Estábamos en medio de Oprah cuando entró una doctora y se presentó. Tenía cincuenta y pico años, parecía cansada, y se intuía que su principal interés era acabar la ronda, por lo tanto no le eché la bronca sobre lo de no haber venido antes. En la placa de identificación que llevaba enganchada al bolsillo de su bata blanca decía: «Tewanda Hardy, Medicina General». Me estudió los ojos, leyó mi gráfica, hizo unas pocas preguntas, luego me dijo que la enfermera me daría una lista de instrucciones y que podía irme a casa. Y había salido de la habitación antes de darme tiempo de decir algo más que un apresurado «gracias».

¡Por fin!

Siana sacó mis ropas del armario, y mientras llamaba tanto a mamá como a Wyatt para hacerles saber que me iba a casa, entré con cuidado en el baño para cambiarme. La ropa que me había traído mamá, pantalones y una blusa, eran de una mezcla de lino y rayón suave, y tan holgada que no rozaría ninguno de los rasguños. Además, la blusa se abrochaba por delante para no tener que meterme nada por la cabeza. Vestirme con ropas de verdad hizo que me sintiera mucho mejor otra vez, pese a que aquel esfuerzo empeoró el dolor de cabeza. No sé cómo podía describir aquello como «sentirme mejor», pero así era. La ropa tiene ese efecto en mí.

Una enfermera se acercó con algunos papeleos para firmar y una lista de prohibiciones hasta que el dolor de cabeza desapareciera por completo. Básicamente eso era todo, y yo ya sabía cómo tratar los rasponazos. No me recetaron ninguna medicina; podía tomar remedios sin receta para el dolor de cabeza, en caso necesario. ¿En caso necesario? ¿Nadie había dicho a los miembros de la profesión médica lo que duele una conmoción cerebral?

Tuvieron que sacarme en silla de ruedas, por supuesto, pero no me importó. Siana bajó mis compras y mi bolso cuando fue a buscar el coche para acercarlo a la entrada; o salida, como era el caso. Cuando paró bajo el pórtico, la enfermera empujó la silla de ruedas a través de las puertas automáticas y noté una ráfaga de aire gélido.

– Hace frío -dije con incredulidad-. ¡Nadie me había dicho que teníamos una ola de frío!

– Ha entrado un frente esta mañana temprano -dijo amablemente la enfermera, como si ahora necesitara que me lo explicaran-. La temperatura ha bajado unos quince grados.

Siempre disfrutaba con la primera ola de frío verdadero del otoño, pero normalmente voy mejor vestida para una cosa así. El aire incluso olía a otoño, con un aroma vigorizante a hojas secas pese a que los árboles aún no habían empezado a cambiar de color. Era viernes, noche de fútbol en los institutos. Pronto la gente se dirigiría a los estadios, vestida con suéters y chaquetas por primera vez desde la primavera. No había ido a ningún partido desde la apertura de Great Bods, y de repente eché mucho de menos los olores y sonidos y toda la excitación. Wyatt y yo tendríamos que proponernos ir a algún partido este año, bien de la liga universitaria o de la de institutos, no importaba.

Comprendí que tendría que contratar algún otro empleado para Great Bods, alguien capaz de sustituirme a mí o a Lynn. Si todo salía como estaba planeado, para Navidades estaría embarazada. Mi vida pronto iba a cambiar, y no podía esperar.

Entrar en el coche de Siana y no estar tan expuesta al viento fue un alivio.

– Me dan ganas de tomar un chocolate caliente -dije mientras me ponía el cinturón.

– Suena bien. Prepararé un par de tazas mientras esperamos a Wyatt.

Condujo con cuidado, nada de acelerones ni paradas bruscas, y llegué a casa sin sufrir ningún dolor aparatoso. Mi coche estaba aparcado en su sitio debajo del pórtico, lo que significaba que mientras mamá había tenido mis llaves, había mandado a alguien a buscar el coche al aparcamiento del centro comercial. La noche pasada yo había pensado en eso, pero había olvidado mencionarlo a los demás cuando nos despertamos por la mañana.

Wyatt me llamó al móvil justo cuando entrábamos por la puerta, y me paré a buscar el teléfono en el bolso.

– Estoy en casa -le dije.

– Bien. He salido antes de lo que pensaba. Voy de camino a buscar mis cosas ahora, así que estaré ahí antes de una hora. Puedo ir a buscar algo para cenar, ¿te apetece alguna cosa en especial? Y pregunta a Siana si quiere quedarse a cenar con nosotros.

