– Ahora ya está.

– Gracias -le dijo DeMarius mientras se inclinaba para meterme los pies y piernas en el coche y cerrar luego la portezuela.

Por un segundo me quedé ahí sentada, de repente tan agotada que lo único que podía hacer era desplomarme contra el respaldo, contenta de estar protegida del frío aire exterior, incapaz de absorber la enormidad absoluta del incendio y todo lo que significaba.

Observé un pequeño coche negro que se aproximaba a la entrada de las casas adosadas y se detenía cuando un agente alzaba la mano para hacerle parar; luego un rostro familiar apareció en la ventanilla que se bajaba. El agente dio un paso atrás e hizo una indicación hacia delante, y Wyatt pasó volando con mi pequeño y ágil descapotable, que aparcó sobre el césped a distancia segura del fuego. Mientras estiraba sus largas piernas y salía, busqué la manilla de la portezuela para salir a reunirme con él. De repente lo único que quería en este mundo era sentirme rodeada por sus brazos.

Mis dedos sólo encontraron una superficie lisa. Nada de manillas, ni mandos para las ventanas, nada.

Bien, listilla, esto era un coche patrulla. La idea era que quien estuviera aquí metido no pudiera salir.

Dio un golpecito en la ventanilla. DeMarius se volvió y me miró alzando las cejas.

– Déjame salir -articulé mientras indicaba en dirección a Wyatt. Se volvió y miró, y juro que una expresión de alivio atravesó su rostro. Hizo una señal a Wyatt, éste le vio -y a mí-, y mi amado le respondió con un único gesto conciso de asentimiento antes de que se diera media vuelta para alejarse.

Me quedé sin habla al darme cuenta. Wyatt se había comunicado por radio y les había dicho que me metieran en un coche patrulla y me retuvieran ahí. Qué desfachatez. ¡Que completa y absoluta desfachatez! ¿Cómo se atrevía? Vale, reconozco que había estado campando por ahí descalza, armada con un cuchillo de jefe de cocina, y buscando a la cerda que había intentado convertirme en un bichito crujiente, pero es una reacción comprensible, ¿o no? Poner la otra mejilla es una cosa, pero cuando alguien te quema la casa, ¿qué se supone que tienes que hacer? ¿Poner la otra casa? No creo.

Volví a dar unos golpecitos en la ventanilla. DeMarius no se volvió.

– ¡DeMarius Washtington! -dije con todo el vigor que pude dado que mi garganta parecía de papel de lija. No sé si me oyó, pero hizo como si no se enterara, se apartó unos pasos del coche patrulla y se volvió de espaldas.

Frustrada y furiosa, me eché hacia atrás en el asiento y, malhumorada, volví a ajustarme la manta. Pensé en llamar a Wyatt por el móvil y transmitirle un «¿De qué vas?», pero eso significaba hablar con él, y ahora mismo no estaba dispuesta a hacerlo. Tal vez no le hablara durante toda una semana.

No podía creer que hubiera dado la orden de que me encerraran en un coche patrulla. ¡Luego hablan de abuso de poder! ¿No era esto ilegal o algo? ¿Detención ilegal? Se suponía que sólo encerraban a delincuentes en la parte trasera de una de estas cosas que, ahora que lo pensaba, olía fatal. Aquel olor sí que era un verdadero delito.

Arrugué la nariz y automáticamente levanté los pies del suelo, sosteniéndolos en el aire. Dios sabe qué gérmenes había por ahí. La gente vomitaba en la parte posterior de los coches patrulla, ¿no es cierto? Estaba bastante segura de haber notado también olor a orina. Y heces. Wyatt sabía el tipo de cosas que pasaban en la parte trasera de los coches patrulla, y aun así había mandado que me metieran ahí. Su insensibilidad me dejaba pasmada. ¿Estaba pensando en casarme con este hombre, un hombre que ponía en peligro la salud de su futura esposa por un juego de poder?

Dios mío, las cosas que podía apuntar en la lista de sus transgresiones.

Como la lista me había preocupado bastante en los últimos días, pensar en resucitarla casi me alegró. Casi. Todo esto era tan horrible que ni siquiera la lista compensaba.

Di en la ventana con el lado del puño.

– DeMarius -grité o más bien grazné, mi voz estaba empeorando de tal modo que sonaba horrible-. ¡DeMarius! Te haré un budín de donuts Krispy Kreme si me dejas salir de aquí.

Por lo tensos que se pusieron sus hombros supe que me había oído.

– Sólo para ti -prometí, todo lo alto que pude.

Apenas volvió la cabeza, pero vi la mirada de agonía cuando se giró un poco hacia mí.

