– La quiere usted -dijo ella- como si fuera su propia hija.
– Sí -dijo, bajando el pie del banco y enderezándose-. Me alegro de haber mentido descaradamente para huir un rato de mis huéspedes. Me siento recuperado. Cuando Beatrice vuele del nido, la retendré a mi servicio con una ocupación u otra, señorita Melfort. Es muy posible que me salve usted de morir de aburrimiento en fecha no muy lejana.
– Qué absurdo -dijo Laura-. Debería usted casarse con una mujer que sepa hacerle compañía.
El conde volvió a traspasarla con los ojos y ella comprendió que había sido indiscreta.
– ¿Habla en serio? -dijo suavemente-. ¿Aspira usted al puesto?
Laura cerró los ojos con fuerza y sintió que se ponía como la grana.
– Ruborícese, se lo merece -añadió el conde-. Creo que no se puede negar que soy capaz de elegir a mi prometida y de organizar mi vida sin necesidad de oír sus consejos, señorita Melfort, por muy inteligentes y sabios que sean.
Transcurrieron unos momentos de silencio insoportable hasta que oyó el rumor de las botas masculinas recorriendo la estancia y el suave chasquido de la puerta al cerrarse.
Cuando abrió los ojos, ya no estaba allí.
La visita concluiría con un baile que se celebraría la última noche. Habían invitado a los vecinos de toda la región para llenar el salón de baile. La casa y sus alrededores bullían con los preparativos. Hacía muchos años que en Dearborne no se celebraba un baile como Dios manda.
El conde se sentía vagamente culpable. Sabía que todo el mundo, desde el último criado hasta el más lejano vecino, creía que iba a ser un baile de petición de mano. Aunque no había dicho ni una palabra a nadie sobre sus intenciones, parecía ser del conocimiento general. Y él sabía que el vizconde de Gleam estaba esperando que lo llamara aparte para hablar de las condiciones del enlace y que la señorita Hopkins esperaba que él se le declarase en cualquier momento.
Pero el conde no las tenía todas consigo. La visita había sido un éxito. La honorable muchacha era exactamente como él había esperado que fuera. Y ahora que había llegado el momento, era incapaz de dar el último e irrevocable paso.
Porque hasta el momento no se había comprometido de ninguna manera. A pesar de que todos lo esperaban, no estaba obligado a ello, no había por medio ninguna cuestión de honor.
No tenía que casarse necesariamente con la señorita Hopkins. Pero no sabía por qué dudaba. Sabía que había llegado el momento de cambiar de estado. Necesitaba y quería hijos. Ella era la elegida perfecta en todos los aspectos.
«Debería usted casarse con una mujer que sepa hacerle compañía.»
Laura Melfort era demasiado impertinente y lenguaraz para ser una institutriz. La muy remilgada se había atrevido incluso a reprocharle la moralidad de su lenguaje. Claro que tampoco había sido muy caballeroso de su parte; habría tenido que ser más educado. ¡Había estudiado latín y griego, por el amor de Dios! ¡Y matemáticas! Y tenía unos ojos que le daban miedo porque no parpadeaban delante de los suyos, sino que los miraban con franqueza e incluso llegaban más allá, a lo más profundo de su ser.
Le había dicho que cuando Beatrice volara del nido, la retendría a su servicio con una ocupación u otra. ¿Estaba loco? Si ella vivía bajo su mismo techo, él nunca aparecería por la casa. En aquel momento se juró que partiría inmediatamente después que sus invitados y que no regresaría hasta que Beatrice ya no necesitara institutriz. No podía vivir con una tentación semejante en la casa.
Había cedido a los ruegos de Beatrice y, aunque no le gustaba la idea, le había permitido asistir a la velada, aunque sólo un rato, exactamente tres bailes. Luego podría seguir mirando desde la antigua galería de los músicos hasta la cena, hora en que tendría que irse a la cama. Y si no le obedecía, que le explicara por qué, había añadido el «tío Bram» mientras la joven le hacía una mueca y le llamaba viejo ogro, y luego le abrazaba y le daba las gracias por permitirle asistir al baile.
El conde había elegido con cuidado las parejas de Beatrice, dos jóvenes de los alrededores para el primer y segundo baile, y él en persona para el tercero. Por ningún concepto permitiría que ninguno de sus invitados londinenses le pusiera las manos encima.
