– Ya he cerrado la puerta de la entrada antes al llegar -dijo mientras salía por la puerta lateral al pórtico-. No olvides conectar la alarma.
– No me olvidaré.
– Ya es tarde, y no tengo ropa aquí para mañana, de modo que esta noche no volveré a no ser que oigas o veas algo, pero si sucede algo, llama al nueve uno uno antes de llamarme a mí. ¿Entendido?
– Wyatt.
– Llama al nueve uno uno por el fijo para que tengan tu dirección, y usa el móvil para llamarme a mí.
– ¡Wyatt! -dije enfadándome más cada vez que abría la boca.
Hizo una pausa y se volvió.
– ¿Sí?
– ¡Hola, aquí la experta en teléfonos! Crecí con uno pegado a la oreja. Además, sé cómo funciona el nueve uno uno. Creo que podré apañármelas.
– ¡Hola, aquí el policía! -contestó, copiando mi tono-. Digo a la gente lo que tiene que hacer, es mi trabajo.
– Oh, genial -dije entre dientes-. Te estás convirtiendo en mí.
Sonrió, me cogió por detrás de la nuca y me estrechó contra él para darme un beso rápido y ansioso. No tuve tiempo de morderle, fue muy rápido.
– A propósito, tres cosas -dijo.
– ¿Qué?
– Una: no son sólo tus rabietas las que me ponen cachondo. Por ahora, casi todo en ti consigue el mismo efecto.
No miré su entrepierna, aunque me sentí tentada de hacerlo.
– Dos: aunque pensaba que no, me encanta el peinado. Te queda de muerte.
Me toqué el pelo de forma involuntaria. ¡Se había dado cuenta!
– Y tres…
Esperé, expectante y llena de ansia a mi pesar. -Aún me debes una mamada.
Comprobé cada puerta y cada ventana, y me aseguré de que la alarma estuviera conectada. Corrí las cortinas sobre el doble ventanal del comedor que daba al patio cubierto. Mi pequeño patio tenía una verja de menos de dos metros, para dar un poco de privacidad, y una puerta de acceso que sólo podía abrirse desde dentro. Pero una barrera de apenas metro ochenta y cinco no es insuperable. La verja no era de seguridad, era una verja de privacidad, que no es lo mismo.
Si yo fuera a irrumpir en algún lugar, escogería la parte posterior para reducir las posibilidades de que alguien me viera. Con eso en mente, encendí la luz del patio y las lucecitas blancas que adornaban los árboles. Luego encendí la luz de encima de la puerta lateral, la del pórtico. Encendí también la luz del porche de entrada. Me sentía idiota iluminando el lugar como si fuera un árbol de Navidad, pero no quería que ninguna entrada a mi casa quedara sumida en la oscuridad.
Pese a lo cansada que estaba, me sentía demasiado inquieta como para dormir. Además, aún necesitaba pensar un poco en Wyatt, para dilucidar con exactitud qué cuestiones se habían abordado hoy y cuáles no, pero sin dejar de pensar en una tarada al volante de un Malibu. No sé si es posible considerar en profundidad algunas cuestiones y al mismo tiempo mantenerse hipervigilante. Imagino que no.
Me resigné a quedarme despierta sin la tele puesta ni los auriculares del iPod en los oídos -para poder oír ruidos inusuales- y a hacer cosas mundanas que no necesitaran mucha concentración. Saqué la ropa que iba a ponerme al día siguiente. También los zapatos nuevos del armario y me los probé una vez más; seguían tan preciosos como el jueves pasado, cuando los compré. Anduve con ellos puestos para asegurarme de que los encontraba cómodos, ya que tendría que llevarlos durante horas. Sí lo eran. Y hacían que me sintiera en el paraíso de los zapatos.
Eso me recordó que mis llamativas botas azules de Zappos deberían haber llegado; solían dejar los repartos en los escalones del pórtico, pero no había encontrado nada ahí. Supongo que si hubieran cambiado de repartidor, éste habría dejado la caja en el porche de entrada, pero en ese caso Wyatt la habría recogido y la habría metido en casa. Por lo tanto, no había llegado ningún paquete.
Todavía llevaba un bolso de verano, y ya era hora de pasar a un bolso otoñal más sustancial, de modo que bajé a coger mi bolso al piso de abajo, lo subí conmigo y vacié el contenido encima de mi cama. El recibo de Sticks and Stones que me había dado Jazz atrajo mi atención, por supuesto, y volví a repasarlo punto por punto. Una parte de mí estaba indignada con Monica Stevens, pero otra parte tenía que admirarla. Hay que tener coraje para inflar tanto los precios de las cosas.