– Puedes escoger entre glaseado de ron, glaseado de suero de mantequilla o baño de crema de queso.

Se quedó paralizado unos segundos, luego soltó un gran suspiro y se acercó a la puerta. ¡Sí! Empecé a prepararme para salir con sumo gusto de mi apestosa prisión.

DeMarius se inclinó sobre la ventana y miró adentro con sus ojos oscuros acongojados.

– Blair -dijo lo bastante fuerte como para que yo le oyera- por mucho que adore tu budín de donuts, no me gusta tanto como para contradecir al teniente y acabar degradado. -Luego volvió la espalda y regresó a la anterior posición.

Dios, vaya. Había merecido la pena intentarlo con un soborno, pero no podía culpar a DeMarius por no aceptar.

Ya que nada podía distraerme de aquello en lo que intentaba no pensar, arreglé la manta debajo de mí, subí las rodillas sobre el asiento y me volví a mirar mi casa por la ventana posterior. Los bomberos estaban haciendo un valiente esfuerzo para impedir que el fuego se propagara a la casa adosada de al lado, pero sabía que mis vecinos como mínimo sufrirían importantes daños aunque sólo fuera por las enormes cantidades de humo y agua que les estaban cayendo encima. La furgoneta de Wyatt y el coche aparcado a su lado estaban chamuscados de tanto calor. Mientras observaba, la fachada de la casa se derrumbó con un estruendo, lanzando hacia delante una cascada ascendente de chispas como en los fuegos artificiales de Disney World.

Entonces, el repentino destello de luces iluminó un rostro: el rostro de una mujer en medio de la multitud. Vestida con una sudadera, llevaba las manos en los bolsillos y la capucha subida, rodeando holgadamente su cabeza. Primero noté la palidez de su pelo rubio, luego observé su cara. Una punzada de inquietud recorrió poco a poco mi columna. Había algo vagamente familiar en ella, como si la hubiera visto en algún lugar pero no pudiera ubicarla.

De cualquier modo, ella no estaba observando el espectáculo de fuego: miraba directamente el coche patrulla, y a mí. Y por una décima de segundo, su rostro sólo reflejó una expresión triunfal.

Era ella.

Capítulo 19

Empecé a golpear otra vez la ventana, con toda la fuerza que pude, mientras chillaba:

– ¡DeMarius! ¡DeMarius! ¡Ahí está! ¡Díselo a Wyatt! ¡Haz algo, coño, detenla!

Es decir, intentaba gritar. Él siguió de espaldas con obstinación y, aunque llegó a oír mi primer puñetazo contra la ventana, lo más probable es que no oyera nada de lo que estaba diciendo porque casi había perdido la voz. Me atraganté y empecé a toser con violencia, mientras la fuerza de los espasmos me doblaba y me lloraban los ojos.

La aspereza me provocó dolor de garganta; era como si estuviera irritada por dentro, desde la profundidad de mi nariz hasta el fondo de los pulmones. Incluso respirar dolía. Debía de haber inhalado más humo del que pensaba, pese a la toalla mojada alrededor de mi rostro. Gritar tampoco había sido de ayuda y, aparte, no me había reportado nada.

Cuando pude sentarme erguida, la busqué, busqué a la mujer que había quemado mi casa, pero ya había desaparecido. Claro que se había ido. Quería admirar su exquisito trabajo, deleitarse un poco, pero no iba a quedarse rondando por ahí.

Lágrimas de furia y dolor empezaron a surcar mi rostro. Me las sequé con rabia. No iba a permitir que esa zorra me hiciera llorar, no iba a permitir que nada de esto me hiciera llorar.


Cogí el móvil y llamé a Wyatt.

Medio esperaba que no contestara, lo cual podía enfadarme tanto que no estaba segura de que lo superara ni para cuando llegara a la jubilación… Me puse otra vez de rodillas y le busqué mientras lo escuchaba sonar. Entonces le vi…, más alto que la mayoría de hombres, con la cabeza un poco inclinada para escuchar al jefe de bomberos, que le explicaba algo a gritos en medio del ruido, le vi estirar el brazo para coger el móvil. Debía tenerlo en modo vibración, una decisión inteligente teniendo en cuenta el nivel de ruido. Dijo algo al jefe de bomberos, comprobó quién llamaba y luego lo abrió y lo sostuvo pegado a la oreja mientras se tapaba la otra con un dedo.

– ¡Ten un pongo más de paciencia! -gritó por el teléfono.

Abrí la boca para echarle la bronca, para aullarle que estaba permitiendo que ella se escapara, pero no surgió ningún sonido de mi boca. Ni siquiera un chillido.

