– ¿Crees que hoy podrás tragar comida de verdad?
Di el primer sorbo al café, lo consideré y luego balanceé la mano con un movimiento «tal vez sí, tal vez no».
– Entonces, gachas de avena -dijo-. No intentes comer nada que te haga toser.
Yo había intentado hablar, por supuesto, y de hecho esta mañana conseguía emitir algún sonido. Pero por desgracia, los sonidos se parecían más al canto de un sapo moribundo. Sin embargo, sólo el hecho de poder susurrar ya era un enorme alivio, porque tenía un día complicado por delante.
Mientras estábamos desayunando, me dijo con el ceño fruncido: -No puedo quedarme hoy contigo, así que tu primera parada será ir a buscar un nuevo móvil. ¿Entendido? Tienes que estar comunicada en todo momento.
Estuve del todo conforme con eso.
– De todos modos, tienes que contarme qué pasó con el teléfono viejo.
Sólo porque pudiera susurrar, no quería decir que debiera hacerlo. Cuanto menos usara mi voz, antes la recuperaría. De modo que representé el momento en que arrojé el teléfono contra la ventana.
– Eso pensaba -comentó Wyatt al cabo de un momento, con tono crispado.
Como si nadie hubiera roto un móvil antes.
– Bien. Lo que quiero que hagas hoy es mantenerte alejada del trabajo. No vayas a ninguno de los lugares habituales, a los sitios donde ella podría esperar encontrarte. No vayas a casa de tus padres. No vayas a casa de Siana. Tienes muchas compras que hacer, así que hazlas. Te llevaré a una agencia de alquiler de coches para que conduzcas algo completamente diferente a esa cosita llamativa que está en el garaje. -Ahora Wyatt era sólo el policía, ojos entrecerrados y mente en acción-. Mandaré a que recojan el Mercedes, y meteremos a una de nuestras agentes rubias en él y la haremos rondar: por Great Bods, por tu banco, por el lugar habitual adonde vas a almorzar. Esta mujer tal vez intente pasar inadvertida un rato, un día quizá, pero finalmente saldrá a por ti otra vez. Pero no serás tú. Eso no es negociable.
Busqué la libreta y garabateé: No pongo pegas a eso. Cierto, la noche del incendio, si hubiera podido seguir a la muy zorra, me habría lanzado por su culo como una paramilitar, así de furiosa estaba, pero a la luz del día mi cabeza estaba más serena, y una realidad se mostraba descaradamente: debía retomar el tema de la boda, no podía permitir ningún otro retraso. Esta misma noche, aunque tuviera que escribir cada palabra, Wyatt y yo mantendríamos esa conversación que habíamos estado posponiendo. No me sentía capaz de esperar ni siquiera hasta ese momento.
Gracias a las prometedoras cualidades de JoAnn tras el mostrador de recepción, ella y Lynn podrían ocuparse de las cosas hasta que esta chiflada estuviera bajo custodia. Entretanto, yo iba a ir a contrarreloj si quería lograr organizar la boda. ¿Cuántos días había perdido ya por culpa de esa mujer, suponiendo que fuera ella la que intentó atropellarme en el aparcamiento? Podría no serlo, pero, eh, se había ganado a pulso que le echáramos la culpa, de modo que yo la culpaba.
Me sentiría perfectamente a salvo conduciendo un anónimo coche de alquiler para ir a Sticks and Stones y plantar cara a Monica Stevens en su feudo, luego salir a comprar mi tela, a comprar ropa nueva -en un centro comercial diferente, claro- y después ir a ver a Sally. Nada de eso estaba incluido en mi rutina cotidiana, y el punto de partida iba a ser diferente por completo, un lugar seguro. La acosadora no sabía donde estaba yo o cómo encontrarme, y eso era una gozada.
Después de desayunar, Wyatt me acompañó a comprar otro móvil. Para sorpresa mía, no me llevó a mi proveedor habitual de telefonía móvil, sino al suyo, y me incluyó en su cuenta. Conservé mi número de siempre, por supuesto, pero el hecho de combinar nuestras cuentas producía una sensación asombrosa de… relación estable.
Eso me recordó otros detalles de los que tenía que ocuparme, tales como dar de baja los contadores de mi casa. Estaba casi convencida de que tanto la compañía de teléfono como la de cable seguirían facturando pese a que ahí ya no había ninguna casa. Y necesitaría hacer inventario para la compañía de seguros. Dios, pensaba que había planificado bien el día, pero cada vez surgían más cosas, que amenazaban con comerse mi tiempo.