Transmití su invitación y aceptó; luego teníamos que decidir qué queríamos. Una decisión importante como ésa no podía tomarse de forma precipitada, de modo que dije a Wyatt que llamara cuando ya saliera de su casa. Luego me senté y me quedé muy quieta hasta que disminuyó el martilleo en mi cabeza. Ibuprofeno, allá voy.

Mi casa estaba helada porque había dejado conectado el aire acondicionado. Siana graduó el termostato para dar calor, pero lo dejó bajo, lo suficiente para quitar el frío, y luego se puso manos a la obra con el chocolate caliente mientras comentábamos qué queríamos cenar, y aproveché el chocolate para empujar dos pastillas de ibuprofeno. No era un combinado maravilloso, ¿a que no?

Nos decidimos por algo sencillo y reconfortante para cenar: pizza. Conocía los gustos de Wyatt en lo que a la pizza se refiere, de modo que Siana llamó para hacer el pedido. El teléfono sonó unos minutos después y ella me tendió el inalámbrico. Esperaba que fuera Wyatt, pero la identidad de la llamada decía «Denver, CO». Estoy en la lista nacional de personas que no desean llamadas de teleoperadores comerciales, de modo que no tenía ni idea de quién podía estar llamando desde Denver.

– Hola.

Un silencio respondió a mi amable saludo. Lo intenté otra vez, un poco más alto.

– ¿Hola? -Oí un clic, luego el tono de llamada. Molesta, colgué y dejé el inalámbrico sobre la mesa-. Han colgado -le dije a Siana, que se encogió de hombros.

Wyatt llamó al cabo de cinco minutos y le transmití la información sobre las pizzas. Llegó veinte minutos después, con su talego de tela pequeño y otro más grande y una caja pequeña de pizza; y nos arrojamos sobre ella como cerdos hambrientos. Vale, ya sé que es una exageración, pero yo estaba hambrienta y él también.

Se había cambiado de ropa; se había puesto vaqueros y una camisa Henley de manga larga de color verde oscuro, que hacía que sus ojos parecieran más claros.

– Nunca antes te había visto con ropa de invierno -dije-. Siempre has sido un romance de verano. -Saber que estaba a punto de pasar un invierno con él era fascinante de un modo extraño.

Me guiñó el ojo.

– Nos esperan muchos arrumacos para quitarnos el frío.

– Avisadme con antelación -dijo Siana mientras sacaba una aceituna negra del queso fundido y se la metía en la boca- para que pueda largarme.


– Lo haré -dijo Wyatt y luego, con un atisbo de sarcasmo en la voz, añadió-: No quiero saber nada de avistamientos accidentales de SSE.

A Siana se le atragantó la aceituna y yo estallé en carcajadas, lo que provocó un atroz dolor punzante en mi cabeza, causado por mi repentino movimiento. Dejé de reírme y me agarré la cabeza, lo que hizo que Siana se atragantara y se riera de forma simultánea -es un poco perversa- y que Wyatt nos mirara a las dos con un centelleo de satisfacción en los ojos.

Volvió a sonar el teléfono y él lo cogió, ya que las dos estábamos ocupadas, Siana ahogándose y yo agarrándome la cabeza. Miró la identidad de la llamada y preguntó:

– ¿A quién conoces en Denver? -mientras apretaba el botón para hablar-. Hola.

Hizo lo mismo que yo había hecho, repetir «Hola» en voz más alta y desconectar después.

– Es la segunda vez desde que he llegado a casa -dije soltándome la cabeza y cogiendo mi trozo de pizza-. No conozco a nadie en Denver. Sea quien sea, también me ha colgado la primera vez.

Wyatt volvió a mirar la identidad de la llamada.

– Seguramente es un número de una tarjeta prepago; muchos pasan a través de Denver.

– Entonces, sea quien sea, está malgastando minutos.

Mamá llamó antes de que acabara la pizza, y la tranquilicé diciéndole que me sentía mejor. El ibuprofeno había hecho efecto, por lo tanto no mentía, al menos mientras no hiciera ningún movimiento brusco. Preguntó si Wyatt se quedaba a pasar la noche, dije que sí, ella dijo que bien, y pudo colgar sabiendo que su hija mayor estaba en buenas manos.

Luego llamó Lynn, mi ayudante de dirección. Wyatt refunfuñó:

– ¿Qué pasa? ¿Es la noche QueTodoElMundoLlameABlair?

Pero no le hice caso. Lynn me ofreció un resumen de la jornada, me explicó que no tenía problemas para sustituirme hasta que pudiese regresar y dijo que no me preocupara por nada. Anoté mentalmente que tenía que darle unos días adicionales de vacaciones.

