Me encogí de hombros, incapaz de entrar en un desglose punto por punto, aunque probablemente era justo lo que él quería.
– Es obvio que anoche pensaste en estas cosas o no habrías escrito esta lista.
– En algunas. Bueno, las tres más obvias.
– Y has tenido toda la mañana para pensar en las otras cuatro.
Pero, bueno, ¿era yo sospechosa de un asesinato triple o qué? En cualquier minuto me enfocaría la cara con una luz.
– Da la casualidad de que he estado ocupada esta mañana. He estado con Jazz.
Su expresión cambió, se ablandó un poco. Estar con Jazz significaba que yo seguía dedicándome a nuestros planes de boda.
– ¿Y?
– Y mañana por la mañana seguiré ocupada, también. Buscando la tela para mi traje de novia y, si es posible, haciendo una visita a Monica Stevens.
– No me refiero a eso.
– Es todo lo que estoy dispuesta a contarte.
Todo este rato habíamos estado mirándonos como dos soldados enemigos: él en el salón, mientras yo seguía de pie en el comedor, separados por cuatro metros, tal vez cinco. No era distancia suficiente, porque yo podía notar el tirón de la química entre nosotros, aún veía la pasión en sus ojos, y eso significaba que estaba pensando en lanzarse a por mis huesos. Y mis huesos estaban encantados con la idea de recibir su ataque, pues, pese a todo este asunto inacabado entre nosotros, le quería.
La tentación de echarme en sus brazos y olvidar todo esto era fuerte. Me conozco a mí misma, y como conozco mi debilidad auténtica y patética en lo referente a él, aparté los ojos para romper el contacto visual. La luz roja parpadeante en la base del teléfono llamó mi atención, y fui de forma automática a apretar el botón para oír el mensaje.
Sé que estás sola.
El susurro no era casi audible, pero restregó con aspereza mis terminaciones nerviosas, me puso los pelos de punta. Retrocedí de un brinco como si el contestador fuera una culebra.
– ¿Qué pasa? -preguntó él con brusquedad, de repente a mi lado, abrazándome con firmeza. Desde donde se encontraba, no había sido capaz de oír el mensaje.
Mi primer impulso fue no decírselo, no después de haberme acusado de llamarle por cada cosa insignificante que se me cruzaba por la cabeza. El orgullo herido puede llevar a la gente a hacer cosas estúpidas. De todos modos, cuando estoy asustada, el orgullo herido puede irse al cuerno, y este asunto de que fueran siguiéndome por ahí me tenía espantada.
Me limité a señalar el contestador.
Dio al botón de reproducir mensajes y el susurro regresó solícitamente.
– Sé que estás sola.
La expresión de Wyatt era dura e indescifrable. Sin mediar palabra, volvió al salón, cogió el mando a distancia y apagó el televisor. Luego regresó y reprodujo el mensaje una vez más.
– Sé que estás sola.
El visor daba la fecha y la hora del mensaje, así como el nombre y el número de teléfono de quien llamaba. El mensaje lo había dejado ese teléfono de Denver, a las 12:04 de la medianoche, fecha de hoy.
Wyatt accedió de inmediato al identificador de llamadas. Cuando la misma persona llama más de una vez, no muestra cada llamada independientemente de la anterior, sólo el número total de llamadas desde ese número. La chiflada de Denver me había llamado cuarenta y siete veces, la última a las 3:27 de la madrugada.
– ¿Cuánto hace que está pasando esto? -me preguntó, circunspecto, mientras buscaba el móvil enganchado a su cinturón.
– Ya sabes cuánto hace. Tú mismo contestaste la segunda llamada, el viernes pasado por la noche después de volver del hospital, mientras cenábamos pizza.
Hizo un gesto afirmativo al tiempo que marcaba un número en el móvil con el pulgar.
– Foster, aquí Bloodsworth -dijo por el teléfono, aún sujetándome pegada a él, rodeándome con el brazo libre-. Tenemos un asunto aquí. Alguien ha estado llamando a Blair, cuarenta y siete veces desde el viernes pasado… -Se detuvo y me miró-. ¿Has borrado el registro de llamadas en algún momento desde que has vuelto del hospital?
Negué con la cabeza. Borrar la identificación de las llamadas no era algo prioritario en mi lista de tareas.
– Vale. Cuarenta y siete veces. Anoche, la persona que llamó dejó un mensaje que me hace pensar que la residencia de Blair está vigilada.
– ¿Vigilada? -chillé totalmente turbada sólo de pensarlo-. ¡Hostias!