Nuestra próxima parada quedaba cerca del aeropuerto, donde estaban todas las empresas de alquiler de coches. Escogí un Taurus -tienen buena suspensión-, pero ¿adivináis el color? Blanco. El blanco parecía ser el color predominante en los coches de alquiler. No estaba del todo contenta con él, pero Wyatt se opuso del todo al rojo manzana.
– Llama demasiado la atención -dijo. Supongo que sí.
Luego me dio un beso y nos separamos para continuar con nuestra jornada.
Sólo eran las nueve de la mañana, demasiado temprano para que Sticks and Stones estuviera abierto. Decidí ir a otra tienda de telas para matar el rato. No hubo suerte. Qué desalentador, pero de todos modos, cuando acabé de recorrer la tienda de arriba abajo, ya había matado casi una hora, así que me fui en coche a Sticks and Stones.
La misma mujer flacucha de la otra vez salió a saludarme y su sonrisa se enfrió un poco al tomar nota de mis vaqueros y jersey ligero.
– Sí, ¿en qué puedo ayudarla?
No tenía otro remedio, tenía que hablar… susurrar más bien.
– Soy Blair Mallory. Dejé mi tarjeta anteayer, pero la señorita Stevens no ha llamado. -Vi su expresión mientras retrocedía un poco, como si pudiera contagiarla-. Sí, tengo una laringitis grave. No, no es contagiosa. Mi casa se quemó ayer de madrugada y esto es consecuencia de haber inhalado humo, lo cual significa que no estoy de muy buen humor, por lo que me gustaría de verdad ver a Monica. Ahora, a ser posible.
Eso era hablar mucho; incluso en susurros significaba un gran esfuerzo. Cuando terminé, ya tenía cara de pocos amigos. Y aquella mujer no me caía bien.
Por extraño que parezca, le alegró oír que mi casa se había quemado. Tardé un momento en percatarme de que ella sabía que una casa nueva y mobiliario nuevo significaba una nueva decoración. Me pregunté si rastrearía la prensa en busca de noticias de incendios en casas, de la misma manera que algunos abogados sospechosos buscaban accidentes de coche en los diarios.
Me guió a través de la tienda hasta la parte posterior donde tenían instaladas las oficinas. Aquí atrás, la sensación era del todo diferente: grandes muestrarios con trozos de telas amontonados de forma algo caótica, muebles diferentes mezclados confusamente, arte enmarcado apoyado contra las paredes. De hecho, esta zona me gustaba más; aquí era donde había el trabajo. Aquí es donde había energía, en vez de la fría impresión de refinamiento de la exposición de la entrada.
La mujer llamó a la puerta de un despacho y la abrió tras oírse una invitación desde dentro.
– Señorita Stevens, ésta es Blair Mallory -dijo-, como si me estuviera presentando a la reina Isabel-. Tiene laringitis porque ayer su casa se quemó, ya sabe, inhalación de humo. -Tras comentar ese chisme tan prometedor, regresó a la sala de exposición y nos dejó a solas.
Nunca antes había coincidido con Monica Stevens, aunque había oído hablar de ella. En cierto sentido era como yo esperaba, pero no del todo. Tenía cuarenta y pico años, y un corte asimétrico en su lacio pelo negro de lo más espectacular. Era delgada y con un estilo estudiado, y llevaba ruidosos brazaletes en ambas muñecas. Me gustan los brazaletes sólo cuando los llevo yo. A ver, no es lo mismo ser el que molesta que el molestado.
– Siento lo de su casa -dijo, y su voz reveló un tono cálido que hizo que pareciera más accesible. Lo que no había esperado de ella era la expresión amistosa en sus ojos.
– Gracias -contesté, más bien susurré, y saqué las facturas de Jazz de mi bolso, que coloqué delante de ella antes de sentarme.
Miró las facturas con desconcierto, luego leyó el nombre.
– El señor Arledge -dijo con su cálida voz-. Era un hombre encantador, tan ansioso por sorprender a su esposa. Me encantó trabajar con él.
No había habido ningún trabajo «con» Jazz, pues tenía un sentido nulo de la decoración o del estilo, y, de hecho, le había dado carta blanca, había firmado el talón y eso fue todo.
– Su matrimonio se ha roto por esto -dije sin rodeos.
Pareció asombrada.
– Pero… ¿por qué?
– A su esposa le gustaba el dormitorio tal y como era. Detesta el nuevo estilo y se niega incluso a dormir en esa habitación. Está tan furiosa con él por haberse deshecho de sus antigüedades que incluso intentó atropellarle con el coche.
– Oh, Dios mío. Está de broma. ¿No le gusta la habitación? Pero ¡si es preciosa!
Ni siquiera pestañeó al oír que Sally había intentado lisiar a Jazz, pero le costaba creer que a alguien no le gustaran sus creaciones; en eso era sincera.
