dime algo antes de que apague la luz. ¿Crees que hice mal trayéndoos al parque?

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Nadie. Pero me he estado preguntando si quizá habéis venido aquí sólo por complacerme, y ahora os gustaría volver a casa pero os da miedo decírmelo.

– Lo que de verdad nos da miedo es que quieras mandarnos a casa antes de tiempo.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– Porque no les caemos bien a algunos voluntarios.

– En todo caso, serían ellos los que tendrían que volverse a casa. ¿No acabaste haciéndote amigo de Andy?

– Sí.

– ¿Lo ves? Ya oíste a Cal. Hay personas que no cambian nunca, pero no todo el mundo es así.

– Ya hemos votado a favor de quedarnos todo el verano, pero no se lo hemos dicho aún a Halian.

– Gracias por decírmelo -dijo Alex con el corazón henchido de emoción-. Ahora tienes que dormirte. A Sergei le gustaría quedarse contigo, al pie de la cama. ¿Le dejas?

– Sí, sí, claro que sí.

– Si necesitas algo, llámame.

– No te preocupes, estoy bien.

– Ya has oído a Cal. Si tienes hambre por la noche, ve a la cocina y sírvete lo que quieras. Hemos comprado helados y cereales de los que a ti te gustan.

– Gracias.

– Buenas noches, Lokita. Que descanses.

Alex apagó la luz y se fue a limpiar la cocina. Cuando acabó de fregar los platos, se fue a arreglar un poco el cuarto de estar. Tenía que hacer algo para estar ocupada hasta que Cal volviese.

Cuando lo tuvo todo en orden, se acostó un rato en el sofá y se echó por encima una manta de las que Cal había sacado del armario para Lokita. Estaba agotada, pero feliz.

Él quería que ella estuviese allí cuando volviese. Se lo había pedido encarecidamente antes de marcharse con Jeff. Y se lo había dicho con un cierto temblor en la voz.

Cuando se despertó, ya había amanecido. Se incorporó un poco y vio a Cal en el suelo, junto a ella. Estaba dormido profundamente y ligero de ropa. Probablemente había sentido calor por la noche y se habría quitado la camisa.

Se deslizó por el sofá para verle mejor. Tenía ahora la cara frente a ella, un brazo por debajo de la cabeza y el otro extendido. Su pelo rubio oscuro estaba algo revuelto y tenía un poco de barba. Se fijó en su cuerpo largo y atlético. Nadie podía ponerlo en duda: Cal era el hombre más apuesto del mundo.

Mientras le miraba extasiada, él abrió los ojos. Se quedaron los dos mirándose durante un buen rato en silencio, sin apenas pestañear. Habían tenido que recorrer un penoso viaje para llegar a donde estaban, pero había valido la pena.

– Te amo.

– ¿Quieres casarte conmigo? -le preguntó él.

– Pensé que nunca me lo pedirías -contestó ella con una sonrisa.

– ¿Te gustaría que el jefe Sam Dick hiciera los honores? -dijo él apoyándose en un codo-. Él es la auténtica autoridad en el parque. Podríamos celebrar una pequeña ceremonia entre las secuoyas con nuestras familias y los chicos.

– Cal…

– ¿Eso es un sí? Aún estoy impaciente por oír tu respuesta.

– La sabes de sobra. Te amo más que a mi propia vida.

– Creo que no te merezco, Alex. Me he comportado tan mal contigo…

– No quiero más explicaciones ni arrepentimientos -dijo ella sentándose en el sofá-. No quiero que nos pasemos la vida pidiéndonos perdón. Comprendo que te casaras con Leeann. A mis padres les preocupaba que regresara al parque, pero yo sabía que tenía que volver.