Por la noche soñaba con él. Bueno, eso no era del todo exacto. No solía soñar con él cuando dormía. Pero se quedaba despierta cuando debería estar durmiendo y evocaba su aspecto, evocaba la curiosa claridad de sus ojos azules, evocaba cosas que le había dicho, evocaba su beso, el tacto de sus cuerpos unidos.

Deme amor. Recordaba haberle dicho aquellas palabras y sentía una profunda tortura al recordarlo. Recordaba su expresión de asombro y su respuesta. Deme amor. Se preguntaba cómo se sentiría él…

Se despreció. Una pobre solterona deseosa de amor, solitaria y frustrada. Que tenía fantasías románticas, incluso lascivas, con su patrón. Con un noble del reino, nada menos. Que detestaba a la bella e inocente señorita Hopkins sólo porque se iba a casar con él. Que detestaba la idea de ver en el cuarto de los niños a los hijos de él y de la señorita Hopkins, quizá a su cuidado.

¡No, nunca!

Se odió a sí misma. En consecuencia, se sumergió en el trabajo, instando a Bea a que practicara con el pianoforte, a que tocara y cantara más que de costumbre porque estaba creciendo y pronto necesitaría utilizar sus dotes en público. Y del modo más descarado, camelando a la niña para que leyera, dándole historias que alimentaran su imaginación romántica y su tierno corazón. Bea, que sabía leer desde hacía algún tiempo pero no le encontraba el gusto a aquel arte, mejoró notoriamente en pocos días. El viejo libro de la biblioteca inculcó su magia en ella… y en Laura. Era perfectamente posible que un hombre y una mujer de mundos diferentes se unieran…

¡No! No era posible. Él había tenido razón al cuestionar aquella idea. No funcionaba. En la realidad no. Quizá en las páginas de una novela de aventuras, pero no en la vida real.

Y, naturalmente, no era cuestión de comprobarlo.

Bea contaba con las simpatías de todas las señoras. A pesar de sus ruegos y carantoñas, su tío no le permitía unirse al grupo ni para cenar ni para los entretenimientos posteriores. Era demasiado joven, le decía firmemente. Pronto llegaría el momento, pero a veces, como aquella tarde en el río, las señoras le pedían que se uniera a ellas en alguna actividad diurna.

Una tarde, la señorita Hopkins y su hermana la señora Crawford fueron de visita al estudio. No llamaron, sino que entraron directamente, hablando y riendo. Ambas abrazaron a Bea, admiraron la acuarela que estaba pintando y luego la invitaron a tomar el aire con ellas. Ni siquiera repararon en Laura, que se apartó en silencio de su propia pintura y empezó a despejar la mesa. Asintió con la cabeza cuando Bea la miró con aire inquisitivo, y la muchacha salió corriendo en busca de un sombrero.

Algún día aprendería Bea que las señoras no debían correr. Algún día perdería la impetuosidad de la juventud. Laura suspiró. ¿Por qué ella y todos los demás responsables de la educación de Bea trabajaban incansablemente para que ese día llegara pronto? ¿Por qué la juventud y el ímpetu tenían que desaparecer?

– Es muy torpe -dijo la señorita Hopkins.

– Pues debes tratarla con cariño -dijo la señora Crawford, mirando de nuevo el dibujo de Bea y sonriendo con desdén-. Dearborne la quiere mucho.

– Podríamos enviarla a un colegio durante un par de años -dijo la señorita Hopkins-. No estoy segura de querer compartir esta mansión con una sobrina tan sana, por grande que sea la casa.

La señora Crawford miró a su alrededor, vio a Laura limpiando pinceles y tosió con delicadeza.

– Cuidado, querida -dijo-. Creo que hay oídos cerca.

– Oh. -La señorita Hopkins siguió la dirección de la mirada de su hermana y, durante unos segundos, miró a la institutriz con desprecio-. Los sirvientes que desean mantener el empleo y que les den una carta de recomendación si los despiden han de saber cuándo es obligatorio tener la boca cerrada.

Bea entró como una tromba en aquel momento, con los ojos brillantes, colorada y sonriendo.

– Estoy lista -dijo-. Éste es el nuevo sombrero de paja que el tío Bram me ha traído de la ciudad.

– Y es ciertamente precioso, querida -dijo la señora Crawford-. A la última moda, te lo aseguro. No podía esperarse menos si lo eligió el propio Dearborne.

