Si el suelo de la biblioteca se hubiera abierto en aquel instante bajo sus pies para dejar al descubierto una sima, Laura habría saltado con alegría, aunque hubiera estado llena de demonios con tridentes. El conde la había malinterpretado. ¡Qué horror y qué vergüenza!

Se humedeció los labios y vio que los ojos masculinos seguían el gesto. -Este libro es algo así como una herencia de familia -prosiguió el conde-. Mi madre se lo legó a mi hermana. Aunque soy lector, nunca he sentido interés por este género. Es una historia de aventuras, creo. ¿Por eso lo seleccionó?

Laura no había seleccionado nada. Sólo era el libro que tenía en la mano cuando lo había oído llegar.

– Sí -dijo-. Quería algo que me hiciera dormir.

El conde la miró de nuevo, deteniendo los ojos en sus pechos, cuya generosa redondez había esperado en vano que quedara oculta por el camisón. Ojalá se hubiera mordido la lengua, aunque ahora ya no tenía sentido hacerlo. No podía borrar lo que había dicho.

– Más le habría valido buscar un lacayo -murmuró el conde. Laura respiró hondo y vio que volvía a fijarse en sus pechos-. Tenga -añadió, alargándole el volumen-. Acuéstese con él, señorita Melfort. Y que un amante imaginario le haga conciliar el sueño. Creo que se llama Damon. Ya me contarás si hace honor a su nombre. Sugiere cierta… cierta virilidad, ¿no le parece?

Ella recogió el libro, guardándose de tocarle la mano al hacerlo. Se estaba burlando de ella. Burlándose de la idea de leer historias de pasiones. Muy típico de los hombres. Sus gustos literarios eran amplios y variados, pero no se trataba de eso.

– Quizá lea historias de aventuras y pasiones -dijo, mirándolo deliberadamente a los ojos, sabiendo que la estaba obligando a decir lo que jamás debería decir-, pero no para encontrar un amante imaginario que caliente mi solitaria cama de solterona, sino para conocer los aspectos más adorables de la vida, esos en los que el amor, la entrega y las relaciones dan alegría y significado a una existencia que a menudo se desperdicia en la satisfacción de los sentidos y en la infelicidad más elemental.

Ante su sorpresa e irritación, el conde pareció encontrarlo gracioso. Se puso en pie y ella pudo comprobar, como aquella misma mañana, su notable estatura, aunque ya no calzaba botas. Laura no era baja, pero su frente apenas le llegaba a la barbilla. Y tampoco ella podía apartar del pensamiento el semidesnudo pecho masculino, cubierto por una película de vello negro.

El conde le puso una mano bajo la barbilla, aunque ella no había bajado la cabeza, y con la yema del pulgar le acarició los labios; fue un breve y electrificante momento durante el que casi se le doblaron las rodillas.

– Un discurso digno de una solterona, señorita Melfort -dijo el hombre-. Pero debería probar a satisfacer sus sentidos uno de estos días. Es una forma maravillosa de pasar una vida que carece de significado. Ha hecho un buen trabajo con Beatrice. A pesar del alarmante despliegue de entusiasmo de esta mañana, tiene agradables modales y puede conversar sobre una gran variedad de temas, desde el clima hasta los sombreros y los abanicos. Desde luego, está creciendo y acabará siendo la belleza que prometía desde que era niña. Dentro de dos o tres años, podré concertarle un buen casamiento. ¿Sabe bailar?

Había dejado de tocarla, aunque seguía estando delante de ella, con las manos en la espalda. Se habría sentido más cómoda si hubiera podido retroceder un par de pasos, pero se quedó donde estaba.

– Con mucha elegancia -dijo-, incluso ese baile nuevo que llaman vals, que le gusta mucho. Pero no es una alumna aventajada, señor. No hará buen papel como esposa si antes de que pasen dos años no ha aprendido a leer ni ha adquirido algunos conocimientos sobre libros y buenas letras.

– Dios nos asista -dijo el conde, arqueando de nuevo las cejas con arrogancia-, no será usted una bachillera, ¿verdad, señorita Melfort? ¿De verdad cree usted que a los jóvenes terneros que se apelotonarán alrededor de Beatrice dentro de unos años les importará mucho -aquí chascó los dedos- que sea una sabionda? La valorarán por su belleza, su dote, su juventud y su capacidad para engendrar herederos.

– Y por la amenidad de su conversación -añadió Laura.