Wyatt me dio un pequeño apretón, bien para consolarme o para decirme que bajara el tono, como prefiráis. Yo me quedo con lo del consuelo.
– El registro de llamadas muestra un número y Denver, Colorado, lo cual me lleva a creer que se trata de un número de tarjeta de pago -continuó-. ¿Cómo lo tenemos para rastrear esos números? Eso pensaba yo. Mierda. Vale. -Escuchó un momento, luego miró mi teléfono contestador-. Es digital. Vale. Te lo traeré.
Cerró el móvil y volvió a enganchárselo en el cinturón, luego desconectó el teléfono tanto de la clavija de la línea telefónica como de la toma de corriente, y enrolló los cables alrededor de la unidad para mantener el auricular inalámbrico sujeto en su sitio.
– ¿Te llevas detenido mi teléfono? -quise saber.
– Sí, puñetas, ojalá hubieras dicho algo antes.
Bien, eso era el colmo.
– ¡Perdona, pero ahora te vas a enterar! -chillé con indignación-. Creo que te llamé la primera vez que esa mujer abrió la boca. ¿Recuerdas el susurro del sábado, «Qué lástima, no acerté»? Dijiste algo sobre llamadas de bromistas. Y en cuanto a las demás veces, creo que todas las llamadas fueron anoche, porque no había visto nada en el visor y desde luego no habían dejado ningún mensaje antes de éste. Después de la cuarta llamada anoche, desconecté el sonido de todos los teléfonos.
Se dio media vuelta para lanzarme una mirada desafiante.
– ¿Estás diciendo que es la misma voz que la otra vez?
– Sí, eso mismo -contesté en tono beligerante-. Sí, sé que es un susurro, y la vez anterior también susurró. No, no puedo estar segura al cien por cien, pero estoy segura al noventa y nueve por cien de que se trata de la misma voz, ¡y creo que es una mujer! ¡Ya está dicho!
Madura y razonable, así soy yo.
– Y no sólo eso -continué, pues ya estaba embalada-, ¡una mujer me ha estado siguiendo! ¡A ver si te enteras, teniente! Fue una mujer quien intentó aplastarme en el aparcamiento del centro comercial, y una mujer la que me ha estado acosando por teléfono. ¡Vaya!
¿Hay muchas probabilidades de que tres mujeres diferentes decidan de repente ir todas ellas por mí? No muchas ¿verdad? Santo cielo, ¿no crees que podría ser la misma condenada mujer?
Alguien podría añadir, con toda la razón, «sarcástica» a mi lista de características.
– Podría serlo, sí -dijo Wyatt con gravedad-. ¿A quién has cabreado esta vez?
Capítulo 17
– ¿ A parte de ti? -pregunté con dulzura.
– Por si no te has fijado últimamente, no soy una mujer. -Lo demostró, atrayéndome hacia él con su brazo libre, sosteniendo todavía el teléfono en la otra mano. Yo esperaba que me besara y estaba preparada para responder con un mordisco, algo que no había hecho desde la primera vez que mamá me llevó al dentista, a menos que quieras contar la vez en que mordí a… no importa. Mi rostro debió de delatar parte de mis intenciones porque Wyatt se rió y me atrajo hacia sí sin reservas, haciéndome notar su erección.
Me aparté y le observé fijamente, boquiabierta de indignación.
– ¡No puedo creerlo! ¿Acabas de descubrir que alguien me acosa y se te pone dura? ¡Qué pervertido!
Encogió un hombro como respuesta.
– Son esas pequeñas rabietas que te cogen. Tus bufidos siempre me producen ese efecto.
– ¡No me coge ninguna pequeña rabieta! -grité-. ¡Es un enfado en toda regla!
– Prefiero los bufidos a cuando me miras como si te hubiera abofeteado -añadió-. Ahora presta atención.
No estaba de humor para prestar atención. Me fui ofendida al salón y me senté en una de las sillas, para que no pudiera ponerse a mi lado.
Dejó el teléfono en la mesa de centro y se inclinó sobre mí, apoyándose en los brazos de la silla para dejarme inmovilizada. Su mirada era dura y centelleante.
– Blair, vas a escucharme. Con toda sinceridad, me disculpo encarecidamente. Eres muchas cosas, pero no precisamente una paranoica. Debería haber escuchado con atención y tendría que haber juntado las piezas.
Apreté los labios a la espera del comentario de que, si hubiera tenido todas las piezas, habría llegado antes a esa conclusión. No fue así; él no tiene necesidad de manifestar lo obvio como hago yo.