Volví a intentarlo. Nada. Había perdido la voz por completo. Di unos toques frenéticos en el micrófono con la uña, intentando que al menos me mirara. Mecachis, era imposible que oyera ese ruidito incoherente. Frustrada e inspirada al mismo tiempo, empecé a dar golpes con el teléfono en la ventana.

Nota personal: los móviles no son nada resistentes.

El maldito chisme se desmontó en mi mano: la tapa de la batería se soltó, la parte frontal salió volando contra el salpicadero, donde podía quedarse, tanto daba, porque no iba a hurgar precisamente por ese suelo para buscarlo. Otro pequeño admunículo electrónico se cerró también, por lo tanto, sería un esfuerzo inútil.

¡Aaaagh! Observé cómo Wyatt cerraba el teléfono y se lo enganchaba al cinturón. No miró en mi dirección ni una sola vez, pedazo de burro.

¿Qué más tenía en mi bolso? El cuchillo, por supuesto, pero rajar la tapicería no me reportaría nada y me costaría mucho, porque estoy prácticamente segura de que la ciudad no ve con buenos ojos que rajen y hagan pedazos sus coches patrulla. El cuchillo no iba a ser de ayuda. Tenía la cartera, el talonario, la barra de labios, pañuelos, bolis, mi agenda. ¡De acuerdo! Ahora la cosa iba en serio. Arranqué una página de la parte posterior de la agenda, saqué un boli y con la luz vacilante, intermitente y espectral, escribí: DILE A WYATT QUE LA ACOSADORA ÉSA ESTÁ AQUÍ. LA HE VISTO ENTRE EL GENTÍO.

Pegué la nota a la ventana y luego empecé a arrear golpes frenéticos al vidrio. Pegué y pegué, pero DeMarius, maldito cabezota, se negaba a volverse y a mirar.

Empezó a dolerme la mano. Si no fuera por el temor a sufrir otra conmoción cerebral, habría dado cabezazos contra la ventana; pero, de hecho, me sentía como si ya hubiera dado cabezazos contra la pared. Si no estuviera descalza, habría empezado a dar patadas. Había muchos «si» y todos ellos iban en mi contra.

Dejé la nota y empecé a tirar del chisme que separaba el asiento trasero del delantero en aquella jaula metálica, la división que protegía a los agentes. Era de suponer que no podía aflojarse porque, si no, seguro que mucha gente más fuerte que yo ya la habría aflojado. Esfuerzo en vano.

No había nada que pudiera hacer. Apreté la nota contra la ventana otra vez y apoyé la cabeza en el papel para sujetarlo en su sitio, cerrando los ojos mientras esperaba. Al final, alguien me dejaría salir, y entonces se enterarían todos ellos de lo burros y estúpidos que llegaban a ser.

Dada la atención que me estaba prestando todo el mundo, la psicópata acosadora podría haberse acercado al coche desde el otro lado para pegarme un tiro a través de la ventanilla. En cuanto esa idea me asaltó la cabeza, me incorporé otra vez y miré a mí alrededor llena de pánico, pero no se veía ninguna psicópata. Bien, al menos no ésa en concreto.

Recordé que había metido en el bolso algún chicle de esos refrescatualiento. Rebusqué por el interior hasta encontrarlo, saqué una pastilla y empecé a mascar. Mientras mascaba arranqué otra página de la agenda y escribí: OLVÍDATE DE JAZZ Y SALLY. ¡BODA CANCELADA! Cuando acabé de mascar el chicle, me lo saqué de la boca, lo partí por la mitad, y utilicé una mitad para sostener la nota de la acosadora contra la ventana y la otra nota sobre Jazz y Sally justo debajo.

Luego saqué un chicle más del paquete y arranqué otra hoja de la agenda.

Ya que el vidrio posterior hacía inclinación, necesité dos mitades de ese chicle para hacer la faena. La nota decía: HOMBRES GILIPOLLAS.

El paquete tenía diez chicles. Los usé todos.

Para cuando alguien se dio cuenta, tenía casi todo el vidrio posterior y ambos vidrios laterales cubiertos de notas.

A través de uno de los espacios vacíos -no es que quedaran muchos- vi que un agente dirigía una mirada y hacía un gesto así como «¿Qué coño?» y luego daba un codazo a alguien y señalaba. Otro par de policías advirtieron su indicación y miraron también. DeMarius sí se dio cuenta de eso -pese a haber hecho caso omiso de mis golpes y gritos, cuando todavía podía gritar, quiero decir- y se volvió a mirar. Puso una mueca y sacudió la cabeza, sacando la linterna mientras se acercaba.