– Eso también -admitió el conde-. ¿Por qué cree usted que los hombres van de caza y de pesca y frecuentan sus clubes? Para no oír hablar más de lo necesario del tiempo, los sombreros y los abanicos.

– Y así fueron felices y comieron perdices -dijo Laura con acritud-. ¿No sería mejor que un hombre pudiera hablar con su esposa? ¿Hablar de veras?

– Pero en ese caso -dijo él-, una esposa inteligente podría poner en evidencia a un marido inepto. No funcionaría en absoluto. Él se amilanaría. Es mucho mejor que ella sea un simple adorno. No, no intente lo imposible, señorita Melfort… aunque le parezca sólo improbable. Deje a Beatrice con su feliz ignorancia. Mi hermano nunca vio la necesidad de enseñarle otra cosa que virtudes femeninas. Es demasiado tarde ahora para imaginar que pueda leer y aprender a amar los libros y toda la sabiduría que encierran. Creo que no tiene mucha aptitud para eso.

– Yo diría que lo que le falta es interés, no aptitud -dijo Laura-. Vivo con la esperanza de despertar su interés, señor.

– ¿Y convertirla en una solterona de lengua afilada y mirada atrevida como usted? -preguntó-. Creo que no, señorita Melfort. La he contratado a usted más como dama de compañía de mi sobrina que como institutriz.

Laura se sintió dolida. Mucho más de lo que habría admitido.

– No tengo ninguna de las cualidades de Beatrice -dijo-. Pero ésa no es la cuestión. Estamos hablando de su sobrina, no de mí.

– ¿De veras? -preguntó el conde, otra vez con timbre de aburrimiento, aunque sus ojos la miraban con fijeza-. ¿Qué cualidades le faltan, señorita Melfort? Una buena dote, sin duda. Tiene la belleza. No es joven, veinticinco o veintiséis años, calculo, pero no tan vieja que ya no pueda engendrar hijos. Puede hablar de multitud de temas, no lo dudo. ¿Sabe bailar?

– Sí -contestó Laura secamente-. Por supuesto que sé bailar.

– Entonces sólo le falta una cualidad importante.

Laura levantó la barbilla, herida de nuevo y despreciándose por sentirse así.

– Serrín.

Ella frunció el entrecejo, sin comprender.

– ¿Serrín?

El conde encerró la cara de Laura entre sus manos. La muchacha se quedó inmóvil.

– Aquí -dijo, estrechando un poco el cerco de los dedos-. En vez de serrín tiene usted cerebro. Puede ser un grave inconveniente.

– Prefiero ser una solterona con cerebro -dijo con actitud desafiante- a ser una esposa con serrín. -No estaba muy segura de estar diciendo la verdad. La soltería le pesaba desde hacía años, desde que se había dado cuenta de que las institutrices raramente se casan porque están a caballo entre el mundo de los criados y el de los señores, sin pertenecer a ninguno.

– Vaya -dijo el conde, al parecer leyéndole el pensamiento-, es usted capaz de soltar la más negra de las mentiras sin parpadear, señorita Melfort.

– Supongo -dijo Laura, tratando de disimular que había resentimiento en su voz- que para usted es inconcebible que una mujer sea feliz sin un hombre.

– Tan inconcebible como que un hombre pueda ser feliz sin una mujer -dijo él-. Me pregunto si tener cerebro en lugar de serrín hace una boca menos digna de besarse. Tengo intención de hacer la prueba.

Aunque siguió mirándola fijamente a los ojos, Laura no entendió el significado de sus palabras con celeridad suficiente para escapar. Puede que escapar hubiera sido imposible de todas formas. Puede que él no la hubiera dejado. O es posible que ella no hubiera forcejeado con convicción suficiente, o que no hubiera forcejeado en absoluto.

Cuando la boca del conde se posó sobre la suya, la encontró cálida y firme. Olía a brandy y a colonia, una combinación embriagadora que esta vez consiguió que se le doblaran las rodillas. Los muslos que la recibieron eran musculosos e indistintamente masculinos. Entonces percibió el sabor del brandy. El conde abrió los labios sobre los suyos, y ella notó calor y humedad y la punta de una lengua que presionaba ligeramente sobre sus labios hasta que no tuvo más remedio que abrirlos y permitirle el acceso a los sensibles tejidos interiores. Laura tenía algo entre los dedos, dos cosas. Con la mano derecha sujetaba el libro y con la izquierda asía la camisa masculina. El dorso de su mano estaba pegado a un pecho velludo.