Lo pasé todo a una bonita bolsa grande de cuero, y guarde el bolso de verano en el estante superior de mi armario. Luego examiné el visor de identificación de llamadas del teléfono inalámbrico del piso superior para ver si había novedades de Denver. Nada.
Al final no se me ocurrió ninguna otra cosa trivial con la que perder el tiempo, y como bostezaba de sueño, me metí en la cama y apagué la luz. En cuanto lo hice, por supuesto, dejé de sentirme somnolienta. Cada sonido que oía me provocaba escalofríos, incluso los conocidos.
Me levanté, volví a encender las luces y bajé a la cocina donde escogí el cuchillo más grande de cuantos poseía. Tranquilizada con aquel arma -eh, esto era mejor que nada- subí otra vez al dormitorio. Cinco minutos después, volvía a estar en la planta inferior rebuscando en el armario situado bajo la escalera, donde desenterré aquel gran paraguas negro que parecía salido de Mary Poppins. Normalmente llevo paraguas más pequeños, más vistosos, pero tengo uno negro y grande sólo porque pienso que todo el mundo debería tener un paraguas serio. Con mi paraguas colocado sobre la cama encima de las colchas y el cuchillo de jefe de cocina sobre mi mesilla de noche, me sentía todo lo preparada que podía estar, a falta de una pistola.
Apagué las luces, me tumbé y no tardé en volver a sentarme. No era suficiente. Me levanté y encendí las luces del vestíbulo y las de la escalera. De ese modo tenía luz, pero sin que me diera directamente en los ojos. Además, si alguien se acercaba a la puerta de mi dormitorio, su silueta quedaría recortada contra la luz, pero no sería capaz de verme. Buen plan.
Empecé a sentir sueño de nuevo y me pregunté por qué no tenía una pistola. Mujer soltera que vive sola: una pistola tenía sentido. Toda mujer necesita una pistola.
Me desperté una hora después y me di media vuelta para mirar el reloj. Dos y cuarto. Todo estaba tranquilo. Comprobé una vez más el visor de identificación del teléfono; no había habido llamadas.
Debería haber ido a casa de mis padres, pensé. O a casa de Siana. Al menos entonces habría podido dormir un poco. Mañana estaría agotada todo el día.
Volví a echar un sueñecito y me desperté poco después de las tres. No se perfilaba la silueta de ninguna tarada contra la luz del pasillo. No verifiqué el teléfono, porque a esas alturas no me importaba si la zorra chiflada había llamado. Digamos que medio adormilada, intenté ponerme cómoda en la cama y me di con el paraguas en la rodilla. Tenía calor y estaba incómoda, y la luz parpadeante era un fastidio.
¿Luz parpadeante? Que se fuera la luz sí era para asustarse.
Abrí los ojos y observé el pasillo, parecía haber luz ahí; nada fuera de lo habitual, pero con toda certeza en mi habitación la luz parpadeaba.
Sólo que no había dejado ninguna luz encendida en mi dormitorio.
Me senté para observar las ventanas y, más allá de las cortinas corridas, vi unas luces rojas danzantes.
De pronto, un fuerte estrépito llegó desde abajo al mismo tiempo que algo rompía las ventanas y la alarma iniciaba sus pitidos, avisando que estaba a punto de empezar a sonar con toda estridencia.
– ¡Mierda!
Bajé de un brinco de la cama, cogí el paraguas y el cuchillo de jefe de cocina y salí como un rayo al pasillo, dónde tuve que retroceder mientras una explosión de calor y chispas ardientes ascendía a mi encuentro.
– ¡Mierda! -repetí una vez más, retirándome a la habitación y cerrando de golpe la puerta para bloquear el calor y el humo. Con retraso, la alarma inició su chillido penetrante.
Cogí el teléfono y marqué el 911, pero no sucedió nada. El servicio telefónico ya no funcionaba. Vaya con nuestro plan. ¡Tenía que salir de ahí! Asarme viva tampoco entraba en mi programa. Cogí el móvil y marqué el 911 mientras iba hasta la ventana delantera y miraba al exterior.
– Aquí la operadora de nueve uno uno de emergencias. Explíqueme la naturaleza de su emergencia.
– Mi casa está en llamas -grité, ¡Mierda! Toda la fachada delantera de la vivienda estaba envuelta en llamas-. ¡Mi dirección es tres uno siete Beacon Hills Way!
Fui corriendo a la otra ventana, la que daba al pórtico. Las llamas ya empezaban a devorar su techo inclinado, situado debajo de la ventana. ¡Mierda!
