– Bueno, ahora tienes ya casi veintisiete años. Es hora de que dejes a un lado tus fantasías de adolescente.
– Hace tiempo que las he dejado, papá -afirmó ella.
Había pasado ya más de un año desde que había puesto los ojos en Cal. No podía haber nada más patético que ver a la caprichosa hija de un exsenador echándose en los brazos de un ranger. Había estado engañándose a sí misma durante años, diciéndose que Cal estaba interesado por ella. Ahora, si tenía la oportunidad de trabajar en el parque durante el verano, les demostraría a todos que no quedaba en ella el menor rastro de aquellas fantasías románticas.
– Cuando vuelva a Albuquerque en agosto con los chicos, tengo intención de dedicarme por completo a Hearth & Home.
– Parece que lo dices en serio -dijo su padre.
– Sí -replicó ella muy seria-. El Derecho no es lo mío.
– Hace mucho que lo sé -dijo su padre arqueando una ceja-. Lyle Richins volverá del ejército para entonces.
– Lo sé. Nos mantenemos en contacto por correo electrónico.
Lyle era uno de los peones del rancho, además de un campeón de rodeo. Era el que había enseñado a Alex a montar a caballo. Un gran tipo.
– ¿Crees que podría salir algo de ahí?
– Es una posibilidad.
Alex sabía que difícilmente podría encontrar un hombre mejor que él.
– ¿Sabe tu madre que la tribu te ha dado el visto bueno?
– Voy ahora mismo a la cocina a decírselo.
– Tu madre está muy entusiasmada con tu proyecto.
– Sí -respondió Alex con una leve sonrisa-. Me ha dicho que es la primera cosa importante que hago por mí misma en años. Lo único que te pido es que curses esta solicitud a la persona que tiene autoridad para dar su aprobación. Lo habría enviado yo misma por correo, pero el consejo de la tribu ha tardado tanto tiempo en tomar la decisión que estamos casi ya fuera de plazo. ¿Me ayudarás, papá?
Alex volvió a meter su currículum en el sobre junto con el resto de los demás documentos y lo cerró. Luego tomó un rotulador y escribió en el anverso: «Para el programa de voluntariado».
– ¿Y qué otra alternativa me queda?
– ¡Papá! -exclamó ella dándole un beso en la mejilla-. Gracias por ser tan maravilloso. No sabes lo que esto significa para mí.
Aunque Calvin Hollis visitaba periódicamente a su familia en Cincinnati y lo pasaba bien con ellos, a los pocos días sentía deseos de volver a Yosemite, echaba de menos sus patrullas de vigilancia como ranger del parque. A lo largo del último año, todos los miembros de su familia, especialmente su hermano mayor, Jack, le habían estado pidiendo que dejara su trabajo y se reintegrase en la empresa de herramientas agrícolas Hollis Farm Implements, que su familia tenía en Ohio.
Imaginaron que la soledad que debía de sentir tras haber perdido a su esposa en una avalancha doce meses atrás acabaría por convencerle. Pero se equivocaban. Cal había sido trasladado, hacía seis años, desde el Parque Nacional de las Montañas Rocosas al de Yosemite, y se había enamorado de aquel lugar paradisíaco nada más verlo.
Con la promesa de volver a ver a la familia en cinco semanas, había regresado a California deseando ver una vez más el esplendor y la majestuosidad de Yosemite.
Pero, por ironías del destino, desde su llegada, hacía ahora poco más de veinticuatro horas, había estado lloviendo a cántaros.
Cal había leído en alguna revista que esa expresión era algo rural, pasada de moda, y que era más adecuado decir «lloviendo a mares». Sobre todo desde que, según había publicado un periódico hacía unos días, una mujer de Lajamanu, un pequeño pueblo del desierto australiano, había hallado media docena de peces en el jardín de su casa, después de un fuerte aguacero. Los científicos, que siempre le encontraban explicación a todo, afirmaron que el fenómeno se había debido a la potencia del tornado que se produjo durante la tormenta, que había arrastrado por los aires a los peces de un lago cercano, dispersándolos luego en todas direcciones.
Aquel día de mediados de mayo Yosemite estaba bajo un diluvio que probablemente duraría todo el día. La lluvia era tan copiosa que casi ni se veía la imponente cresta del Half Dome, cuya formación granítica de casi mil quinientos metros de altura dominaba el valle. Cal esperó que la lona enorme que había puesto previsoramente para proteger todas sus pertenencias hubiera cumplido su misión.
