– Está perfecta. Seguro que el señor Dalton se quedará impresionado.
– Lo estoy, desde luego-oyeron la Voz de Tom desde la puerta-. ¿Estás lista?
Claudia se pasó una mano por la falda, nerviosa.
– Mientras no nos acerquemos a una mesa con comida o bebida. Espero devolver el vestido sin una sola mancha. Pero si lo mancho, tú tendrás que pagar el tinte. Este vestido cuesta más de lo que yo gano en un año.
– He encontrado esto abajo-dijo Tom entonces, mostrándole un collar de zafiros y diamantes.-Parece que hay un departamento de joyería en la tienda y yo tengo la llave de la caja fuerte.
Claudia apretó los labios mientras él le ponía el collar.
– Gracias-rió, mirándose al espejo-. El collar, el vestido, la fiesta… Esto es como la película de Richard Gere y Julia Roberts. Excepto que yo no soy una prostituta y tú bueno, tú sí eres rico.
Y mucho más guapo que Richard Gere, pensó.
– ¿Una prostituta?
– Sí, ya sabes, en Pretty woman. ¿Es que no vas al cine?
– La verdad es que casi nunca tengo tiempo.
– La alquilaremos un día. En nuestra tercera cita-dijo ella entonces.
– Eso estaría bien-murmuró Tom, acariciando sus hombros desnudos.
Claudia se sentía como una Cenicienta, con príncipe azul y todo. Pero ¿el príncipe azul seguiría que riéndola cuando hubiese sacado a la luz pública todos los secretos de palacio? Ya había decidido devolver el archivo al cajón, pero era más fácil pensarlo que hacerlo. Tarde o temprano, él notaría que faltaba. Y ese sería el final. La fantasía de Cenicienta se habría terminado.
– ¿Estás lista?
Claudia dejó escapar un suspiro. Al menos, cuan do todo terminase le quedaría el recuerdo de aquella noche, aquella fiesta, aquel vestido. Y ni su furia ni su desdén podrían robársela.
Claudia miraba por la ventanilla del coche, observando cómo salían del pueblo y entraban en una zona residencial. No había tenido tiempo de visitar Schuyler Falis y la sorprendió la belleza de aquel vecindario. Pasaron por delante de enormes mansiones, una vez el retiro de millonarios de Nueva York.
Tom entró con el Mercedes a través de un camino rodeado de árboles para detenerse ante una mansión de piedra.
– Es como un castillo-murmuró Claudia. Si no se hubiera sentido como Cenicienta, se sentiría así en aquel momento. Una Cenicienta mentirosa que podría convertirse en calabaza antes de medianoche.
– La construyó mi bisabuelo-dijo Tom-. Mis abuelos vivieron aquí hasta que se trasladaron a Arizona y ahora es mía.
– Esta es tu casa?-exclamó ella.
– Sé que es un poco grande para una sola persona, un poco ostentosa. Pero es mi hogar.
– Es demasiado grande para diez personas!
– Pero sería perfecta para una familia, ¿no crees?
Había hecho la pregunta mirándola a los ojos y Claudia se puso colorada. Se preguntaba cómo sería estar casada con Tom. Incluso se imaginaba con niños. Por primera vez en toda su vida. Pero no eran más que fantasías, algo con lo que ocupar el tiempo mientras trabajaba disfrazada de paje.
Claudia Moore no era el tipo de chica que se ponía tonta con un hombre, por muy guapo y encantador que fuese. Y desde luego no era el tipo de chica que se volvía loca por un anillo de compromiso y un vestido de novia. Era una mujer madura, una mujer profesional para quien la pasión no podía interferir con el trabajo.
– ¿Por qué ha organizado alguien una fiesta en tu casa?
– Es mi fiesta. Como director de los almacenes Dalton, debo dar una fiesta en Navidad. Invito a otros hombres de negocios de Schuyler Falis, políticos locales, banqueros y unos cuantos amigos.
– Espera!-exclamó Claudia-. ¿Esta es tu fiesta? Y yo soy tu cita. ¿Significa eso que debo…?
– No te preocupes-dijo Tom, tomando su mano-. No tienes que hacer nada. Y te llevaré casa cuando quieras.
Antes de salir del coche, Claudia tomó aire. Hasta aquel momento la fiesta le había parecido algo poco peligroso. Pero ir con el anfitrión…, la gente empezaría a murmurar, a preguntarse quién era.
Y tenía la impresión de que aquella gente no se ría tan relajada como sus compañeros de trabajo.
