Sabía que todo el mundo miraba con curiosidad al conde de Dearborne, que trataba a la institutriz de su sobrina como si fuera una princesa.

– Sí -dijo la princesa.

Dio comienzo la música y él la llevó al centro del salón, bajo la araña de cientos de velas, entre las flores cuya fragancia la marearon con su dulzura. Y él era el Príncipe Azul, con la levita de raso celeste, el calzón hasta por debajo de la rodilla, el chaleco con bordados de plata y la camisa de lino blanco. Casi se había muerto de admiración cuando lo había visto bailar con Beatrice, sentada en un rincón, sin que nadie se percatara de su presencia. Y ahora era ella quien bailaba con él.

– ¿Y dónde podré encontrar a tu padre el párroco? -preguntó el conde-. ¿Vive muy lejos?

– A menos de diez leguas -dijo Laura.

– Mañana -dijo él- tendré que estar con mis invitados hasta que se vayan. Iré a la rectoría al día siguiente.

Laura no se atrevía a entender el significado de aquellas palabras.

– Pero será una simple formalidad -añadió el conde-. Porque tú eres mayor de edad, ¿no es así? ¿Sería ofensivo suponer que ya has cumplido los veintiún años?

– Tengo veintiséis -dijo ella.

– Entonces no necesitamos su consentimiento -dijo-. Podemos hacer el anuncio esta noche si así lo deseamos. Me gustaría anunciarlo esta noche. Después de este vals. ¿Puedo?

– ¿Qué anuncio? -Era imposible que estuviera interpretando correctamente sus palabras, aunque el significado era tan transparente como el aire de la montaña.

– Por alguna razón -dijo él-, parece que la gente está esperando que anuncie mi compromiso esta noche. Quiero hacerlo. Pero necesito una novia. ¿Quieres serlo tú, Laura?

– Qué absurdo -dijo ella.

– No sé por qué, esperaba que dijeras algo así. ¿Tendré que ponerme de rodillas delante de toda esta gente? Lo haré si quieres.

Laura se fijó de pronto en todos los huéspedes que los rodeaban, bailando y hablando educadamente mientras los miraban de reojo con curiosidad.

– No -dijo Laura-. No seas tonto.

Él se echó a reír, y a Laura se le doblaron las rodillas y trastabilló. El conde la sujetó por la cintura para que no cayera.

– Te quiero -dijo con dulzura-. Sé que nunca seré ni mínimamente feliz si no accedes a compartir la vida conmigo. ¿Lo harás? Por favor.

– Eres un conde -dijo ella- y yo la hija de un párroco. Una institutriz.

– Ah -dijo él-, pero hablas latín y griego, y eso tiene mucho mérito. Y también lees historias que describen la vida de otras personas. Ya es hora de que vivas la tuya. ¿Querrás pasarla conmigo? ¿Hasta el fin de nuestros días y quizá también durante toda la eternidad? Después, si lo deseas, te dejaré libre.

– Creo -dijo con la dolorosa esperanza de ver un sueño hacerse realidad ante sus ojos- que estás loco, señor.

– Llámame Bram -dijo el conde sonriendo-. Creo que estás loco, Bram.

– Sí, él también -dijo ella.

– Pronuncia su nombre entonces -dijo Bram, sonriendo ya de oreja a oreja.

– Bram -dijo Laura-, estás loco, Bram.

– ¿Me amas? -preguntó Bram.

Laura se mordió el labio y sintió que las lágrimas le afloraban de nuevo. Estaba jugando con ella. Tenía que ser aquello.

– Sí, Bram.

– ¿Y te casarás conmigo? -dijo Bram, con la cabeza escandalosamente cerca de la suya.

– Sólo si estás seguro -dijo Laura, cerrando la mano alrededor del sueño, asiéndose a él-. Sólo si estás totalmente seguro.

Entonces él le hizo dar vueltas, rápida, vertiginosamente. Y ella giró y giró hasta que las velas y los bailarines se convirtieron en un calidoscopio de luz y de colores.

– Cuando termine este vals -dijo él-, sube al estrado. Subiremos los dos. Tú a mi lado. Y sí, también pienso llevarte a la cama, amor mío. En cuanto hayan leído las amonestaciones y legitimado nuestra unión. Tres semanas. Una eternidad, maldita sea.

– Bram -dijo Laura-, en la rectoría…

– Sí, lo sé, amor mío -dijo-. Te pido disculpas con toda humildad. Lo he dicho deliberadamente, ¿sabes? Para comprobar si me estabas prestando atención.

Laura miró sus sonrientes ojos y se mordió con más fuerza el labio para convencerse de que no estaba durmiendo.

– ¿Me entretendrás citando a Horacio a la hora del desayuno y a Homero a la hora de cenar, mi pelirroja sabionda? -preguntó.

– Y te contaré parte de la historia de Damon y Angeline a la hora de dormir, para abrirte el apetito -dijo, enrojeciendo hasta las orejas cuando él echó la cabeza atrás y estalló en carcajadas.

Huéspedes y vecinos los miraban asombrados y con curiosidad creciente incluso antes de que la música terminara y el conde de Dearborne subiera con la institutriz de su sobrina a la plataforma de la orquesta.

Fue, después de todo, un baile de compromiso.

Mary Balogh

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