Una vez agotado mi interés por mirar cosas online, intenté encontrar algo que ver en la tele. Con franqueza, no se me da bien lo de ser una dama ociosa. La inactividad prolongada me estaba consumiendo, y sentía que mis músculos estaban agarrotados o entorpecidos. Ni siquiera podía hacer yoga porque no molaba en absoluto doblarse en mis circunstancias, pues el aumento de la presión me provocaba un dolor de cabeza atroz. En vez de ello, hice un poco de tai chi, que me permitió estiramientos fluidos que aliviaron un poco la sensación de agarrotamiento, pero sin llegar al nivel que alcanzo cuando hago tandas de ejercicios duras de verdad.

Wyatt no vino a casa a cenar, pero en realidad no le esperaba. Me he visto en medio de investigaciones en el lugar de los hechos y ahí nadie parece tener prisa, algo que puede estar bien cuando intentas recoger pruebas y tomar declaración, supongo. Si volvía para la hora de dormir, no me quejaría. Calenté en un momento una cena congelada, y llamé a Lynn mientras comía para confirmarle que mañana volvía al trabajo. La noticia la alegró, porque el domingo y el lunes son sus días libres habituales. Después de haber hecho turno doble el viernes y el sábado, necesitaba su descanso.

Y puesto que los lunes son siempre días largos para mí -me encargo tanto de abrir como de cerrar Great Bods, es decir, estoy allí desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche- yo también necesitaba descansar bien esa noche. Pese a no haber hecho otra cosa que estar tumbada tres días, me sentía cansada, o tal vez el motivo era no haber hecho otra cosa que estar tirada. A las ocho subí al piso de arriba y me di una ducha; luego me sequé con cuidado el pelo.

Cuando Wyatt estaba fuera podía concentrarme, así que cogí la libreta y me senté a seguir confeccionando mi lista de sus transgresiones. Pensé en todas las cosas que había hecho para molestarme, pero me pareció que «Reírse de mi idea de practicar sexo tántrico» no tenía garra suficiente. Era preocupante que la hoja de papel continuara en blanco tanto rato. Dios Santo, ¿me estaba ablandando? ¿Estaba perdiendo destreza? Hacer listas de transgresiones era una de mis mejores ideas de todos los tiempos, y ahora que no se me ocurría una sola cosa que apuntar, me sentía como debió sentirse Davy Crockett en el Álamo al quedarse sin balas: así como «Bien, mierda. Y ahora ¿qué?»

No es que fuera lo mismo, en absoluto, porque Davy Crockett acabó muerto, pero ya sabéis a que me refiero. Por otro lado, ¿qué otra cosa puedes esperar si decides luchar a muerte? Pues te mueres. Eso es lo que significa la parte de «luchar a muerte».

Bah, no hay para tanto. Y sin desmerecer para nada al viejo Davy.

Bajé la vista al papel y suspiré. Al final escribí: «Amenazó con mearme encima». Vale, ya sé que eso era más gracioso que irritante. Solté una risita al leerlo, por lo tanto supe que no iba a servir en absoluto.

Iba a arrancar la hoja y empezar de nuevo, pero al final decidí dejarla. Tal vez sólo era cuestión de cogerle el punto; tenía que empezar por algún lado. A continuación escribí: «Se niega a negociar».

Oh, tío, era penoso. En realidad me había hecho un favor al negarse a negociar la cuestión del apellido, porque ahora él era mi dueño. Taché ese apunte.

¿Y qué tal, «Preparar nuestra boda pierde la gracia por lo mucho que me presiona»? No, eso era demasiado largo.

Mi inspiración se había agotado. Con letras grandes y clavando el boli en el papel, escribí: SE BURLA DE QUE TENGA LA REGLA.

Toma. Si con eso no cavaba su propia fosa, no sé cómo lo conseguiría.

Capítulo 11

Me desperté cuando Wyatt se metió en la cama a mi lado. Tenía su propia llave y sabía el código del sistema de seguridad de mi casa, de modo que no tenía que despertarme para entrar, pero me despertó de todos modos una vez que se metió en la cama, se arrimó a mí y entré en contacto con su fría piel. Los números rojos del reloj decían 1:07.

– Pobrecito mío -murmuré, dándome la vuelta para abrazarle. No iba a dormir mucho; normalmente estaba en el trabajo a las siete y media como muy tarde-. ¿De verdad hace tanto frío ahí fuera?

Suspiró mientras se relajaba, descansando pesadamente su cuerpo contra el mío.