Había dejado su Xterra todoterreno en Wawona, donde había estado alojado hasta entonces, a la espera de conocer su nuevo destino. El jefe Rossiter le había informado por correo electrónico que se presentase en Yosemite Village el sábado a las ocho en punto de la mañana con sus cosas.
Cal estaba sorprendido de que Vance se levantara tan temprano. Acababa de ser padre por segunda vez. Y, en realidad, aquél era su primer hijo. El anterior, Nicky, era el sobrino de su esposa Rachel, un niño muy guapo y simpático al que habían decidido adoptar.
Se rumoreaba que el jefe apenas podía conciliar el sueño. Todos los rangers se reían porque Vance iba por ahí con una sonrisa bobalicona, enseñando a todo el mundo fotos de su hijo Parker y diciendo que era su viva imagen. Cal no podía hacerse a la idea de llegar a ser tan feliz como su jefe, máxime cuando se había quedado viudo a las dos semanas de la boda.
Miró el reloj. Sólo le quedaban cinco minutos para llegar allí, pero la carretera de Yosemite Village estaba muy peligrosa con aquella lluvia y había que conducir con mucha precaución. A veces, un oso negro en busca de refugio se cruzaba por la carretera en el momento más inoportuno. Había visto ya demasiados accidentes así.
Aunque todos los animales del parque parecían haberse resguardado aquel día en sus madrigueras y guaridas, Cal conducía con la máxima atención y la vista puesta en el firme de la carretera. Su respeto por todas las criaturas de la naturaleza, grandes o pequeñas, le hacía salirse de vez en cuando del camino para preservar la vida de aquellos seres. Y, muy en particular, de las ranas, una especie en peligro de extinción.
Algunos expertos afirmaban que la preocupante disminución de la población de anfibios del parque se debía a los cambios climáticos. Otros echaban la culpa a los pesticidas. Había evidencias de que los vientos del oeste llevaban restos de los productos químicos con los que fumigaban los campos del valle de San Joaquín directamente hacia el parque de Yosemite, impregnando la piel de las ranas de una capa impermeable que les impedía respirar.
Cal sospechaba que había otras causas que nadie había imaginado todavía. Como ranger del parque, había llegado a sentir que todo en la naturaleza formaba parte de una obra maestra.
Más por instinto que por la visibilidad de la carretera, tomó la desviación que llevaba a la oficina central del parque. No había mucha gente por allí. No se veían más automóviles que unos cuantos camiones oficiales de mantenimiento y conservación, lo que significaba que apenas debía de haber turistas por el momento. Eso era una ventaja.
Se detuvo en una zona de aparcamiento cerca de la entrada y salió del vehículo tras apagar las luces y el motor.
– ¡Hola, Cal! -dijo la ranger Davis, encargada de la recepción.
Él se volvió hacia ella. Le agradaba su acento sureño.
– Oye, Cindy, ¿cómo has conseguido sobrevivir a estas lluvias torrenciales? -dijo él, quitándose el sombrero para sacudirse el agua y poniéndoselo luego de nuevo.
– Muy fácil, con un impermeable. Seguro que has oído hablar de ellos -replicó Cindy con una cálida sonrisa-. Los jefazos están en la sala de reuniones… ¿Qué está pasando, Cal?
– Que me aspen si lo sé, querida -dijo él en broma, imitando su acento de forma exagerada.
– Algo gordo se está cociendo, créeme.
La ranger Davis tenía muy buen carácter y muy buena disposición. A todo el mundo le caía bien. Había sido también muy amiga de Leeann.
– Pues no sabes cuánto me alegro. Me encantan los guisos, Cindy.
– ¡Oh! -dijo ella con un mohín, viendo que le estaba tomando el pelo-. ¡Fuera de aquí!
– Sí, ya me voy -replicó él con una sonrisa, y se dirigió a la sala de reuniones.
Al llegar a la puerta vio a Beth, la secretaria de Vance, una mujer de mediana edad. Iba con dos bandejas repletas de humeantes tazas de café y se la veía algo apurada.
– ¿Necesitas ayuda, Beth?
– Gracias, puedo arreglármelas. Pero podrías traerme los donuts y las servilletas. Están en mi mesa.
– Dile luego al jefe que te he estado ayudando, así no me pondrá una cruz por haber llegado tarde -dijo Cal, dirigiéndose hacia la mesa de Beth mientras escuchaba su risa a lo lejos.
Encontró tres paquetes de donuts y una bolsa de servilletas de papel. Estaba muerto de hambre, así que abrió uno de los paquetes y sacó un donut de chocolate.
Lo había devorado ya cuando se presentó en la sala de reuniones. Beth le recogió las cosas que llevaba y lo puso todo sobre una mesita que había pegada a la pared.
