La cocina se llenó de silencio, interrumpido tan sólo por los sonidos de nuestra respiración. Debería moverme, pensé. Debería ir arriba y hacer algo, tal vez volver a doblar las toallas del armario de la ropa blanca. Debería hacer cualquier cosa en vez de estar ahí parada, pero no podía.

Había muchas cosas que alegar por mi parte, sabía que sí. Podía explicarle la situación, pero por algún motivo ahora ya no tenía sentido. Había muchas cosas que debería contarle, cosas que tendría que hacer… pero no podía, así de sencillo.

– Creo que deberías irte a casa.

Fue mi voz la que pronunció esas palabras, pero no sonaba a mí; sonaba sin tono, como si toda expresión se hubiera agotado. Ni siquiera fui consciente de que iba a decirlo.

– Blair… -Wyatt dio un paso hacia mí y yo retrocedí dando un traspiés hasta donde no me alcanzara. No podía tocarme ahora, decididamente no debía tocarme, porque había demasiadas cosas que me estaban desgarrando por dentro y tenía que aclararme.

– Por favor, mejor… que te vayas.

Se quedó ahí de pie. Retroceder ante una pelea no era propio de él. Yo lo sabía, sabía lo que le estaba pidiendo que hiciera. Esto era demasiado importante para mí como para andarme con miramientos; era una cuestión demasiado vital como para arriesgarme a algún apaño cosmético que no pasara de la superficie de la piel. Quería mantener la distancia con él, tenía que apartarme y estar a solas por completo durante un rato. Los latidos fuertes y lentos de mi corazón estaban dejando mis entrañas doloridas, y si no se marchaba pronto, podría ponerme a gritar de dolor.

Tomé aliento con un estremecimiento, o al menos eso intenté; notaba la opresión en el pecho, como si el corazón se interpusiera entre mis pulmones y no les dejara funcionar.

– No voy a devolverte el anillo -dije con el mismo tono débil y uniforme-. La boda sigue en pie… -¡A menos que quieras cancelarla!-. Sólo necesito tiempo para pensar, por favor.

Durante un minuto, largo y angustioso, pensé que Wyatt no iba a marcharse. Pero luego giró sobre sus talones y se fue, cogiendo la chaqueta del traje del respaldo de la silla al salir. Ni siquiera dio un portazo.

No me derrumbé en el suelo. No subí corriendo al piso de arriba para arrojarme encima de la cama. Me limité a quedarme allí, de pie en la cocina, durante un largo, largo rato, agarrándome al extremo del mostrador con tanta fuerza que las uñas se me quedaron blancas.

Capítulo 14

Al final, con movimientos lentos, fui a comprobar que las puertas estuvieran cerradas. Lo estaban. Aunque no me había percatado de los pitidos adicionales, Wyatt además había conectado el sistema de alarma al salir. Por enfadado que estuviera conmigo, seguía tomándose en serio mi integridad física. Aquella noción me resultó dolorosa; todo esto hubiera sido más fácil si hubiera habido algún indicio de despreocupación por su parte, pero no era el caso.

Apagué todas las luces del primer piso y luego subí la escalera con esfuerzo. Cada movimiento era un esfuerzo, como si algo se hubiera desconectado entre mi mente y mi cuerpo. Me fui a la cama, pero no apagué la luz, y sólo me senté en ella con la vista desenfocada mientras intentaba poner en orden mis pensamientos.

Mi método favorito para sobreponerme era concentrarme en alguna cosa secundaria hasta que me sintiera capaz de hacer frente al asunto importante. Esta vez no funcionó, porque todo mi mundo parecía ocupado por las cosas que me había dicho Wyatt. Me sentía azotada, ahogada, aplastada bajo su peso, sencillamente eran demasiadas como para asimilarlas. No podía aislar ningún pensamiento, afrontar alguna cuestión por separado, aún no, al menos.

Sonó el teléfono. ¡Wyatt!, fue mi primer pensamiento, pero no fui directa a descolgar para contestar la llamada. No estaba segura de querer hablar con él en ese preciso instante; de hecho, tenía la certeza de que no quería. No quería que enredara las cosas con una disculpa que restara importancia al problema principal que yo percibía; y eso era asumir que él consideraba que me debía una disculpa, lo cual era suponer mucho.