– No te preocupes-insistió él al ver su cara-. Estás guapísima. Solo tendrás que sonreír y los dejarás sin palabras.
Claudia intentó sonreír, pero fracasó miserablemente.
– Gracias.
Tom la besó en los labios entonces. Debería haberse apartado enseguida porque el aparcacoches estaba esperando, pero el sabor de sus labios era demasiado delicioso y siguió besándola durante un rato
– Quizá deberíamos olvidarnos de la fiesta. Nadie me echaría de menos. Además, conozco un sitio muy oscuro donde podríamos aparcar…
– Y quizá deberíamos dejar las ventanillas llenas de vaho para la sexta cita-bromeó Claudia-. Vamos, es tu fiesta.
– Si prometes que habrá una sexta cita, supongo que puedo esperar
– Claro que habrá más citas-Sonrió ella.
Pero no era cierto. Una vez que su trabajo en Schuyler Falls hubiera terminado, se marcharía.
Tom salió del coche y le tiró llaves al chico. Después, abrió la puerta y tomó su mano graciosamente para ayudarla a salir.Cuando entraron en la casa, los invitados se volvieron para observarla sin disimular su curiosidad.
Claudia se esforzó por sonreír, pero las presentaciones le entraban por un oído y le salían por otro. Por fin, cuando le había presentado a la mejor Sociedad de Schuy Falis, se retiraron a un saloncito.
– No ha estado tan mal, ¿no? ¿Te apetece una copa de champán?
– Solo una. Para calmar los nervios.
Cuando Tom fue a buscar la copa, ella se dedicó a observar un jarrón chino.
– Es precioso, ¿verdad? Es de una dinastía…, no recuerdo cuál.
Claudia se volvió tan bruscamente que golpeó el jarrón con el codo. Asustada, intentó sujetarlo, pero fue el caballero que se dirigía a ella quien lo colocó en su sitio.
– Lo siento. Debería tener más cuidado
– Claudia Moore, ¿verdad?
– Me conoce? Me temo que yo no…
No lo conocía, pero había algo muy familiar en el rostro de aquel hombre
– Soy el abuelo de Tom, Theodore Dalton. Te he visto en los almacenes. Trabajas como paje de Santa Claus, ¿verdad?
Claudia sonrió.
– Encantada de conocerlo, señor Dalton. Es una fiesta preciosa.
El hombre sonrió también, mirando por encima del hombro.
– Entonces, ¿ya lo has descubierto todo?
– Perdone?
– Ya has descubierto quién es el verdadero Santa Claus de los almacenes Dalton?
El corazón se le puso en la garganta y tuvo que parpadear, sorprendida.
– No sé si entiendo.
– Eres periodista, ¿verdad?
– Cómo lo sabe?
Theodore Dalton sonrió, una sonrisa que le recordaba mucho a la de Tom.
– Tengo mis fuentes. Además, yo siempre he pensado que el ataque directo es mucho mejor que los subterfugios. ¿Por qué no preguntas directamente y te dejas de rodeos?
Claudia abrió la boca, pero volvió a cerrarla de nuevo. Eso no podía funcionar, ¿no? La respuesta no podía ser tan simple.
– Muy bien-empezó a decir-. Le preguntaré. ¿Sabe quién está detrás de los regalos que Santa Claus hace cada año a los niños de Schuyler Falis?
– Sí-contestó él.
– Quién?
– Yo, por supuesto. Y antes que yo, mi padre. Y después de mí lo hará mi hijo y luego mi nieto. Mi padre creó una fundación cuando abrió los almacenes y, además de las contribuciones secretas, aportamos una buena cantidad de dinero a causas benéficas.
– Usted-murmuró Claudia entonces, observándolo atentamente-. Usted es Santa Claus. ¿Llevo varios días teniéndolo a cinco metros?
– Así es. Y eres un paje terrible. No estás hecha para llevar los botines de cascabeles.
– No, es verdad-suspiró ella-. Pero pensé que era la mejor forma de conseguir el artículo.
– Y ahora lo tienes.
– Sí, es verdad.
Ya tenía el artículo. Y una vez que tuviera todos los datos no habría razón para quedarse en Schuyler Falls, no habría razón para seguir al lado de Tom Dalton, ninguna oportunidad para un futuro perfecto con él.
– Pero no creo que escribas ese artículo-dijo entonces Theodore.
Claudia parpadeó, sorprendida.
– Por qué no?
– Porque estás enamorada de mi nieto y traicionar nuestro secreto sería traicionar a la familia. Y a él. No creo que vayas a hacer eso.