– Tienes un poco de chocolate en la boca -le dijo ella en voz baja.
– ¿En qué lado?
– Yo me limpiaría los dos.
Tomó una servilleta para borrar las pruebas del delito.
– ¿Y ahora? ¿Cómo me ves?
– Si lo que quieres es que te regale los oídos, vas fresco.
Él se rió y dejó el sombrero al otro lado de la mesa. Por el sonido que hacía el techo, debía de estar cayendo una lluvia torrencial. La sala estaba llena de gente. Cal echó un vistazo a la gran mesa ovalada y tomó asiento entre dos de sus mejores amigos, el ranger Mark Sims y el ranger Chase Jarvis, ayudante del jefe. Ambos estaban hablando en ese momento por sus teléfonos móviles.
Chase miró de reojo el uniforme mojado de Cal y sonrió con cara de burla nada más colgar el teléfono.
– No empieces, Chase -le advirtió Cal.
– No sé por qué lo dices, Cal. Me he pasado toda la noche de guardia. ¿Cómo te ha ido en Ohio?
– Mejor que nunca. Gracias por haberme dado esos días libres.
Sólo había un problema cada vez que iba a casa de su familia: sus padres se estaban haciendo viejos y él volvía siempre a Yosemite con un sentimiento de culpabilidad. Pero sabía que sería muy desgraciado si se quedaba con ellos. Estaba tratando de superar su dolor por la pérdida de Leeann y estar en contacto con la naturaleza, haciendo lo que más le gustaba, le ayudaba a cicatrizar las heridas.
– Me alegro por ti, Cal -replicó Chase, interrumpiendo sus pensamientos-. Todo el mundo necesita unas vacaciones de vez en cuando.
– Tienes razón. Tengo intención de ir a ver a mi familia más a menudo.
– Tienes suerte de tenerla -dijo Chase, que había sido hijo único y sus padres ya habían fallecido-. Ven a hablar conmigo luego y haremos un calendario con los días que puedes tomarte libres de aquí a final de año.
Cal fijó su atención en el ranger Thompson, que entraba en ese momento. Jeff había sido el primero en ir a socorrer a Leeann cuando se produjo la avalancha en el desfiladero de Tioga Pass. Cal se hallaba de servicio aquel día en otra parte del parque.
Su amigo había luchado desesperadamente por desenterrarla y sacarla del alud de nieve. Leeann había recibido varios cursos de supervivencia para casos de accidente en la montaña pero, cuando finalmente consiguieron recuperar su cuerpo, ya estaba muerta. Desde entonces, Jeff y Cal eran grandes amigos.
Ambos se saludaron en silencio. A juzgar por la mirada de Jeff, Cal llegó a la conclusión de que Cindy debía de tener razón. Algo importante se estaba cociendo allí.
Vance, seguido por Bill Telford, entró instantes después de Jeff. La presencia del superintendente del parque era la confirmación de lo importante que era aquella reunión. Cuando todos estuvieron sentados, el jefe examinó con la mirada al grupo.
– Buenos días, señores. Gracias por venir en este día tan primaveral -todos rieron la ironía-. Hace poco estábamos reunidos en este mismo lugar para dar la despedida a dos veteranos que ya están disfrutando de su jubilación. Es momento ahora de dar la bienvenida a las personas que han de sustituirlas. Después de tratar el asunto con el superintendente Telford, me complace anunciar los siguientes ascensos: el ranger Thompson, destacado hasta ahora en Tuolumne Meadows, será nuestro nuevo jefe de Departamento de Administración y Gestión de Infraestructuras. Jeff tiene una experiencia y unas cualidades que hacen de él el hombre idóneo para el cargo.
Cal se alegró. Nadie se lo merecía más que su amigo. Todos aplaudieron la decisión, pero él más que nadie.
– El segundo ascenso no creo que sea una sorpresa para nuestro amigo Cal Hollis -continuó diciendo Vance-. Ayer por la tarde, después de regresar de su viaje, le pedí que dejara libre su cabaña de Wawona para que pudiera trasladarse allí otro ranger -Cal escuchaba atentamente sin poder dar crédito a las palabras del jefe-. Durante los últimos siete años, Cal ha sido el ayudante de Paul Thomas. Ahora que Paul se ha retirado, la encomiable tarea de velar por nuestra flora y fauna debe recaer en Calvin Hollis. No puedo pensar en nadie más cualificado que él para desempeñar este cargo de biólogo jefe del parque -todos aplaudieron efusivamente.
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