– Dijiste que utilizo triquiñuelas tontas, que espero que las pases canutas por mí y que me cabreo si no es así, y que te llamo con cualquier ocurrencia, confiando en que tú vas a ponerte a investigar. También dijiste que requiero muchas atenciones. Bah, todo lo demás queda incluido en la misma categoría. Exijo atenciones, siempre he exigido atenciones y siempre las exigiré. Eso nunca cambiará. No voy a cambiar.
– No quiero que cambies -empezó a decir, alargando el brazo para cogerme, pero yo retrocedí para que no me alcanzara e hice un ademán para que se callara.
– Déjame acabar, porque no sé cuánto me va a durar la voz. No considero que mis triquiñuelas sean tontas, de modo que en eso diferimos. Creo que no espero que las pases canutas por mí, pero yo te antepongo a cualquier cosa, y espero que tú también me antepongas… dentro de lo razonable, por supuesto, y eso nos atañe a ambos. Si te encuentras en la escena de un crimen, por ejemplo, no espero que vengas a ponerme en marcha el coche porque se me haya acabado la batería. Para eso tengo el Automóvil Club.
»Y no te llamo para que investigues cualquier cosilla. En serio. Pero desde luego espero que hagas cosas por mí, como arreglarme algún problema de multas de aparcamiento que haya tenido, aunque no te pediría que me apañaras una multa por exceso de velocidad o que falsificaras un informe ni nada por el estilo, por lo tanto creo que es razonable. Pero al fin y al cabo, es decisión tuya, si continúas o no con este matrimonio. Si tantas atenciones te molestan verdaderamente, y si yo no merezco tanta molestia, entonces deberías dejarlo, ahora. Es probable que sigamos juntos un tiempo, pero deberíamos cancelar la boda.
Me tapó la boca con la mano. Le relucían los ojos verdes.
– No sé si reírme o… reírme.
¿Reírse? Casi me había roto el corazón y finalmente yo había hecho acopio de valor para planteárselo todo, ¿y quería echarse a reír?
Es imposible que los hombres pertenezcan a la misma especie que las mujeres. No, así de sencillo.
Me rodeó la cintura con la otra mano y me aproximó a él.
– A veces me haces enfadar tanto que podría decir cualquier burrada, pero desde que estamos juntos no ha habido un solo día que no me haya despertado sonriendo. Puñetas, sí, merecen la pena todas las molestias. El sexo por sí solo merece la pena, pero si tienes en cuenta también la parte de diversión…
Intenté pellizcarle llena de furia, pero se rió y me cogió la manos, levantándolas para sostenerlas contra su pecho.
– Te quiero, Blair Mallory, pronto Blair Bloodsworth. Quiero todo lo que tiene que ver contigo, incluso todas las atenciones que requieres, incluso las notas que escribes que, por cierto, han calmado por completo el resentimiento hacia mí que mostraban los compañeros mayores. No sé cómo consiguió el hijoputa de Forester robar esa nota sin que yo me diera cuenta, pero ya lo descubriré -masculló.
– No pretendía que la nota fuera graciosa -solté con brusquedad, o eso intenté-. Quería dejar clara mi postura.
– Oh, lo entendí a la perfección, igual que todos nosotros. Estabas echa una furia, enfadada con todos nosotros, y cuando supimos el motivo, tuvimos que admitir que tenías razón. Pero volvería a hacerlo: ponerte a salvo. Haría cualquier cosa por ponerte a salvo. Y bien, ¿cómo se supone que debemos expresar esas cosas unos hombres tan machotes como nosotros? Bien, sí: sacrificaría mi vida para salvarte. La boda sigue en pie. ¿Responde eso a tus preguntas?
No sabía si darle un pellizco, un puñetazo o hacer un puchero. Al final decidí mostrarme enfurruñada. ¡Dios, qué alivio! Wyatt sabía que yo no iba a cambiar y, ¿aun así quería casarse conmigo? Qué bien.
– No obstante, aclárame una cosa -dijo.
Alcé la vista, con expresión inquisitiva, y lo aprovechó para darme un par de besos.
– ¿Por qué quieres que te apañe una multa de aparcamiento y no una multa por exceso de velocidad? Una multa por exceso de velocidad es más cara, te resta puntos del carné de conducir y encarece la prima del seguro.
Me costaba creer que no fuera capaz de ver la diferencia.
