Por aquella época, Leeann Gris había sido transferida a Yosemite. Cal y ella se habían conocido cuando los dos trabajaban en el Parque Nacional de las Montañas Rocosas. Pero a Cal lo destinaron a los pocos meses a Yosemite. La relación afectiva que había entre ellos quedó truncada y se quedaron con la duda de lo que podría haber llegado a suceder.
Cuando Cal volvió a verla unos años después, ya estaba integrado plenamente en su trabajo y disfrutaba de su profesión. Comenzaron a salir de nuevo juntos y una cosa llevó a la otra… Leeann era una mujer morena muy atractiva y de su misma edad. Compartía además su amor por la naturaleza. Llegó en el momento adecuado y se casaron.
Cal no había vuelto a ver a Alex Harcourt desde el día de su boda con Leeann, pero la sola mención de aquel cuadro le hizo recordar su imagen de inmediato. En ese instante y sin saber por qué, llegó a la conclusión de que ella había sido la que había elegido ese cuadro para regalárselo.
Jeff apareció de nuevo en la puerta, devolviéndole al presente.
– ¿Dónde quieres que te ponga esta caja que pone «cosas personales»?
La caja, además de las fotos de su boda con Leeann, contenía algunas otras con sus compañeros en diversas zonas del parque.
– Ponlas con las otras, en el cuarto de invitados. Un día de éstos lo organizaré.
Recogió las cajas vacías y se dirigió a la puerta mientras Jeff salía de otra habitación, cargado con unos objetos.
– ¡Se acabó el trabajo por hoy! -exclamó Cal después de dejar las cajas en la parte de atrás de la camioneta-. Ahora que ya hemos hecho la mudanza, salgamos un rato. ¡Tengo un hambre de lobo!
El lunes a las nueve de la mañana, Alex dejó el coche en el aparcamiento del Yosemite Lodge, bajo un cielo poblado de nubes. Había muchos vehículos aparcados. Más de uno sería de un aspirante a ocupar un puesto de voluntariado en el parque, como ella.
Aunque la temporada turística de verano no comenzaba oficialmente hasta unos días después, el parque atraía a muchas personas durante todo el año. Alex lo sabía muy bien. Había estado allí tantas veces que podría incluso hacer de guía turística. De hecho, había reseñado ese punto en su currículum, aunque sin mencionar que todos los conocimientos que tenía del parque se los debía a Cal.
Él le había enseñado a amar aquel lugar y, de modo especial, a sus animales.
Pero… eso era ya agua pasada.
Tomó el bolso y cruzó la zona en dirección a la oficina central. Cuando entró, vio a algunos turistas arremolinados alrededor de las pantallas y los mapas informativos. Se acercó al ranger del mostrador de recepción. Era una mujer que conocía ya de otras veces.
– Hola.
– ¡Hola! -le dijo Cindy Davis con una sonrisa-. Bienvenida a Yosemite.
– Gracias. Estoy citada para una entrevista con el Departamento de Administración. En la citación que recibí no ponía la hora, sólo la fecha de hoy.
– Oh, sí. Supongo que ha formulado una solicitud para el programa de voluntariado, ¿verdad? ¿Cuál es su nombre?
– Alex Harcourt.
– No sabía que el senador Harcourt tuviera una… otra hija -replicó Cindy con gesto de sorpresa.
Alex recibió con satisfacción aquella vacilación. Sin duda, había querido decir que no se imaginaba que su padre tuviera otra hija tan mayor. Aquel cambio de look funcionaba mejor de lo que había imaginado. Era mucho mejor que si se hubiera puesto un disfraz.
– No, la verdad es que yo soy su única hija.
– Sí, ahora que lo dice… -replicó Cindy, sin salir de todo de su perplejidad-. No la había reconocido sin su larga melena-. Siéntese ahí, por favor, y espere un minuto mientras aviso al ranger Thompson. Creo que está con otra persona en este momento.
– Gracias -dijo Alex, dirigiéndose a la sala de espera.
En lugar de mirar con impaciencia a su alrededor con la esperanza de que ver a Cal por allí, como había hecho otras veces, se puso a hojear un folleto del parque. Lo último que quería era tener que saludar a alguno de los rangers que le habían puesto tantas trabas el año anterior cuando había tratado de ver a Cal.