Cogí el inalámbrico tras el tercer timbrazo, sólo para ver si era él quien llamaba o alguna otra persona, y el identificador de llamadas mostró otra vez aquel extraño número de Denver. Dejé el teléfono sin responder la llamada. De cualquier modo, dejó de sonar después de sonar cuatro veces, momento en que se activó el contestador en el piso de abajo. Escuché, pero no oí que dejaran ningún mensaje.

Casi de inmediato volvió a sonar el teléfono. Otra vez Denver. Una vez más, dejé que saltara el contestador. Una vez más, ningún mensaje.

Cuando llegó la tercera llamada, inmediatamente después de la segunda, me harté. Era obvio que nadie hacía encuestas por teléfono después de las once, porque eso garantizaba que no contestaran a tus preguntas. No conocía personalmente a nadie que viviera en Denver, pero, claro, en el caso de que fuera un conocido, ¿por qué demonios no dejaba un mensaje?

Wyatt había dicho que el número y localización de Denver podía corresponder a alguien que utilizara una de esas tarjetas prepago, en cuyo caso supongo que podría tratarse de alguien conocido que llamaba e intentaba despertarme. Incluso había leído alguna noticia breve en un diario local sobre las tarjetas telefónicas: sus tarifas eran tan bajas que algunas personas las empleaban para sus conferencias. Tal vez no conociera a nadie en Denver, pero sí conocía a mucha gente que vivía en otros lugares, de modo que la siguiente vez que sonó el teléfono lo cogí.

Clic.

Un minuto después, sonó otra vez. El número de Denver aparecía en el visor.

Era obvio que se trataba de alguna gamberrada telefónica. Algún canalla de mierda se había enterado de que esas llamadas con tarjeta no dejaban rastro y se estaba divirtiendo. ¿Cómo iba a concentrarme en Wyatt con estas llamadas casi constantes?

Fácil. Me levanté y quité el sonido tanto del teléfono de mi dormitorio como del piso inferior. De este modo ese canalla de mierda seguiría quemando su dinero y sus minutos de crédito, y yo no me enteraría de nada.

Las llamadas eran tan irritantes que habían logrado perforar mi lánguida amargura. Ahora podía pensar, al menos lo suficiente como para saber que este problema me superaba y me impedía tomar cualquier tipo de decisión esta noche. Necesitaba pensar las cosas en profundidad, punto por punto.

Ya que escribir me ayuda a ordenar las ideas en la cabeza, cogí papel y boli y me acomodé encima de la cama con la libreta apoyada en mis rodillas levantadas. Wyatt había hecho muchas acusaciones, tanto directas como indirectas, y yo quería considerar cada una de ellas.

Anoté los números del uno al diez y al lado de cada número escribí un punto hiriente, tal y como yo lo recordaba.


1. Delirante

2. ¿Esperaba yo que las pasara canutas y me cabreaba si no era así?

3. Paranoica

4. Imaginarios

5. y Demasiadas atenciones

6. Triquiñuelas tontas

7. ¿Le llamaba con cualquier ocurrencia insignificante y esperaba que él hiciera indagaciones?


Por más que lo intentara, no di con nada para los números ocho, nueve y diez, de modo que les puse una cruz. Con esos siete puntos ya bastaba.

Sabía que Wyatt se equivocaba en una cuestión. Yo no había imaginado nada. Alguien al volante de un Chevrolet blanco sin duda se había pegado a mi coche, sin duda había intentado seguirme y sin duda había aparcado al otro lado de la calle, delante de Great Bods. La gorra de béisbol, las gafas de sol, la estructura facial… había visto suficiente como para saber que la persona que me esperaba aparcada era la misma que había intentado seguirme un rato antes. Y ayer, una mujer al volante de un Chevrolet blanco sin duda me había seguido hasta Great Bods. Quedaba por aclarar si eran una sola persona, la misma persona, pero ¿de qué otro modo podía explicarse que quien me seguía hoy supiera dónde trabajaba?

Pero mi imaginación se estancaba cuando intentaba encontrar algún motivo de que me siguieran. No iba por ahí con grandes sumas de dinero. No había robado un banco ni enterrado el dinero en algún sitio. No era el contacto de ningún espía y, la verdad, ¿qué iba a hacer un espía en el oeste de Carolina del Norte? Tampoco tenía un antiguo amante ni amigo ni familiar que fuera espía o ladrón de bancos, que se hubiera escapado de la cárcel, y que hubiera obligado a los federales a mantenerme vigilada, por la posibilidad de que ese antiguo amante, amigo, o lo que fuera, intentara contactar conmigo y… Vale, esto estaba ampliando los límites del enredo hasta Hollywood.

