Maldición, no quería que lo distrajeran de sus asuntos. Y no habría ocurrido si aquella mujer no hubiera estado vagando por la casa a medianoche escandalosamente ataviada. Al abrir la puerta de la biblioteca había entrevisto una figura vestida de blanco flotando cerca del techo, y había pensado que era un fantasma o un ángel. Había decidido burlarse de ella y castigarla por haber quedado ante sí mismo como un idiota redomado; fingió que no la veía y así la había obligado a quedarse allí arriba durante cuarenta y cinco minutos; su intención había sido esperar una hora, pero no había tenido tanta paciencia.
Habría tenido que darle un grito nada más verla y enviarla inmediatamente a su cuarto.
Pero el daño estaba hecho. La había visto aquella mañana en el estudio; le había parecido una mujer todavía joven, tirando a guapa, serena y disciplinada… la típica institutriz, si es que existía algo parecido. Todas las veces que la vio después de aquella noche en la biblioteca tenía el mismo talante, como si nada fuera capaz de turbar su equilibrio.
Pero había visto su cabello cayéndole por la espalda. La había visto con un salto de cama. La había besado y había estrechado su cuerpo esbelto contra el suyo. Y el dorso de su mano se había posado en su pecho, cerca del corazón.
La deseaba más que a ninguna otra mujer en los últimos tiempos. Probablemente porque no podía tenerla, se dijo con firmeza. Era fruta prohibida.
Siempre había estado muy unido a Beatrice. Sentía lástima por la muchacha, abandonada en su más tierna infancia por su madre, que había huido con un amante, y durante mucho tiempo desdeñada por su padre. Él solía pasar largos ratos en el cuarto de los niños, jugando con ella, escuchándola con complacida tolerancia, llevándola de vez en cuando a cabalgar por el parque que rodeaba la mansión. Beatrice sentía adoración por él.
Así pues, durante los días que siguieron a su regreso e incluso después de la llegada de los invitados, no dejó de repetirse que tenía derecho a visitar el estudio para comprobar por sí mismo los progresos que hacía su sobrina para convertirse en una damisela digna de la buena sociedad y del marido de alta cuna que él mismo le encontraría cuando cumpliera los dieciocho.
Tenía la impresión de que Beatrice se exhibía ante él cada vez que iba a verla. La verdad es que le sonreía y le hablaba con excitación, tocaba el pianoforte y le cantaba todas sus canciones favoritas, le enseñaba sus mejores bordados y sus mejores dibujos buscando su admiración, le suplicaba que le permitiera cenar con los invitados e ir con ellos de merienda y a otras excursiones, y en general, supuso, era una dura prueba para la señorita Melfort. La señorita Laura Melfort, pues había averiguado su nombre de pila.
También se había dado cuenta de que la señorita Laura Melfort no sonreía ni una sola vez durante sus visitas al estudio, ni levantaba los ojos para mirarle, ni daba el menor indicio de que se enteraba de que él estaba en la misma habitación o en el mismo universo que ella.
El conde se preguntaba si estaría tan obsesionada por él como él por ella. Se preguntaba si desearía acostarse con él con tanta intensidad como él lo deseaba. La verdad es que encontraba su serenidad y su recato insoportablemente atractivos.
Una tarde no tuvo más remedio que levantar los ojos hacia él y reconocer su presencia. Había estado paseando con la señorita Hopkins, una hermana de ésta y otros invitados. Habían caminado entre los árboles hacia el este de la casa, por la orilla del río que les conduciría al lago. Beatrice y Laura Melfort estaban sentadas en la orilla… hasta que Beatrice vio que se acercaban y se puso en pie de un salto. Se sintió orgulloso al comprobar que su sobrina había recordado que no debía correr hacia él gritando su nombre. Lejos de ello, esbozó una sonrisa encantadora, se ruborizó, hizo una reverencia y demostró a todos que se estaba volviendo una joven fascinante. El conde le devolvió la sonrisa con afecto.
Le había permitido tomar el té con sus invitados unos días antes y entonces se había comportado con mucha propiedad. La señorita Hopkins y su hermana la invitaron a unirse al grupo y Beatrice miró con ojos brillantes, primero a su institutriz, que se había puesto lentamente en pie y permanecía a la sombra de un viejo roble, y luego a él. Ambos asintieron con la cabeza y Beatrice reprimió un grito y dejó que la señorita Hopkins se le colgara de un brazo y la señora Crawford del otro, y echaron a andar. Los demás invitados les seguían como una alegre comitiva.