Habían pasado ya casi cuarenta y cinco minutos cuando le pidieron que se dirigiese al lugar de la entrevista. Tenía que ir hasta el fondo del pasillo y torcer luego a la derecha. El despacho del ranger Thompson era la primera puerta a la derecha.
Alex dio las gracias a Davis y se abrió paso entre un grupo de turistas en dirección al lugar que le habían indicado. La puerta del despacho estaba abierta, pero no se veía a nadie dentro. Era muy pequeño, parecía más bien la salita de una secretaria. Había una mesa con algunas fotos familiares y un tarro con lápices de colores. Nada más sentarse se abrió otra puerta que daba a una sala colindante y apareció un ranger muy atractivo, de pelo castaño oscuro. Alex ya lo había visto antes.
– ¿La señorita Harcourt? -dijo el hombre acercándose a ella para estrecharle la mano-. En los últimos años nos hemos visto de pasada en varias ocasiones, pero nunca hemos podido hablar oficialmente. Permítame presentarme: soy el ranger Thompson. Espero que no la hayamos hecho esperar demasiado tiempo.
– No, no. No se preocupe.
– Muy bien. Mi ayudante, Diane, fue quien hizo la evaluación de todas las solicitudes y envió las cartas. Deme un minuto para encontrar la suya y echarle un vistazo.
Se sentó detrás del escritorio y se puso a rebuscar en una colección de carpetas con solapas en las que figuraban los nombres, hasta que dio con la de ella.
Leyó el informe con mucha atención y luego se volvió hacia ella.
– Según su currículum, ha estudiado en universidades de Estados Unidos y Europa, habla español con fluidez y ha participado en un increíble safari en Kenia y en un viaje por la selva virgen de Madagascar. También veo que ha ganado algunos premios en concursos y festivales de rodeo. Es impresionante.
– Gracias.
– Parece que, entre sus clases y viajes, ha trabajado a tiempo parcial para Hearth & Home en Albuquerque, Nuevo México, durante al menos diez años. ¿Con su padre?
Los siete mandatos de su padre como senador de Estados Unidos le habían abierto sin duda muchas puertas y le habían brindado grandes oportunidades de trabajo. Parecía lógica, por tanto, la pregunta del ranger Thompson, aunque no estuviera fundamentada en nada de lo que ella había puesto en su currículum.
– No. Con mi madre. Junto al currículum, puede ver también la propuesta del proyecto en el llevo trabajando unos años.
Sin duda, su ayudante, Diane, la había visto. De lo contrario, ella no estaría ahora allí sentada. Thompson la miró con cara de perplejidad.
– Estoy segura de que nunca ha oído hablar de Hearth & Home -siguió diciendo ella-. Hay más de veinte ranchos H & H a lo largo y ancho de las propiedades de mi familia. Aquí tengo un folleto que lo explica todo.
Alex sacó el folleto del bolso y se lo entregó.
Cuando Thompson comenzó a leerlo, su expresión cambió de repente.
– ¿Su madre hizo todo esto? -preguntó mirándola fijamente, al terminar.
– Sí. Fue una idea suya financiada por la fundación Trento, el legado de su bisabuelo. He trabajado a su lado toda mi vida y la he ayudado a ponerlo en marcha. Esas familias son mis amigos -dijo Alex sin poder ocultar el orgullo que sentía al decirlo-. Hace ya unos años, vi un artículo publicado por la fundación Huellas Perdidas de la Juventud de Sierra, HPJS, pidiendo voluntarios para Yosemite. Me gustaría traer aquí a algunos jóvenes de nuestro organización H & H para que colaborasen en el parque como voluntarios.
Thompson se echó hacia atrás en la silla y se llevó la mano derecha cerrada a la boca, en actitud pensativa.
– Continúe.
«Bien», se dijo ella. Parecía que había conseguido despertar su interés.
– Mi padre ha compartido siempre la misma preocupación que el superintendente y el jefe de los rangers, en el sentido de que los jóvenes no se sienten atraídos suficientemente por los parques nacionales como para colaborar en ellos con su trabajo o, al menos, visitarlos. Se me ocurrió que la incorporación de estos nativos americanos de habla inglesa conseguiría unos objetivos similares al del programa de voluntariado de HPJS. Según tengo entendido, persiguen tres objetivos: desarrollar futuros administradores del parque, colaborar en las labores de restauración y proporcionar a los chicos un tipo de empleo diferente.
Thompson la miró sorprendido con sus ojos de avellana, como si ella fuera un ser extraño que hubiera caído de repente de otro planeta.