Guau. Admiro la realidad alternativa como cualquier hijo de vecino, pero hay quien desconecta demasiado.
– Estoy intentando salvar este matrimonio -le expliqué. Tanto susurrar estaba empezando a ser agotador, de verdad, muy agotador-. Esto es lo que quiero que haga: vaya a recoger aquellos muebles y vuelva a ponerlos en la exposición como muebles usados o, ya que nunca se han estrenado, póngalos otra vez a la venta como nuevos. Técnicamente tal vez no lo sean, pero ya que nunca recibió la aprobación final por el trabajo, yo diría que aún no se ha cerrado la operación.
Se puso tensa.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que el cliente no está contento con el trabajo.
– Ya he recibido el pago completo, de modo que diría que sí lo está. -Se estaba poniendo colorada.
– Jazz Arledge está totalmente perdido en lo que a decoración se refiere. No sabe nada al respecto. Usted podría haber clavado pellejos de mofetas en las paredes y ni hubiera protestado. No creo que se haya aprovechado a posta de él, y sí creo que es una mujer de negocios lo bastante lista como para reconocer las ventajas de rehacer el dormitorio, pero esta vez trabajando con la señora Arledge, quien se siente de lo más desdichada.
Me observó con aire reflexivo.
– Expliqúese, por favor.
Con un ademán, indiqué la exposición de la entrada.
– Vive de su reputación. A la gente a la que le gusta el estilo vanguardista moderno le encanta su trabajo, pero los clientes en potencia que buscan un estilo más tradicional no vienen aquí porque creen que no realiza ese tipo de trabajo.
– Por supuesto que lo hago -dijo automáticamente-. No es mi estilo preferido, no es la marca de la casa, pero mi objetivo final es complacer al cliente.
Le sonreí.
– Me encanta oír eso. Por cierto, creo que no he mencionado que mi madre es la mejor amiga de la señora Arledge. Trabaja en el negocio inmobiliario, tal vez haya oído hablar de ella. ¿Tina Mallory?
En sus ojos se vislumbraron los primeros indicios de comprensión. Mamá es una antigua miss Carolina del Norte, y vende muchas propiedades. Si mamá empezara a recomendar a Monica, el potencial de negocio sería enorme.
Fue a buscar un cuaderno de bosquejos y, haciendo gala de una memoria admirable, hizo en un momento un boceto del dormitorio de Sally. Trabajaba con rapidez, los lápices de colores volaban sobre la hoja.
– ¿Qué le parece esto? -preguntó girando el cuaderno para que pudiera ver lo que había hecho.
El estilo era suntuosamente confortable, con color en los tejidos, y un mobiliario cálido gracias a la madera.
– Recuerdo esas antigüedades -dijo-, de una calidad maravillosa. No puedo sustituirlas, pero es probable que encuentre una o dos piezas más pequeñas, verdaderamente buenas, que crearán el mismo ambiente.
– A la señora Arledge le encantará -contesté-. Pero debo advertirle desde ahora mismo que su marido, Jazz, no está dispuesto a pagar ni un solo penique más. Toda esta experiencia le ha amargado mucho.
– Cuando haya acabado, cambiará de opinión -dijo sonriendo-. Y no voy a perder ni un céntimo con esto, se lo prometo.
Tras haber visto los márgenes de beneficio en sus facturas, tenía que creerla.
Dos tercios de mi misión se habían cumplido. Ahora la parte más complicada: Sally.
Capítulo 25
Pese a que por lógica mi acosadora no podía saber dónde me encontraba yo, cuando salí de Sticks and Stones seguí mirando a mi alrededor con suma atención. Todo despejado. Creía que no iba a ser capaz de ver un Chevrolet blanco sin sentir una punzada automática de pánico, algo que, si te paras a pensar, podía ser un verdadero coñazo. Como había mencionado Wyatt, hay miles y miles de Chevrolets blancos. Mi vida podía convertirse en una punzada permanente.
Necesitaba beber algo caliente para mi garganta y necesitaba tela para mi vestido. Y, mecachis, todavía tenía pendiente llamar a la compañía telefónica y la de cable; no, qué demonios, lo más probable era que tuviera que ir en persona para demostrar mi identidad, ya que no tenía los números de las cuentas. Además, tenía que ir de compras para agenciarme algo de ropa. ¡Y mis botas! ¡Mis botas azules! Las devolverían a Zappos por no poder entregarlas, pero yo las quería. Por desgracia, tampoco tenía el número del pedido porque se había quemado con la casa, o sea, que ni siquiera podía contactar con Zappos para indicarles otra dirección de envío.
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