– He de confesar que casi estoy celosa -dijo la señorita Hopkins-. Eres diez veces más guapa que yo, querida Beatrice. Hemos de convencerte de que vengas con nosotras para alegrarnos el paseo, ¿verdad, Clara? No recuerdo haber sentido por nadie un cariño tan profundo como el que siento por ti.

– Se desenvuelve de un modo exquisito -murmuró Clara Crawford cuando las tres abandonaban el estudio, dejando la puerta abierta.

Laura siguió ordenando la estancia. Pobre Bea. No era una muchacha especialmente inteligente ni particularmente habilidosa en ninguna de las cualidades que se esperaban de una señora. Pero era dulce y cariñosa. Con la educación y compañía adecuadas, podría llegar a ser una mujer cálida y adorable, y aspirar a una vida feliz.

Bea no se encontraría a gusto en un colegio. Y como su madre la había abandonado de pequeña y en el fondo dudaba siempre de si la querían o no, lo que menos necesitaba era una tía que no simpatizaba con ella y la despreciaba… y encima tenía celos de ella. La honorable señorita Alice Hopkins había sido sincera en esto.

Y con quien él se iba a casar era con la señorita Hopkins.

No importaba. De verdad que no importaba con quién se casara. Laura levantó los ojos de súbito. Él estaba en la puerta, apoyado en el marco, observándola. No sabía cuánto tiempo llevaba allí.

– ¿Se ha ido Beatrice? -preguntó.

– La señorita Hopkins y la señora Crawford han venido a invitarla a dar un paseo con ellas.

– Ah -dijo, sin perderla de vista mientras ella ordenaba papeles que no necesitaban ser ordenados-. Bueno, ya lo sabía. Las he visto paseando juntas. Los demás invitados están con otros asuntos. Me he excusado con ellos diciendo que tenía cosas que atender durante unas horas.

Laura enlazó las manos, harta de revolver cosas en su presencia.

– ¿Ya ha empezado? -dijo-. ¿Siente ya la necesidad de escapar del aburrimiento?

– Señorita Melfort -dijo el conde, clavando los ojos en los suyos desde el otro lado de la habitación-, es usted una impertinente.

Era verdad. Laura no sabía cómo había sido capaz de decir una cosa así en voz alta. Quizá había sentido la necesidad de devolver parte de la humillación a que la habían sometido su futura prometida y la hermana de ésta.

El conde se apartó de la puerta y se acercó a la ventana. Se quedó mirando los jardines de abajo.

– Pero tiene razón, que Dios la confunda -añadió.

– En la rectoría en la que crecí -dijo Laura- no se nos permitía utilizar palabras ofensivas y nadie podía utilizarlas en nuestra presencia.

El conde volvió la cabeza y la miró fríamente. Laura no supo si sus ojos inexpresivos ocultaban cólera o burla.

– Le pido disculpas -dijo el conde.

Ella tragó saliva.

– Los huéspedes me aburren -añadió el hombre- cuando tengo que soportarlos todo el día y parte de la noche. Así que urdo estratagemas para huir de vez en cuando. He venido a verla, señorita Puritana, señorita Rectitud. Distráigame.

Laura se preguntó si el conde se daba cuenta de la provocación que había en sus palabras. Pero ¿y si había reparado ella en este matiz porque se estaba corrompiendo?

– No sé cómo -dijo.

Él seguía mirándola por encima del hombro.

– Y sin embargo, los dos estamos pensando claramente en lo mismo, ¿verdad? -dijo-. Sería incorrecto, señorita Melfort. No sé si alguna vez podré perdonarla por darme a entender cierta noche memorable que era usted una mujer. Ni si podré perdonarme a mí mismo por haberla besado. Hábleme. De cualquier cosa que no sea el tiempo, los sombreros o los abanicos.

No estaba flirteando con ella. Eso lo había dejado muy claro. Pero ella sólo podía verlo -y de qué modo tan asfixiante- como hombre. La moderna levita entallada, el calzón hasta la pantorrilla y las botas alemanas perfilaban su cuerpo macizo. Y era guapo hasta la desesperación.

– No me diga que sólo sabe hablar de esos temas -insistió él-. Esperaba algo mejor de usted. Venga. -Se apartó de la ventana-. Siéntese en el banco de la ventana, póngase cómoda y no se quede ahí en las sombras, como una estatua.

Ella se acercó a él con algún titubeo y se sentó en el banco acolchado de la ventana, delante de él, arreglándose cuidadosamente la falda de algodón al sentarse. El siguió de pie, aunque levantó una pierna y puso la bota en el asiento, junto a ella. Apoyó el codo en la rodilla para que su rostro quedara al nivel del de la muchacha, quizá demasiado cerca para que ésta se sintiera tranquila.