– No hay nada como ver la naturaleza en toda su dimensión para abrir las mentes de los jóvenes y darles una visión más amplia de la vida. Ellos saben el amor que siento por Yosemite y me han expresado su interés por formar parte de esta idea. La fundación Trent financiaría el proyecto, por supuesto. Diez mil dólares por cada chico y temporada. Este dinero sale de mi herencia personal. Mis padres no tienen nada que ver en esto -dijo Alex muy seria mirando fijamente al ranger Thompson-. El proyecto es idea mía. Mi padre hace ya algunos años que dejó su cargo en el Senado, así que si usted decide que mi proyecto no es adecuado para el parque, no se preocupe, no intentará presionarle para hacerle cambiar de opinión.
Aunque Alex quería dejar bien claro que todo el proyecto había sido iniciativa suya, pensó que no debía seguir incidiendo sobre ese punto.
– Mi padre fue presidente de la comisión de Medio Ambiente del Senado, competente en temas de recursos naturales y energías renovables. Por eso sé que el resto de los parques naturales tienen los mismos problemas y ofrecen los mismos programas que Yosemite, pero pensé en empezar por éste porque amo este lugar.
Emulando a su madre, Alex se levantó de la silla, dispuesta a salir dignamente por la puerta tras su concisa pero emotiva presentación.
– Si piensa que mi proyecto puede ofrecer algún interés para el parque, puede encontrar mi número de teléfono y mi dirección de correo electrónico al pie de la solicitud. Gracias por su tiempo, ranger Thompson.
– Por favor, siéntese, señorita Harcourt -dijo Thompson de forma inesperada-. Creo que el jefe Rossiter debe conocer su proyecto antes de tomar ninguna decisión.
Alex no podría estar más feliz. Sentía el efecto de la adrenalina corriéndole por las venas, pero esperó paciente a que Thompson realizara su consulta telefónica.
– Por desgracia, no está en el edificio. ¿Podría volver mañana por este mismo despacho a las nueve de la mañana? Rossiter la estará esperando.
– Naturalmente. Gracias.
El Cascade Bear Institute se asentaba en las colinas de los alrededores de Redding, California. Estaba dirigido por Gretchen Jeris, una bióloga que tenía la teoría de que era posible convivir con los osos sin necesidad de matarlos. Después de años de investigación, había encontrado la solución en el perro oso de Carelia, una raza canina muy peculiar que se había traído de Finlandia.
Aquel lunes por la mañana, Cal se dirigió a Redding a recoger el perro que había elegido después de un complicado proceso de selección. Pensaba llevárselo a casa.
Había estado ya varias veces allí para someterse a un estricto entrenamiento a cargo de la exigente doctora Jeris. Los perros de esa raza eran todos diferentes, no había dos perros iguales. Cada uno necesitaba un tipo de adiestramiento distinto. Era fundamental que la personalidad del perro se adaptase a la de su amo si se quería que congeniasen.
Gretchen había dedicado su vida a la cría de perros seleccionados y a promocionar su utilidad a través de diversos institutos y organismos de todo el mundo, compartiendo su plan de entrenamiento. El cachorro de Cal llevaba la sangre de un perro finlandés muy galardonado, Paavo Ahtisaari, un campeón internacional de una raza de campeones. Gretchen había observado que aquel cachorro había nacido con tal valor y agresividad que lo hacía idóneo para rastrear, perseguir y enfrentarse a los osos y los alces.
Por la rapidez de sus reflejos y sus instintos, los perros osos de Carelia podían ahuyentar a cualquier oso sin ningún problema e incluso atacarle con suma agresividad de ser necesario. Sacrificarían su propia vida por la de su amo o por la persona que hubieran dejado a su cuidado. Por esa razón necesitaban un adiestramiento especial, para aprender a controlarse y a canalizar esa agresividad.
Esa raza de perros había sido utilizada en diversas áreas de Estados Unidos y de otros lugares del mundo, pero sólo a pequeña escala y de modo experimental. También se había usado durante un tiempo en el parque de Yosemite. Cal había hablado muchas veces con Paul Thomas, su anterior jefe, sobre la posibilidad de volver a introducirlos en él. Además de controlar a los osos, serían una ayuda excelente para atrapar a los cazadores furtivos de osos y venados, un eterno quebradero de cabeza para los rangers del parque.
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