– Una multa por exceso de velocidad responde a algo que yo he hecho. Pero ¿una multa de aparcamiento? Discúlpame, pero ¿quién es el dueño de la propiedad municipal? Los contribuyentes, ni más ni menos. ¿Acaso soy la única persona que piensa que no tiene sentido que se le cobre a alguien por aparcar en su propia propiedad, y que luego se le multe si está demasiado rato? Eso es poco americano. Es de lo más… de lo más fascista…
Esta vez no empleó la mano para callarme. Esta vez empleó la boca.
Capítulo 29
El tiempo volvió a enfriar por la noche y por la mañana se puso a llover. Un sábado normal habría ido a trabajar temprano, porque suele ser un día de ajetreo en Great Bods, pero cuando hablé con Lynn, me dijo que JoAnn se estaba adaptando genial al trabajo en recepción y sugirió ofrecerle un puesto a jornada completa. Yo estuve conforme, porque de otro modo las próximas semanas acabarían conmigo.
Wyatt durmió hasta tarde, despatarrado encima de la cama, y yo me entretuve esa mañana escribiendo la lista de sus transgresiones. Cómo iba a olvidar algo tan importante. Ni hablar. Me senté hecha un ovillo en el gran sillón, con un chai tapándome los pies y las piernas, de lo más satisfecha por poder pasar la mañana haciendo el vago. La lluvia parecía anular cualquier noción de urgencia; además, me encanta escuchar su repiqueteo, y rara vez tengo ocasión de hacerlo, ya que por lo habitual estoy demasiado ocupada. Me sentía segura y feliz, arropada por Wyatt, dejando que los detectives hicieran el trabajo preliminar en la búsqueda de mi acosadora. Seguían la pista correcta con lo de los coches de alquiler; era algo que yo veía claro, así de sencillo.
Podía hablar. Para deleite mío, sí, podía hablar. Mi voz sonaba muy áspera pero al menos funcionaba. Estaba claro que yo no podría haber sido una de esas monjas que hacen votos de silencio. Aunque pensándolo bien, nunca podría haber sido una monja, y punto.
Llamé a mamá y charlamos un rato. Ella ya había hablado con Sally y sentía un gran alivio: Sally ya había llamado a Jazz y se había disculpado, y se suponía que iban a quedar esa misma mañana para hablar cara a cara. Me pregunté si no sería más conveniente esperar a mañana para llevarle la tela, y mamá dijo que sí. Podía imaginarme la escena, después de haber tenido una especie de reconciliación con Wyatt.
Luego llamé a Siana y hablé con ella. Tras colgar, me llevé arriba toda mi ropa nueva y la dejé encima de la cama del cuarto de invitados. Me probé otra vez todos los zapatos nuevos, andando con ellos para asegurarme de que no me rozaban. Para entonces Wyatt ya se había levantado; le oí bajar a por una taza de café, luego subió al piso de arriba y se apoyó en el umbral de la puerta mientras se lo bebía, observándome con una especie de media sonrisa adormilada en el rostro.
Mis zapatos le tenían perplejo por algún motivo. Había comprado lo que consideraba básico: zapatillas deportivas para el gimnasio -tres pares-, más unas botas de tacón alto, más unos zuecos, más unas manoletinas negras, un par de zapatos bajos negros y, bien, la lista seguía.
– ¿Y cuántos pares de zapatos negros necesitas? -preguntó al final mientras los observaba alineados en el suelo.
Vale, los zapatos no eran algo de lo que reírse. Le dediqué una mirada fría.
– Un par más de los que tengo.
– Entonces, ¿por qué no te los has comprado ya?
– Porque seguiría necesitando un par más de los que tengo.
Fue lo bastante prudente como para soltar un «Mmm» y dejar el tema.
Durante el desayuno le expliqué que me parecía que la situación Sally/Jazz estaba resuelta. Me miró maravillado.
– ¿Cómo lo has conseguido? Teniendo que esquivar a una acosadora homicida y escapar de tu casa en llamas, ¿cómo has podido encontrar tiempo para eso?
– Encontrándolo. La desesperación es una gran motivación.
Yo también estaba un poco sorprendida. Él no tenía ni idea de lo desesperada que me había sentido.
Después del desayuno volví arriba y me entretuve con la ropa nueva, cortando etiquetas, lavando lo que hacía falta lavar antes de estrenarlo, planchando arrugas tozudas, y reordenando el armario de Wyatt para colgar allí mi ropa. Sólo que ahora ya no era el armario de Wyatt, era nuestro armario, y eso significaba que tres cuartas partes me pertenecían. Por ahora, con eso bastaría, dado mi escaso vestuario, justo para los próximos meses de otoño, pero para cuando comprara la ropa de invierno, y la ropa de primavera, y la ropa de verano… bien, habría que volver a reordenar las cosas.