– Pero tengo que escribir ese artículo. No puedo volver al Times con las manos vacías. Esta es mi oportunidad para conseguir un empleo fijo en el mejor periódico del país.
Él asintió solemnemente
– Pues entonces tienes por delante una difícil elección, Claudia. No me gustaría estar en tu lugar.
– Por qué me lo ha contado?
Theodore se encogió de hombros.
– Porque quiero a mi nieto y deseo lo mejor para él.
– Entonces, ¿esto es una prueba?
– Llámalo como quieras.
– ¿-Y si quiero los detalles de la historia?
– Le diré a la señorita Lewis que te dé toda la documentación. Estará preparada mañana por la mañana.
– Va a decirle a Tom quién soy y qué hago aquí?
– Creo que eso solo depende de ti-contestó él.
Después, le hizo un saludo con la cabeza y desapareció.
Claudia se dejó caer en un sillón para recuperar el aliento. ¿Se lo diría a su nieto? ¿Y qué motivos tenía para haberle contado quién era?
El problema era que cuanto más tiempo pasaba con Tom, más deseaba no tener que escribir ese artículo.
Además, ¿a quién le importaba un Santa Claus de pueblo, por generoso que fuera? Sería un buen artículo, pero ¿haría algo por la paz mundial? Solo era una historia insignificante, una historia que podría olvidar, junto con el trabajo en el New York Times
– Déjalo-murmuró, la decisión clara de repente. Habría otros artículos, otros periódicos. Pero sabía en su corazón que solo tenía una oportunidad con Tom Dalton y quería aprovecharla.
Tom apenas vio a Claudia durante el resto de la fiesta. Aunque pasaron uno al lado del otro varias veces, no fue capaz de quitarse de encima a socios y amigos. En aquel momento la observaba, charlando con el alcalde de Schuyler Falls, al lado del enorme abeto de Navidad.
Al principio estaba preocupado por ella. Parecía incómoda. Pero una vez que empezó a charlar con la gente, se convirtió en la alegre y simpática Claudia Moore que encantaba a todo el mundo.
Tom miró alrededor. La gente empezaba a marchar porque al día siguiente debían levantarse temprano y solo quedaban los que solo se marcharían cuando dejasen de servir alcohol. La observó hablan do con un concejal muy bien vestido. Su nombre era Bob o BilI, no lo recordaba. Lo que sí recordaba era su reputación de mujeriego.
De una zancada se acercó a Claudia y tomó su mano.
– Perdone, no he tenido oportunidad de hablar con ella en toda la noche y esa no es forma de tratar a una mujer hermosa-dijo, tomando una botella de champán y dos copas.
– Adónde vamos?
– A algún sitio donde podamos estar solos. Ven, te enseñaré la casa.
Claudia admiró un saloncito cubierto de alfombras persas en el que había un segundo árbol de Navidad, este con adornos antiguos.
– Es precioso.
Tom se alegraba de que le gustase, aunque no sabía por qué le importaba tanto.
– El decorador adornó los árboles, pero mi madre y mi abuela son las responsables del resto de la decoración. Además de cortinas nuevas y una mano de pintura cada diez años, esta casa no ha cambiado mucho desde que la construyó mi bisabuelo-son rió, mirando alrededor-. Siempre me ha gustado. Pasé mi infancia aquí.
– Enséñame tu habitación-dijo Claudia entonces subieron al segundo piso y Tom abrió una puerta al final del pasillo. Si había esperado recordatorios de su infancia, no iba a encontrarlos allí. Su habitación era muy masculina, dominada por una enorme cama con dosel y un sofá frente a la chimenea.
– Es muy bonita. Enséñame el resto-dijo Claudia, apartando la mirada de la cama.
– No te preocupes. No va a pasar nada que tu no quieras que pase.
– No estoy preocupada. Sé que eres un caballero.
Un caballero con pensamientos impuros. ¿Cómo podía estar con Claudia y no pensar en besarla o en quitarle la ropa con lentitud hasta que estuviera completamente desnuda frente a él? Era una mujer que haría que un monje se cuestionase el voto de castidad. Y aunque había pasado mucho tiempo desde que disfrutó de los placeres que puede ofrecer una mujer, a Tom nunca le había interesado la castidad.
– Ven, vamos a tomar una copa-dijo, sentándose en la cama.
– No deberíamos volver con los invitados?
Tom negó con la cabeza.
– Se irán a casa tarde o temprano y yo quiero pasar un rato contigo. Has estado maravillosa.
– Yo?
– Esta noche, en la fiesta. Estabas preciosa y has sido encantadora con todo el mundo.
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