Beatrice bailaba con mucha gracia. El maestro de baile que había pasado un mes en la casa durante el invierno había hecho bien su trabajo. Y la señorita Hopkins bailaba con mucha elegancia… lo sabía porque había bailado con ella varias veces en Londres. Y además le miraba con cierto… ¿nerviosismo? La verdad es que todos estuvieron mirándole con aire de expectación durante toda la velada.
Pero el conde apenas se fijó en nada, ni en el esplendor del salón lleno de lores, ni en la elegancia de sus huéspedes, ni en la belleza de la música, ni en la emoción de Beatrice, ni en el nerviosismo de la señorita Hopkins, ni en la expectación de los demás. Era como si todo aquello sucediera a su alrededor, pero no tuviera nada que ver con él.
Toda su atención, aunque apenas la miraba, estaba concentrada en la carabina de Beatrice, en aquella mujer ataviada con un vestido de seda gris, elegante pero pasado de moda, con el cabello recogido en un sencillo moño en la nuca. Como era de esperar, la carabina había sabido encontrar un rincón en sombras y se había sentado allí, como si formara parte del mobiliario. Invisible.
Excepto para él. Habría dado lo mismo que hubiera estado sentada en un alto estrado, rodeada de velas encendidas. Pues no veía a nadie más.
Y cuando acabó el tercer baile y se retiró con Beatrice, que lo miró primero con cara de súplica y luego de reproche, el conde, al igual que la noche del encuentro en la biblioteca, pensó que era una especie de ángel encaramado en la galería, donde se situó con su sobrina.
Bendijo la llegada de la cena. Tal vez pudiera liberarse de ella durante el resto de la noche y concentrarse en sus huéspedes. No es que en concreto deseara sentirse libre de ella. La culpa le hacía sentirse incómodo. Al parecer, las expectativas tenían casi la misma fuerza vinculante que los hechos. Casi se sentía obligado a hacer la proposición que cada vez era más reacio a hacer.
Sintió un brote de ira cuando salió del comedor, dando el brazo a la vizcondesa de Gleam. Beatrice le había desobedecido. A la mañana siguiente la reprendería, y a su institutriz también. Tendría que estar ya en la cama y no de espectadora en la galería.
Pero cuando levantó los ojos, allí no había nadie. Los bajó con alivio y se enfrascó en una conversación con la vizcondesa y con otra dama.
Pero ella estaba allí. Sabía que estaba allí.
Cuando la música comenzó de nuevo, se aseguró de que todas las señoras tuvieran pareja, salió discretamente del salón de baile y subió las escaleras que llevaban al gran rellano donde estaba la puerta de la antigua galería de los músicos. Giró el pomo y tiró de la puerta sin hacer ruido.
Laura estaba en el entrante donde en otra época se sentaban los músicos, en las sombras, para variar. Miraba el salón de baile con un aire de profunda melancolía. Estaba sola.
Algo debió de alertarla, y volvió la cabeza bruscamente. Sus miradas se encontraron. El conde sufrió un sobresalto y sintió que se le doblaban las rodillas. Vio con sorpresa que Laura tenía los ojos muy brillantes, llenos de lágrimas contenidas.
– Es un vals -dijo en voz baja-. ¿Sabe bailarlo?
Laura lo miraba como si no le hubiera oído.
– Venga -dijo, alargándole la mano-. Éste será nuestro salón de baile privado. Venga a bailar el vals conmigo.
Ella negó rápidamente con la cabeza, pero él se quedó inmóvil, con el brazo estirado hacia ella hasta que ella miró la mano y se acercó a él lentamente. Se detuvo antes de llegar a la mano masculina y estuvo un rato indecisa, hasta que levantó la suya y la puso encima de la del conde. Estaba fría.
– Venga -repitió él, cerrando la mano y conduciéndola al rellano, débilmente iluminado por dos candelabros de pared muy distantes entre sí.
Laura se puso un poco rígida cuando él le rodeó la cintura y le cogió la mano, pero luego levantó la otra y se la puso en el hombro, mirándole directamente a los ojos. Aún tenía la mirada brillante por las lágrimas.
Y él supo la verdad con tanta fuerza que le asombraba que durante casi tres semanas no se hubiera abierto paso hasta su conciencia.
– ¿Se da cuenta? -le dijo-. Desde aquí se oye la música con gran claridad.
– Esto no está bien -dijo ella-. No debería estar bailando conmigo, señor. Debería estar bailando con… con su futura esposa.