– Dicho esto -continuó-, es muy posible que esta chiflada haya estado vigilando tu casa. Si no, ¿cómo iba a saber que estabas sola anoche? Lo normal es que estemos juntos.
– No vi ningún coche desconocido al llegar a casa.
– ¿Sabes qué coche conduce todo el mundo en este vecindario? Pensaba que no. Si ella hubiera hecho alguna amenaza no te habría dejado sola, pero anoche aún no había llegado a eso.
– ¿No piensas que intentar atropellarme es una amenaza?
– Esa persona conducía un Buick beige, no un Chevrolet blanco. No estoy descartando que forme parte de la secuencia, pero es perfectamente posible que sea un accidente fortuito, y hasta que aparezca alguna prueba de que el conductor del Buick también es el conductor del Chevrolet, se tratará como tal. Esas llamadas intimidatorias son delitos menores, clase dos, y si consigo descubrir quién las hace, entonces podrás presentar cargos, pero hasta entonces…
– Lo que estás diciendo es que no parece lo bastante serio como para que la policía le preste demasiada atención.
– Estás recibiendo bastante atención por mi parte -dijo-. No me tomo esto a la ligera. Quiero que prepares la maleta y te vengas a casa conmigo. No hay por qué sufrir acoso y molestias de forma innecesaria.
– También podría cambiar el número de teléfono para que no figure en el listín -comenté.
– De cualquier modo vas a cambiar de domicilio cuando nos casemos. ¿Por qué no hacerlo ahora?
Porque no estaba segura de que fuéramos a casarnos. Su disculpa acerca de mi supuesta paranoia y la mujer que me seguía eran satisfactorias, pero no abordaban los puntos importantes de nuestra situación.
– Porque… -contesté. Eso bastó. Breve y al grano.
Wyatt se enderezó, parecía increíblemente molesto, teniendo en cuenta que la parte ofendida aquí era yo.
Me pareció por un minuto que iba a intentar insistir en el tema, pero en vez de eso decidió que era mejor no tener una discusión y cambió de tema.
– Voy a llevar tu teléfono a jefatura y dejaré que uno de nuestros neuróticos de la tecnología vea si puede hacer algo con esa grabación, tal vez aislar algunos sonidos de fondo o destacar la voz. No contestes al teléfono a menos que sea yo quien llame. De hecho, conecta el móvil, te llamaré ahí. Si tienes alguna visita, no contestes, en vez de eso, llama al nueve uno uno. ¿Entendido?
– Entendido.
– Es bastante probable que nadie esté apostado vigilando en momentos concretos, sólo que pase conduciendo para ver si tu coche o mi furgo están aquí, así que voy a llevarme tu coche y dejaré la furgo aparcada delante.
– ¿Cómo iba a saber que estás relacionado conmigo si literalmente no está apostada vigilándome?
– Si sabe donde trabajas, entonces habrá visto mi furgo aparcada en Great Bods las noches que te toca a ti cerrar. Es un vehículo que se distingue fácilmente. Bien podría habernos seguido hasta aquí alguna noche.
Se me ocurrió algo y solté un jadeo.
– ¡Es ella quien rayó el coche!
– Lo más probable es que sí. -La prontitud en darme su conformidad reveló que ya había pensado en eso.
– ¡Eso es vandalismo! Confío en que al menos eso lo eleve adelitos menores clase a. -Me contrariaba un poco lo de ser clase b, o como se llame.
– Delitos menores clase uno -corrigió-. Y, sí, lo eleva. En el caso de que esta persona provocara ese destrozo o mandara hacerlo.
– Sí, sí, lo sé -dije con impaciencia-. Inocente mientras no se demuestre lo contrario, y toda esa basura que me tiene hasta el culo.
Soltó una breve risa y se inclinó para coger el teléfono de la mesita de centro.
– Me impresiona tu sentido de la justicia. Y me encanta tu culo. De hecho, eso ya lo sabía.
Intercambiamos las llaves, o más bien fue Wyatt quien lo hizo; yo sólo le di la copia de la llave de mi Mercedes, que no estaba en ningún llavero, mientras que él tuvo que sacar la llave del Avalanche de su arandela porque la copia de la llave de su vehículo la tenía en casa. En una ocasión le había comentado que dejar una copia en su casa no servía de mucho si un día perdía las llaves, a lo cual había contestado con aire de suficiencia que él no solía perder las llaves.
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