– No -dijo el conde-. No es así. Es interesante.

Laura se quedó mirándolo sin expresión, vacía, totalmente desorientada. El hecho de tener cerebro no hacía su boca menos digna de besarse. De eso estaba hablando. Laura se sentía extrañamente satisfecha.

Con algo de retraso se le ocurrió que un frunce de indignación y un ¡Cómo se atreve!, incluso una bofetada, habría sido más apropiado que su cara inexpresiva, alelada y suplicante. Con no menos retraso retiró la mano de su pecho y soltó el delicado tejido de la camisa.

– Váyase a la cama, señorita Melfort -dijo el conde de Dearborne-. Con Damon. No es probable que le haga mucho daño, dado que su dama estará con él. Averiguará su nombre en el libro. Si se queda, acabaré seduciéndola y preñándola. Y no tengo por costumbre seducir a mis sirvientas… ni a ninguna señora que esté a mi servicio.

Laura lo miró un momento antes de dar media vuelta para escapar. Pero la voz masculina la inmovilizó cuando tenía la mano en el tirador de la puerta.

– Señorita Melfort -dijo-, no voy a prohibirle que venga a la biblioteca, pero he de pedirle que en el futuro se vista más apropiadamente cuando trasponga los límites de su dormitorio. Voy a tener invitados esta semana.

Era muy humillante que alguien tuviera que decirle una cosa así. Y más aún el conde de Dearborne… Se quedó helada al recordar su lamentable aspecto.

– Además -añadió el hombre, con voz más potente, como si se acercara, aunque Laura no se volvió para comprobarlo-, no soy de piedra, señorita Melfort. Nunca sabrá el esfuerzo sobrehumano que me ha costado esta noche mantenerme fiel a mi costumbre.

Laura giró el pomo, abrió la puerta y huyó.

Ciertamente, no era buen momento para pensar en tener una amante. Ni para pensar en cambiar sus costumbres… si es que «costumbre» era la palabra adecuada. Cuando era joven, se había dado cuenta de que su hermano mayor se acostaba con las lecheras, las doncellas y las hijas de los braceros casi con la misma frecuencia y descuido como habría cogido manzanas en el huerto. El actual conde de Dearborne seguía cumpliendo con las obligaciones de su difunto hermano para con dos bastardos de la región, los dos que había engendrado después de casarse. Los demás ya se habían independizado.

El, sin embargo, había sido decididamente casto durante su juventud. Desde luego, se había resarcido desde entonces, pero sólo con mujeres cuya profesión era dar a los hombres todo el placer que fueran capaces de pagar.

No era el momento de soñar con lo que le gustaría hacer, y menos con la institutriz de su sobrina. Ningún momento sería el indicado, pero aquél era el peor de todos.

Había decidido comprometerse.

Con la honorable Alice Hopkins, hija del vizconde de Gleam. Alguien de su misma clase y condición. Alguien que llevaba en sociedad tres años (tenía ya veintiuno, diez menos que él) y conocía las normas de la vida social. Era guapa, educada y encantadora. Totalmente apropiada para él. Sería una anfitriona perfecta, una compañía amena y una madre ideal para sus hijos. Entendería que él quisiera vivir gran parte de su vida a su aire… lo mismo que ella,

Y así fueron felices y comieron perdices. Ojalá no hubiera oído aquellas palabras, pronunciadas por la desdeñosa voz de la institutriz de Beatrice.

Había invitado a la señorita Hopkins y a sus padres, y a muchos otros huéspedes, a pasar unas semanas en Dearborne, su mansión rural. Aunque ya había elegido, no lo había hecho de manera tan ostentosa que no pudiera retirar honorablemente sus atenciones. Todavía no había hecho ninguna proposición ni había hablado con el padre de su interés por ella. El matrimonio era para toda la vida. No era cuestión de tomárselo a la ligera. Averiguaría qué tal congeniaban en un entorno campestre.

Pero la decisión estaba tomada. A menos que sucediera algo inesperado, hablaría con Gleam antes de que se fueran los invitados. Y se casaría con la hija de Gleam antes de Navidad.

Desde luego, no tenía la menor intención de dejarse tentar por una institutriz marisabidilla y gazmoña que tenía el pelo más bonito que había visto en su vida y que descalza y con un largo camisón de algodón y sin adornos estaba irresistible. Y cuya mano, al apoyarse en su pecho desnudo, le había quemado como un ascua.