– He puesto el aire acondicionado bastante fuerte en la furgo, directamente en la cara para no dormirme -dijo entre dientes. Deslizó la mano sobre la camiseta que yo llevaba puesta-. ¿Qué puñetas es esto?

No le gustaba que me pusiera nada para dormir; me quería desnuda, tal vez para facilitar el acceso, tal vez porque a los hombres sencillamente les gustan las mujeres desnudas.

– Tenía frío.

– Ahora ya estoy aquí, te daré calor. Deshagámonos de esa condenada cosa -dijo mientras tiraba hacia arriba del dobladillo de la camiseta, preparándose para sacármela por la cabeza. Agarré la prenda y acabé de hacerlo yo, porque sabía con exactitud dónde me habían dado los puntos en la cabeza-. Y esto también. -Deslizó sobre mis muslos los pantalones cortos del pijama antes de que yo acabara de sacarme la camiseta, y se sentó en la cama para quitármelos del todo. Luego volvió a echarse y me cogió otra vez en sus brazos. Me acarició con movimientos semiautomáticos, cogió un pecho en su mano y me rozó el pezón con el pulgar, antes de meter los dedos entre mis piernas; era como si se estuviera verificando que todas sus partes favoritas seguían ahí pese a no haber sido capaz de sacarles provecho. Luego suspiró y se echó a dormir. Yo hice lo mismo.

Mi despertador sonó a las cinco. Intenté apagarlo antes de que le despertara, pero no hubo suerte. Soltó un gruñido y empezó a apartar las colchas, pero yo le besé en el hombro y le insté a volver a echarse sobre la almohada.

– Vuelve a dormir -dije-. Pondré otra vez el despertador a las seis y media. -Tendría que comprarse algo para desayunar en algún sitio de comida rápida de camino al trabajo, pero necesitaba dormir.

Farfulló algo que me tomé como una expresión de conformidad, enterró la cara en la almohada y ya volvía a estar dormido antes de que yo pusiera los pies en el suelo.

Había dejado mi ropa en el baño la noche anterior, pensando en la posibilidad de que él llegara tarde de verdad, así que me vestí ahí. Hoy no me hacía falta maquillaje, ya que iba a estar en Great Bods todo el día, pero sí me cepillé el pelo, que dejé suelto: hoy tampoco iba a hacer ejercicio. El dolor de cabeza por la conmoción cerebral todavía no había desaparecido del todo. Mierda. Me había hecho ilusiones de que así fuera.

Una vez vestida, me llevé el cepillo y la pasta de dientes al piso de abajo, para cepillarme los dientes después del desayuno. El temporizador había puesto en marcha la cafetera y el café me esperaba ya hecho. Disfruté de veinte minutos tranquilos en la mesa, tomando el desayuno y bebiendo café. Luego me cepillé los dientes en el baño auxiliar de la planta baja, me serví el resto del café en una gran taza termo y programé la cafetera otra vez para la hora de levantarse de Wyatt. Metí una manzana para el almuerzo en la bolsa, cogí un jersey y salí por la puerta lateral que daba al pórtico donde aparcaba el coche. Bien, casi. Tuve que pararme a reprogramar la alarma porque Wyatt era un fanático de esas cosas.

Hacía una mañana lo bastante fría como para ponerse el jersey. Tirité un poco mientras bajaba la escalera y daba al control remoto para abrir el coche. La rutina cotidiana era reconfortante, señal de que las cosas volvían a la normalidad o casi. Me he lesionado infinidad de veces; las animadoras se lesionan tanto como los jugadores de fútbol. Siempre es un coñazo, pero he aprendido a ser paciente porque, aunque puedas empezar a hacer cosas, no quiere decir que debas hacerlas: la tensión añadida a la que sometes a un músculo lastimado o un hueso roto hace la curación más lenta. Siempre he querido recuperar mi nivel de rendimiento lo antes posible, y por ese motivo he aprendido a hacer exactamente lo que hay que hacer, aunque deteste cada minuto que pasa. Quería encontrarme en Great Bods, supervisando todos los detalles. Ese sitio es mío, y me encanta. Quería volver a hacer ejercicio, emplear los músculos a los que tanto esfuerzo he dedicado y que durante tanto tiempo he ejercitado y cuidado. Aparte, mantenerme en forma es un gran anuncio para la empresa.