Comprendí que mi forma de pensar se alejaba de la de Wyatt precisamente en eso. Para él, no existían motivos de que me siguieran, ergo nadie me seguía. En lo que diferíamos era en que yo sabía que quien se puso detrás en el carril de girar era además el conductor que había aparcado al otro lado de la calle, y que por cierto había llegado antes que yo. No tenía ninguna prueba, pero las pruebas y estar segura de algo no son lo mismo.

Por lógica, si no imaginaba las cosas, entonces tampoco era una paranoica. Había tenido mis dudas yo también, porque no entendía por qué alguien iba a seguirme. Pero en cuanto comprendí que estaba claro que me habían seguido, el motivo dejó de importar, al menos en lo que respecta a la paranoia, a no ser que tuviera delirios, en cuyo caso nada de esto importaba porque no estaría sucediendo.

Dos puntos revisados; sólo quedaban cinco.

El comentario sobre «ideas delirantes» me molestaba. No estoy loca ni tengo ideas delirantes. A veces empleo un medio enrevesado para conseguir lo que quiero, pero suelo hacerlo para inducir a alguien a pensar que soy un peso ligero mental y a subestimarme, o porque disfruto con los medios tanto como con los fines. Wyatt nunca me había subestimado. Él ve mi representación de la cabezahueca como lo que es: una estrategia. A mí me gustaba ganar tanto como a él.

Entonces, ¿a qué se refería con lo de delirante? No sabía cómo contestar a aquello. Él tendría que ofrecer su propia respuesta.

Los otros cuatro puntos eran complicados y excesivamente serios como para intentar afrontarlos en ese momento. Estaba demasiado cansada, demasiado estresada, demasiado afectada. Wyatt y yo estábamos a punto de dejarlo, y no sabía qué podía hacer al respecto.

Empezaba a dormirme cuando me di cuenta de que no había dicho una sola palabra sobre mi nuevo corte de pelo. Lo demás no lo había conseguido, pero eso sí: me eché a llorar.

Dormí, pero no demasiado bien y no mucho. Tampoco mi subconsciente proporcionó alguna respuesta milagrosa a mis problemas.

No obstante, el sentido común me decía que no podía actuar como si el tiempo se hubiera detenido. La fecha de la boda seguía programada hasta que Wyatt y yo decidiéramos lo contrario; eso significaba que tenía mucho trabajo que hacer. Mi nivel de entusiasmo no estaba a la altura del día anterior -de hecho, estaba bastante próximo a cero- pero no podía permitir que el ritmo aflojara.

Mi primera parada aquella mañana fue el negocio de Jazz: Calefacción y Aire Acondicionado Arledge. Jazz ya no llevaba personalmente el trabajo de instalación, tenía empleados para eso, pero sí acudía a las obras nuevas y calculaba cuántas unidades iban a ser necesarias, cómo de grandes, dónde colocarlas, dónde situar los conductos de ventilación para lograr la máxima eficacia, ese tipo de cosas. Gracias a Luke y a que había husmeado un poco, sabía que esta mañana iba a estar en su oficina en vez andar por la calle en alguna obra.

La oficina era un pequeño edificio de ladrillo en un polígono industrial con una necesidad lamentable de programas de embellecimiento; toda la sección, no sólo el edificio de Jazz. Nunca antes había estado ahí, de manera que ver el edificio me dio una nueva perspectiva del papel de Jazz en su situación matrimonial. Imaginad algo vulgar y sin adornos, ni siquiera un arbusto plantado en el resquebrajado sendero de cemento que llevaba del aparcamiento de grava a la puerta de entrada. Las ventanas delanteras al menos tenían persianas enrollables, pero, claro, el edificio estaba orientado hacia el oeste y si alguien no hubiera instalado esas persianas, el personal de la oficina estaría deslumhrado cada tarde, así que servían para algo ¿no?

Había dos escritorios de metal gris en la sala de la entrada y el primero de ellos lo ocupaba un acorazado con forma humana. Ya conocéis ese tipo de mujer: enorme cardado de pelo gris, gafas colgadas de una cadena, enorme seno precediéndola cada vez que entraba en una habitación. La mujer sentada en el segundo escritorio era más joven, pero tampoco tanto; cuarenta y tantos en vez de los cincuenta y pico de la primera, supongo. Al entrar las oí cotilleando un poco, pero dejaron de hacerlo nada más verme.