– La rectoría -dijo-. Hábleme de ella. Hábleme de su niñez y de su adolescencia.

– Sería muy aburrido, señor -dijo Laura, sintiendo un ramalazo de nostalgia. No le gustaba pensar en su adolescencia.

– Permítame que sea yo quien juzgue -dijo el conde-. Hábleme de sus padres, y de sus hermanos, si los tuvo. Hábleme de Laura Melfort y de quién es ella.

– Tuve una infancia feliz -dijo, casi en un susurro-. Muy feliz. Éramos once, incluyendo a mis padres.

Y más pobres que las ratas. Y más si cabe por el hecho de que su padre donaba el dinero que su propia familia necesitaba desesperadamente y su madre daba a otros la comida que sus propios hijos habrían devorado con entusiasmo. Pero nunca pasaron hambre ni frío, ni vistieron andrajos. Y eran más ricos que Creso en amor y felicidad. Nunca estaban solos. Siempre había algún hermano con quien jugar o pelearse. Y nunca se aburrían. Siempre había faenas domésticas que hacer, lecciones que aprender, feligreses a los que visitar, veladas familiares, o musicales, o literarias en las que participar y disfrutar.

Había sido una juventud idílica, aunque entonces, por desgracia, no se hubiera dado cuenta ni lo hubiera apreciado por completo. Aunque quizá no hubiera sido «por desgracia». Quizá una felicidad como aquélla tuviera que ser inconsciente. Quizá la felicidad se estropeara si intentábamos aferramos a ella.

Como siempre había dicho su padre, es posible que los buenos momentos fueran pasajeros y hubiera que vivirlos al máximo y renunciar a ellos a continuación, para que no se nos escapara el momento siguiente.

Y siempre quedaban los recuerdos. La memoria era uno de los regalos más preciosos que nos había dado Dios.

– Yo sólo tuve un hermano y una hermana -dijo el conde de Dearborne-. Mi hermano tenía doce años más que yo. Nunca le admiré especialmente, y para él yo era un estorbo. Mi hermana Anne se casó cuando yo era un niño y se fue a vivir a Barbados con su esposo. No me permitían jugar con otros niños de los alrededores porque estaban muy por debajo de mí en la escala social. Y raramente veía a mis padres, que pasaban la mayor parte del tiempo en Londres. Murieron antes de que yo me hiciera adulto. Tenía todo lo que podía necesitar y todo lo que no necesitaba. Envidio sus recuerdos, señorita Melfort.

Ella le miró a los ojos. Sentía un absurdo deseo de llorar. Los recuerdos, incluso los buenos recuerdos, especialmente estos últimos, podían ser dolorosos. Podían hacer que el presente pareciera algo estéril y vacío.

– ¿Quién la educó? -preguntó el conde-. ¿Su padre?

Laura asintió con la cabeza.

– Él nos lo enseñó todo -dijo.

– ¿A los hijos y a las hijas por igual? ¿Le enseñó latín y matemáticas, y todo eso que habitualmente se reserva para la educación de los varones?

– Sí -dijo ella-. Y griego.

El conde sonrió fugazmente.

– Una bachillera, no hay duda -dijo-. No espere que ningún hombre la pretenda. Daría usted miedo a todos.

– No me importa -dijo ella-. Soy capaz de alcanzar un mundo que está más allá de lo físico. Con mi mente y los libros puedo trascender la frecuente insipidez y el aburrimiento de la vida cotidiana.

– Señorita Melfort -dijo el conde, inclinándose hacia ella, que contuvo el deseo de pegar la cabeza al cristal de la ventana-. Eso que acaba de decir, ¿hay que entenderlo como un reproche? ¿Vuelve a ser impertinente?

No. Laura formó la palabra con la boca, pero no pronunció sonido alguno. Se aclaró la garganta torpemente.

– No, señor.

– ¿Sigue Beatrice encontrando placer en la lectura a causa de aquel simulacro de historia amorosa?

– Sí -dijo Laura-. Creo que finalmente ha entendido el misterio de unir letras y sonidos para dar sentido a lo que hay escrito en una página.

El conde la observó en silencio un largo rato, recorriendo su rostro con la mirada. Finalmente la miró directamente a los ojos y sonrió.

– Gracias -dijo con dulzura-. Gracias, Laura Melfort. Beatrice es una persona muy importante para mí. No sólo porque sea su tutor; es que le profeso un gran cariño.