La señorita Laura Melfort, se dijo el conde de Dearborne, sabía confundirse con el paisaje. Dudaba que la señorita Hopkins ni nadie se hubiera percatado de su presencia. Claro que era una sirvienta. Los criados tenían que ser invisibles. El conde se quedó donde estaba hasta que su futura y los invitados dejaron de verse y oírse.
El contraste era tremendo. Alice Hopkins, rubia, pequeña y sonriente, iba envuelta en delicadas muselinas -el vestido, el sombrero, el calzado-, de acuerdo con los dictados de la última moda. El vestido de la señorita Melfort, escondida a la sombra del roble, era vulgar y de algodón barato. Le habría gustado vestirla de seda, de raso y muselina, pensó sin mirarla. Le habría gustado cubrirla de joyas. Y también le habría gustado desnudarla. Volvió la cabeza para mirarla. Laura estaba mirando en silencio la hierba que tenía a los pies.
Esperando a que él se fuera para desaparecer.
– Durante un momento -dijo él- pensé que Beatrice estaba enferma. Parecía tan absorta en lo que estaba haciendo que creí que no iba a notar nuestra presencia. Es una actitud poco normal en ella.
Laura le miró y durante un segundo el conde se sintió morir bajo su franca mirada, y recordó cómo le había hecho perder la razón en la biblioteca.
– Explíquemelo -prosiguió el hombre-. Estoy convencido de que fue una confusión mía… tal vez haya sido un poco de insolación. ¿Era un libro lo que absorbía tan por completo la atención de mi sobrina?
Laura casi sonrió y en sus facciones se pintó un asomo de satisfacción.
– Sí -dijo-. Quiere leerlo ella sola. Está disgustada porque no puede hacerlo con fluidez, pero está esforzándose al máximo para conseguirlo.
– Dios del cielo -murmuró el conde-. Y ya que hablamos de insolaciones… ¿cómo ha conseguido esta alarmante transformación, señorita Melfort? ¿Poniéndola a pan y agua? ¿Aplicándole la vara dos veces al día, tras las comidas? Esta vez la sonrisa y la satisfacción fueron inconfundibles.
– Iniciándola en una historia que ahora desea leer por sí misma -dijo-. Escucharla con mi voz no es suficiente. Quiere oírla con la voz de su propia mente, aunque no lo ha dicho con estas mismas palabras.
– A ver si lo adivino -dijo el conde, tratando de no recordar el peso de los muslos de ella sobre los suyos, ni que la boca de ella se había rendido y abierto bajo la persuasión de la suya-. ¿Platón?
– No. -¡La malvada ponía cara de triunfo!
– Entonces ¿Milton?
– No. -Casi se estaba riendo. Él quería seguir con el juego mientras ella quisiera. Un pensamiento peligroso.
– No me diga -dijo el conde con una mueca- que quiere oír cómo el viril y romántico Damon le susurra dentro de la cabeza.
Laura se echó a reír. ¡Pardiez! No quería que ella se riera. Bueno, en realidad quería cogerla en brazos y girar con ella, y reír con ella.
– Es ese libro. Lo he traducido del latín al inglés para ella -dijo Laura-. Es una historia de amor, por cierto. Ha cautivado su imaginación y desea leerlo por sí misma, aunque ya se lo haya leído yo. También le he dicho que hay otros muchos libros que le parecerán tan interesantes como éste.
– ¿Historias de amor? -dijo él.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Mi sobrina va a aprender a leer para entretenerse con bobadas y sensiblerías? -dijo, tratando de sentir el asco que su intelecto le ordenaba.
– ¿El amor es sensiblero? -dijo ella-. ¿El amor es una bobada? Pues entonces déme sensiblerías bobas, señor. Déme amor.
Había algo fascinante en su expresión. Lo había visto ya un par de veces en la biblioteca. Supuso que la señorita Melfort se emocionaba tanto en las discusiones que no se detenía a elegir las palabras con cuidado.
En esta ocasión, al parecer, había metido la bonita pata hasta el fondo. Y acababa de darse cuenta.
– Eso -dijo el conde con calma- es una invitación en regla, señorita Melfort. Me disculpará usted si no le tomo la palabra.
Laura volvió a quedarse mirando la hierba. A pesar de la vulgaridad de su vestido y de su peinado, pensó él, era mucho más atractiva que Alice Hopkins. Deme amor. Oh, sí, era una invitación.