Casi no había tráfico en la calle. Incluso en verano, abrir Great Bods a las seis de la mañana significaba conducir al trabajo de noche. En pleno verano, el cielo empezaba a clarear justo cuando llegaba para abrir el local, pero el trayecto normalmente lo hacía de noche. Pero se podía decir que a mí casi me gustaba el vacío en las calles, la tranquilidad de primeras horas de la mañana.

Mientras ocupaba mi plaza en el aparcamiento para el personal situado en la parte trasera, el sensor de movimientos encendió las luces. Las había instalado el propio Wyatt, justo el mes pasado, tras quedar conmigo aquí una noche y advertir lo oscuro que estaba el aparcamiento bajo la cubierta que protegía los coches del personal del mal tiempo. Todavía no me había acostumbrado a esas luces; su intensidad me parecía poco natural, como si me hallara en un escenario mientras abría la puerta trasera que daba acceso al gimnasio. Tenía un pequeño emisor de luz en la cadena del llavero que siempre empleaba para ver la cerradura, y para mí era perfectamente suficiente. No obstante, Wyatt quería que aquel lugar estuviera iluminado como una pista de aterrizaje.

La oscuridad bajo la cubierta nunca me había molestado. De hecho, me había permitido ocultarme del asesino de Nicole Goodwin cuando la mató justo en este aparcamiento. Aun así no me había opuesto a que instalaran las luces -quiero decir, ¿por qué iba a hacerlo?- y me alegré cuando Lynn confesó que se sentía más segura las noches que le tocaba a ella cerrar, sabiendo que esas luces se encenderían en el momento en que abriera la puerta.

Abrí y anduve por el interior del edificio encendiendo todas las luces. También conecté el termostato y puse en marcha la cafetera, tanto en la zona de empleados como en mi despacho. Me encantaba esta parte del día, ver cómo cobraba vida este lugar. Las luces se reflejaban en los espejos brillantes, las máquinas de ejercicios relucían, y las plantas se mostraban exuberantes y saludables. Este lugar era sencillamente precioso; me encantaba incluso el olor a cloro de la piscina pequeña.

El primer cliente llegó a las seis y cuarto, un caballero de pelo cano que había sufrido un infarto leve y estaba decidido a mantenerse en forma y evitar más ataques; se pasaba un rato en la cinta de andar cada mañana y luego daba unas brazadas en la piscinita. Cada vez que hacía una pausa para charlar, me contaba que le habían bajado los niveles de presión sanguínea y colesterol, y me explicaba lo contento que estaba su médico. A las seis y media ya se le habían sumado tres clientes más, habían llegado dos empleados y el día estaba ya animadísimo.

Aunque los lunes eran días ajetreados de por sí, el papeleo adicional, después de haber faltado dos días, me hizo ir acelerada. El dolor de cabeza volvió a darme guerra, de modo que intenté limitar mis movimientos cuanto pude, pero si eres la jefa no puedes quedarte sentada en el despacho.

Wyatt llamó para ver cómo estaba. Lo mismo hicieron mamá, Lynn, Siana, la madre de Wyatt, Jenni, papá, y luego Wyatt una vez más. Pasé tanto rato al teléfono tranquilizando a todo el mundo que casi eran las tres de la tarde cuando por fin tuve tiempo de comerme la manzana, aunque para entonces ya me estaba muriendo de hambre. También debía ir al banco y hacer un ingreso que tenía pendiente desde el viernes. Las cosas estaban más tranquilas a esas horas o todo lo tranquilas que pueden estar en el gimnasio; había pasado la hora punta del mediodía y el ritmo no volvería a subir hasta que llegara la gente que venía a sudar un poco al acabar las clases y los trabajos, de modo que me busqué otra tarea múltiple yendo al banco al tiempo que comía la manzana.

Lo admito, estaba un poco paranoica con lo de descubrir Buicks conducidos por mujeres, pero creo que es comprensible. Era imposible que reconociera a la zorra psicópata, pero quería rehuir a cualquier posible candidato. Y dado que estaba observadora, me fijé en cosas en las que normalmente no hubiera reparado, y que me crisparon del todo los nervios, como la mujer en el Chevy blanco que tuve pegada a mi parachoques durante un par de manzanas o la que conducía un Nissan verde que cambió de carril justo delante de mí, obligándome a frenar en seco con la consiguiente sacudida de cabeza, motivo por el que la llamé subnormal. Detesto que pase esto, porque la gente que no está atenta se cree que estoy metiéndome con personas que padecen el síndrome de Down. Gracias a Dios llevaba subidas las ventanas, ya me entendéis.