Él sonrió y bailaron. Laura valsaba con mucha gracia. Era como una pluma en sus brazos, con la espalda arqueada bajo su mano. Se dejaba llevar por él con soltura perfecta. Bailaron en silencio durante unos minutos, mirándose a los ojos. Un lacayo que subía las escaleras a cumplir un encargo se detuvo, vaciló y volvió a la planta baja.
– Siempre he creído -dijo el conde- que una bachillera tenía que ser una patosa.
Pero no obtuvo respuesta. Ella parecía bailar en sueños. Estaba increíblemente hermosa.
– Laura. -Ni siquiera se había dado cuenta de que su brazo se había estrechado alrededor de la cintura femenina, hasta que sintió un calambre cuando los pechos de Laura rozaron su levita.
Laura entreabrió los labios y el conde perdió la razón. Dejó de bailar, la atrajo hacia sí y la besó profundamente, abriéndole la boca con la suya, introduciendo la lengua hasta el fondo, estrechando su cuerpo como si quisiera introducirlo dentro del suyo.
– Laura, amor mío -murmuró con los ojos cerrados y los labios aún pegados a los de la muchacha.
Fue entonces cuando notó que ella le rodeaba el cuello con los brazos. Laura tenía los ojos cerrados con fuerza, como pudo comprobar al abrir los suyos, y una expresión de tortura en el rostro.
Y en aquel preciso momento supo lo que quería hacer, lo que tenía que hacer. Lo que deseaba más que nada en el mundo.
– Ven -dijo, deteniéndose para besar otra vez sus labios ardientemente-. Ven conmigo. -La música estaba terminando.
Laura abrió los ojos y lo miró con absoluta calma. Las lágrimas habían desaparecido.
– Sí -dijo, apoyando la mano en el brazo que el conde le ofrecía. Cuando el hombre la miró, vio que sus ojos estaban fijos en el suelo que se extendía delante de ellos.
Laura sabía que en un momento más reflexivo (al día siguiente por la mañana) sería incapaz de creer que hubiese caminado a su lado con tanta docilidad. Ni que estuviera dócilmente dispuesta a entregarse a él en cuanto llegaran a su dormitorio o a cualquier otro lugar al que él la llevara. Estaba a punto de perder su virtud sin pestañear siquiera.
Porque lo deseaba.
Porque deseaba a aquel hombre.
Porque le amaba.
Porque era uno de aquellos momentos que había que vivir plenamente y porque nunca volvería a tener esta oportunidad, y porque sería uno de sus recuerdos más preciados. Sabía que lo sería, aunque tuviera que recordarlo con vergüenza y culpa.
– Sí -había dicho. Iría con él donde quisiera llevarla y haría con él todo lo que él quisiera. Le recibiría en su cuerpo y se entregaría por completo.
Laura sabía que su conducta era sucia. Rectificación: lo sabría al día siguiente. Aquella noche sólo sabía que lo que estaba sucediendo entre ellos era hermoso. Aquella noche no le importaba el mañana.
Pero cuando llegaron a la escalera, él se volvió para bajar, no para subir. Laura bajó con él, mirándole inquisitivamente. Él la miraba a su vez.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Laura.
– Al salón de baile -dijo él.
Ella trató de retroceder. Era capaz de ir con él al reino del descrédito y la vergüenza, pero no al salón de baile. El conde alargó la mano libre y la cogió por el brazo para retenerla.
– ¿Adonde creías que te llevaba? -preguntó, sonriéndole con los ojos-. ¿A la cama?
– Sí -contestó Laura.
– ¿Y habrías ido a la cama conmigo? -dijo el conde-. ¡Oh, amor mío!
El pánico de entrar en su dormitorio con él no era nada comparado con el que sentía en aquellos momentos. Ya no era invisible… porque caminaba a su lado, con la mano en su brazo. Laura era consciente de que todo el mundo la miraba. Y era verdad que todos la miraban. Hubo una pausa casi perceptible en el rumor de las conversaciones cuando cruzaron el salón hasta el estrado de la orquesta.
– Otro vals, por favor -ordenó al director, que se inclinó hacia él.
El conde se volvió, hizo una reverencia a Laura, le cogió la mano y se la llevó a los labios.
– ¿Me harías el honor, Laura?
Ella supo entonces cómo se había sentido Cenicienta. Sólo que ella no tenía un zapato de cristal para dejárselo cuando saliera corriendo. Tampoco pensaba que tuviera que marcharse.
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