– Acabo de mandar al cuerpo de bomberos a su dirección -dijo la calmada operadora-. ¿Hay alguien más dentro de la casa con usted?
– No, estoy sola, pero es un edificio de casitas adosadas y hay cuatro unidades más. -La velocidad con que ascendían el calor y el humo era aterradora; todas mis ventanas estaban bloqueadas por el fuego. No podía bajar al piso de abajo y salir por los grandes ventanales que daban al patio porque lo que habían arrojado por las ventanas, fuera lo que fuese, por lo visto había prendido en todo el salón, y la escalera para bajar acababa justo ahí, junto a la puerta de entrada.
¡El cuarto de invitados! Sus ventanas daban a la parte de atrás, que estaba protegida por la verja de privacidad.
– ¿Puede salir y dar indicaciones al cuerpo de bomberos para que lleguen al edificio correcto? -preguntó la operadora.
– Estoy en el piso superior y toda la planta baja está en llamas, pero voy a intentarlo como en los tiempos del colegio -dije tosiendo a causa del humo-. Voy a saltar por la ventana. Cuelgo ahora.
– Por favor no cuelgue -dijo con urgencia.
– A lo mejor no lo ha entendido -le grité-. ¡Voy a saltar por la ventana! ¡No puedo hacer eso y hablar por teléfono al mismo tiempo! A los bomberos no les costará distinguir la vivienda. ¡Sólo dígales que busquen la casa de la que salen llamas por las ventanas!
Tras cerrar el móvil, lo eché al bolso y luego salí disparada hasta el baño, donde humedecí una toalla con la que me cubrí la nariz y la boca, y otra con la que me envolví la cabeza.
Todos los expertos dicen que no te molestes en coger el bolso ni ninguna otra cosa, que te limites a salir de ahí, porque cuentas con tan sólo unos segundos para hacerlo. No hice ningún caso a los expertos. No sólo cogí el gran bolso, donde llevaba la cartera y el móvil y las facturas de Sticks y Stones a nombre de Jazz -las facturas parecían algo terriblemente importante-, sino también el cuchillo de jefe de cocina y lo eché dentro. El plan era que, una vez fuera de esta trampa mortal, si había alguna zorra psicópata esperando ahí, deleitándose apoyada en un Malibu blanco, iría por ella con intención de sacarle las tripas.
Ya había llegado a la puerta del dormitorio, pero entonces me di media vuelta y me abalancé de cabeza hacia el armario. Agarré los zapatos de la boda y los puse también en el bolso. Entonces, descalza, abrí como pude la puerta del dormitorio. Con un rugido, las llamas del salón parecieron precipitarse escaleras arriba. Las chispas danzaban en el aire y el humo negro ya oscurecía el pasillo. De todos modos, sabía con exactitud dónde me encontraba y sabía con exactitud dónde estaba la puerta del otro dormitorio. Me puse a cuatro patas y, con las asas trenzadas del gran bolso colgando del hombro, me arrastré todo lo rápido que pude por el pasillo. El humo quemándome los ojos era un calvario, de modo que me limité a cerrarlos y avanzar a tientas. Supe por el tacto cuándo alcancé la puerta y me puse de rodillas para buscar el pomo. Lo encontré, lo giré y empujé hacia dentro, casi cayéndome en el interior del aire relativamente limpio del dormitorio.
Relativamente, porque el humo rebasó la puerta abierta, pero yo me apresuré a cerrarla otra vez, tosiendo mientras la maligna cosa negra bordeaba los extremos de mi toalla húmeda y penetraba a través del tamiz del tejido. Al menos no era tan denso como para no ver el rectángulo más claro de la ventana. Me arrastré hasta ella, descorrí las cortinas a un lado, busqué a tientas los pestillos…
– ¡Mecachis! -dije con aspereza al descubrir que uno de ellos no cedía-. ¡Será hijaputa! -No iba a permitir que esa zorra me quemara viva.
Me descolgué el bolso del hombro y metí la mano en su interior, y de milagro no me corté el dedo con la hoja afiladísima del cuchillo de jefe de cocina. Cogí el pesado cuchillo por el mango y empecé a golpear fuertemente con el extremo en el pestillo que se resistía.
Desde abajo llegó el estallido de más cristales haciéndose añicos con el calor. Golpeé con más fuerza, y el pestillo empezó a ceder. Dos golpes más y se abrió.
Tosiendo y respirando con dificultad, abrí de golpe la ventana doble y me eché sobre el antepecho, intentando mantenerme por debajo del humo que salía de la habitación para así poder respirar un poco de aire fresco. Me ardían los pulmones pese a la toalla mojada que me protegía la boca y la nariz.
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