También hacía falta limpiar y organizar los cajones del tocador. Y del armario del baño. Una vez más, Wyatt se apoyó en el umbral de la puerta mientras me observaba vaciar todos los cajones del tocador, apilando de momento todas las cosas sobre la cama. Siguió sonriendo un rato, como si verme tan ajetreada mientras él se limitaba a mirar le satisfaciera en cierto sentido. No sé por qué no le remordía la conciencia.
– ¿Qué te hace tanta gracia? -le pregunté por fin, con cierta irritación.
– Nada.
– Estas sonriendo.
– Sí.
Puse las manos en jarras y le miré con el ceño fruncido.
– Entonces, ¿por qué estás sonriendo?
– Estoy observando como te estableces… en mi casa. -Me miró con los párpados caídos mientras sorbía el café-. Dios sabe cuánto tiempo he intentado que vinieras a vivir aquí.
– Dos meses -dije burlándome-. Fíjate cuánto tiempo.
– Setenta y cuatro días, para ser exactos; desde que dispararon a Nicole Goodwin y yo pensé que se trataba de ti. Setenta y cuatro largos y frustrantes días.
Entonces sí que me burlé.
– Es imposible que un hombre que ha disfrutado de tantas relaciones sexuales como tú pueda sentirse frustrado.
– No era cuestión de sexo. De acuerdo, en parte era sexo. Pero seguía siendo frustrante que vivieras en otro lugar.
– Bueno, pues ya estoy aquí. Disfrútalo. La vida, tal y como la conoces, se ha acabado.
Riéndose, se fue por más café. El teléfono sonó mientras estaba abajo y contestó, pero subió a los pocos minutos para coger su placa y su arma.
– Me tengo que ir -dijo. No era inusual, y no tenía nada que ver conmigo o me lo habría dicho. Tenía más que ver con la falta de personal en el distrito policial que con cualquier otra cosa, algo que se había convertido más bien en un problema crónico-. Ya sabes qué hacer. No dejes entrar a nadie.
– ¿Y si alguien con una lata de gasolina se cuela en la propiedad?
– ¿Sabes disparar una pistola? -me preguntó, y no hablaba en broma.
– No. -Era algo que lamentaba, pero imaginé que era mejor no dar rodeos al respecto.
– Para cuando acabe contigo la próxima semana, sabrás hacerlo -prometió.
Genial. Algo más de lo que ocuparme en mi tiempo libre. Suponiendo que me quedara tiempo libre. Debería haber mantenido la boca cerrada. Por otro lado, saber usar una pistola tenía que molar.
Me dio un beso y salió por la puerta. Escuché distraída el ruido sordo de la puerta del garaje al abrirse y cerrarse de nuevo un momento después, luego volví a continuar ordenando cosas.
Estaba claro que algunas de las cosas que estaban guardadas en el tocador podían meterse en cualquier otro sitio, como el guante de béisbol (¡¿?!), el estuche de limpiar los zapatos, una pila de libros de la academia de policía y una caja de zapatos llena de fotos. En cuanto la abrí y vi el contenido, me olvidé de las otras cosas y me quedé sentada con las piernas cruzadas en el suelo junto a la cama, mirando lo que había ahí dentro.
A los hombres no les preocupan demasiado las fotografías, y por eso éstas estaban metidas de cualquier manera en una caja olvidada en un cajón. Era obvio que algunas de ellas se las había dado su madre: fotos del colegio de él y su hermana Lisa, a distintas edades. El Wyatt de seis años consiguió derretirme el corazón. Parecía tan inocente y natural, para nada el hombre duro del que me había enamorado, a excepción de esos ojos centelleantes. Sin embargo, cuando cumplió los dieciséis ya estaba adoptando esa expresión fría y penetrante. Había imágenes de él vestido con el equipo de fútbol, tanto del instituto como de la universidad, y luego otras fotos de jugador profesional, y la diferencia era obvia. Para entonces, el fútbol ya había dejado de ser un juego, para pasar a ser un trabajo, un trabajo, de hecho, bastante duro.
Había una foto de Wyatt con su padre, fallecido hacía ya un tiempo. Él debía tener entonces unos diez años pues aún mostraba una mirada inocente. Su padre debió de morir poco después de que sacaran la foto, porque Roberta me había contado que Wyatt tenía diez años cuando sucedió. Entonces fue cuando su inocencia se esfumó, ya que todas las fotos sacadas después mostraban a alguien consciente de que la vida no siempre es segura y feliz.
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