El teléfono se quedó tranquilo tras eso. Siana y Wyatt recogieron los restos de pizza; luego Siana me dio un abrazo y salió por la puerta. Wyatt me levantó de la silla de inmediato y me sentó sobre su regazo para ofrecerme algunos de los arrumacos que había mencionado antes. Me relajé apoyada en él y contuve un bostezo. Pese a lo cansada y adormilada que estaba, no quería irme aún a la cama.

Él no hablaba, sólo me abrazaba. De todas maneras, creo que tendría que estar muerta para no reaccionar físicamente a él, de modo que empecé a notar el calor de su cuerpo y el gusto que daba sentirle abrazándome, y lo bien que olía.

– Llevamos casi cuarenta y ocho horas sin sexo -anuncié, descontenta con el cómputo creciente de minutos.

– Soy muy consciente de ello -dijo entre dientes.

– Y mañana tampoco habrá nada de sexo.

– Lo sé.

– Y tal vez tampoco el domingo.

– Puedes creerme, lo sé.

– ¿Crees que podrías metérmela sin moverte?

Soltó un resoplido.

– Seamos realistas.

Eso es lo que yo pensaba, pero había merecido la pena intentarlo. De todos modos, en cuanto me encontrara mejor, sería interesante ver cuánto podía aguantar sin moverse. No, no considero eso una violación de los derechos humanos. Puede ser desalmado, pero no una tortura; hay diferencia. No le mencioné mi plan, pero la expectativa hizo que me sintiera mejor.

Una mujer siempre necesita algo que le haga ilusión, ¿no es cierto?

Capítulo 8

Me lo tomé con calma el sábado. Me sentía mejor; eso sí, el dolor de cabeza seguía ahí, pero gracias al ibuprofeno era menos intenso. Mamá me informó de que todavía no había podido contactar con el pastelero que hacía tartas nupciales y Jenni llamó para decir que había localizado una pérgola con el tamaño perfecto, pero que necesitaba una capa de pintura. Se encontraba ni más ni menos que en una venta de objetos usados en un garaje, y el propietario no iba a guardárnosla si alguien que necesitara una pérgola aparecía justo en ese momento. Valía cincuenta dólares.

– Cómprala -le dije a Jenni. ¡Cincuenta dólares! Vaya ganga, era asombroso que nadie se la hubiera llevado aún-. ¿Tienes suficiente efectivo?

– Me las arreglaré, pero necesitaré una furgoneta para transportar esta cosa. ¿Ha traído Wyatt su furgo?

Yo estaba arriba en el cuarto de invitados usando el ordenador, navegando por algunos grandes almacenes de categoría en busca de un vestido de novia, y él estaba abajo haciendo la colada, de modo que no podía preguntárselo a menos que fuera hasta la escalera y gritara. Acercarme a la ventana y mirar abajo era más fácil. El gran Avalanche negro de Wyatt, un monumento móvil a la masculinidad, estaba pegado al bordillo.

– Sí, la tiene aquí.

– ¿Podrá venir entonces a buscar la pérgola con su vehículo?

– Dame la dirección y le mandaré para allá.

Ahora sí que tenía que bajar, pero me agarré a la baranda, mantuve la cabeza todo lo tiesa que pude, e intenté moverme despacio y sin sacudidas. No llamé a Wyatt, porque entonces habría dejado de hacer lo que estaba haciendo, y yo quería verle haciendo la colada. Era un placer verle hacer tareas domésticas. Con su carga de testosterona, cabría pensar que no se le daría bien una tarea así, pero Wyatt se ocupa de las labores domésticas de la misma forma competente que maneja su pistola automática. Llevaba años viviendo solo, por consiguiente había aprendido a cocinar y hacer la colada, y además siempre se le han dado bien las reparaciones y las chapuzas mecánicas. En conjunto era muy práctico tener cerca, un hombre como él, y a mí me excitaba verle colgar mis ropas en el tendedero. Vale, eso es lo de menos; digamos que me excita verle hacer cualquier cosa.

Finalmente dije:

– Jenni ha encontrado una pérgola en un garaje con cosas de segunda mano. ¿Podrías ir a recogerla, por favor?

– Seguro. ¿Para qué quiere una pérgola?

Era asombroso que, por mucho que me empeñara en comentar con él los planes de boda, yo daba muchas explicaciones y él evidentemente no escuchaba nada.

– Es para nuestra boda -dije con una paciencia extraordinaria, si se me permite decirlo. Wyatt estaba colgando mi ropa y no quería cabrearle antes de que acabara.