– ¿Cómo se llama? -preguntó-. Me refiero a la amada de Damon.
– Angeline -dijo ella, aunque sin levantar la vista-. Tendría que haber elegido a otro hombre, uno que fuera más parecido a ella en todos los sentidos. Damon no pertenecía a su mundo.
– Entonces, ¿le parece mal? -preguntó el conde-. ¿Admite que la historia que tan fuertemente ha afectado a mi sobrina y a usted no tiene nada que ver con la realidad?
– Es posible que no -dijo ella-. Desde luego, esa clase de unión no debería funcionar. Pero quizá funcionara por la misma razón por la que debería fracasar. Es posible que si dos personas son diferentes, la misma diferencia les obligue a esforzarse para sacar adelante la relación. Quizá porque no dan nada por supuesto, como ocurriría si pertenecieran al mismo mundo.
Como él y la señorita Hopkins. Laura era de un mundo diferente. Bueno, quizá no tanto. Era una señora. Pero no pertenecía a su mundo de todas formas. En su mundo, las señoras no tenían que trabajar para ganarse la vida, ni llevaban ropa barata y práctica. En su mundo, las señoras no necesitaban utilizar el intelecto.
– Es usted una romántica incurable, señorita Melfort -dijo-. Aunque sea repetirme, creo que en su cabeza hay cerebro en lugar de serrín. Lo está haciendo muy bien con Beatrice. Estoy satisfecho.
Laura entreabrió la boca y dilató los ojos.
– Gracias -dijo, con una voz tan baja que el conde, más que oírla, le leyó los labios.
– Supongo -dijo él con un gruñido- que saber leer, por placer o por información, puede tener valor incluso para una mujer. Cómo se aprende carece de importancia. Quizá debiera leer también yo la historia de Damon y Angeline. Puede que haya conseguido usted otro adepto -dijo mirando el libro que la muchacha tenía en la mano.
– Sí -dijo Laura.
Lo que más deseaba el conde en aquel momento era acercarse a ella y besarla de nuevo. Se estaba convirtiendo en un vicio. Se preguntó cuánto tiempo le duraría si fuera libre de poseerla y utilizarla a su antojo. Tenía la extraña sensación de que el vicio no desaparecería nunca.
Porque tenía la sensación aún más extraña de que la atracción que sentía no era sólo física.
Un pensamiento alarmante.
– Voy a darle una hora de libertad, señorita Melfort -dijo-, mientras voy en busca de mis invitados. Estoy seguro de que tener un rato de intimidad durante el día es un raro lujo para usted.
Sólo después de que él se hubiera alejado con paso decidido, dejándola al pie del roble, se dio cuenta de que se había despedido de ella con la inclinación de cabeza más elegante del mundo.
A la institutriz de su sobrina. ¡A su sirvienta!
Todo el mundo sabía por qué estaban allí los invitados. Los criados siempre sabían esas cosas. Lo sabían incluso antes de que su señor regresara. Es posible, fantaseaba a veces Laura, que lo hubieran sabido incluso antes que el conde.
La señora Batters, el ama de llaves, que a veces tomaba el té con Laura por la tarde, le había dicho que el conde de Dearborne pensaba recibir a su futura, a su familia y a otros selectos invitados.
La honorable señorita Alice Hopkins iba a ser su prometida. Y era guapa, vivaracha y moderna. Todos los criados simpatizaban con ella, sobre todo porque hacía como si no existieran y en términos generales se comportaba como una gran señora debe comportarse.
– Pronto tendremos un ama en la casa -había dicho la señora Batters-. Ya era hora. La última se quedaba cinco minutos y se iba otra vez para ausentarse durante una larga temporada. Dentro de poco habrá criaturas en el cuarto de los niños, puede estar segura, mi querida señorita Melfort. Puede que la retengan a su servicio cuando lady Beatrice haya terminado su aprendizaje.
La idea le había gustado. Le había gustado. Pero ya no le gustaba.
Todos los días esperaba con cierto temor su aparición en el estudio y rezaba en silencio para que no se presentara. Y sin embargo, los raros días que no lo hacía, se sentía desanimada. Le parecía que el día había perdido parte de su luz. Temía sentir sus ojos clavados en ella cuando debería estar pendiente de su sobrina, y cuando no la miraba se sentía como una persona insignificante y sin valor.
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