Sintió un gruñido justo detrás de la oreja.

Tenía el cabello recogido y el cuello expuesto; un helado escalofrío le recorrió la espalda. Se volvió con rapidez y se quedó mirando fijamente un par de ojos color oro pálido.

Se quedó paralizada. Sabía qué clase de bestia era aquélla. Sabía que tenía ante sí a un tigre, pero era incapaz de asimilarlo.

El animal estaba tan cerca que ella sintió su aliento en la cara. El tigre dejó al descubierto los dientes, un arma afilada y letal. Daisy olió su esencia y oyó cómo aquel ronco gruñido de intimidación aumentaba de volumen hasta convertirse en un rugido cruel. Salió de su parálisis saltando hacia atrás cuando el animal embistió contra los barrotes de hierro que los separaban.

Daisy chocó con violencia contra algo sólido y humano, pero no pudo arrancar la vista del tigre. Una alarma comenzó a sonar en su cabeza. En ese momento, la bestia parecía la reencarnación de toda la maldad del mundo y la joven sintió como si esa malevolencia fuera dirigida hacia ella. Como si de alguna manera, en esa salvaje noche de Carolina del Sur, hubiera encontrado su destino.

Se dio la vuelta, incapaz de soportar la intensa mirada de esos ojos dorados por más tiempo. Al volverse se topó con una cálida fortaleza detrás de ella y supo que había encontrado un santuario.

Luego sintió algo áspero bajo la mejilla. Los acontecimientos, el miedo, el cansancio y todos los angustiosos cambios en su vida durante los últimos dos días la abrumaron y se echó a llorar.

La mano de Alex fue sorprendentemente suave cuando la tomó por la barbilla para obligarla a mirarle a la cara. Daisy se encontró con otro par de pálidas pupilas, tan parecidas a los dorados ojos del tigre, que sintió como si hubiera escapado de una bestia para caer en las garras de otra.

– Sinjun no puede lastimarte, Daisy. Está en una jaula.

– ¡Eso no importa! -La histeria se apoderó de ella.

¿Acaso no se daba cuenta de que una jaula no podía protegerla de lo que había visto en los ojos de ese enorme felino?

Pero él no lo entendía y ella nunca podría explicarle la fugaz sensación de haber tenido un encuentro cara a cara con su propio destino. Se apartó de él.

– Lo siento. Tienes razón. Soy una estúpida.

– Y no por primera vez -dijo él con seriedad.

Daisy levantó la mirada hacía él. Aún manchado de pastel y azúcar glas, tenía un aspecto feroz, magnífico y aterrador; igual que el tigre. Se dio cuenta de que a Alex le temía de otra manera, de una que no comprendía por completo, sólo sabía que era algo que iba más allá de la amenaza física. Era más que eso. De alguna manera sentía que su marido podía dañarle el alma.

Daisy había llegado a los límites de su resistencia. Habían sido demasiados cambios, demasiados conflictos, y no tenía ganas de luchar más. Estaba cansada hasta lo más profundo de su ser y apenas tenía fuerzas para hablar.

– Supongo que ahora me amenazarás con algo horrible.

– ¿No crees merecerlo? Sólo los niños tiran las cosas, no los adultos.

– Tienes razón, por supuesto. -Se apartó el pelo de la cara con una mano temblorosa. -¿De qué va esto, Alex? ¿Humillación? Ya he tenido bastante por esta noche. ¿Desprecio? También he tenido suficiente. ¿Odio? No, eso no funcionará; estoy demasiado entumecida para sentirlo. -Hizo una pausa, vacilando. -Me temo que tendrás que recurrir a algo distinto.

Mientras la miraba, le pareció tan infeliz que algo se ablandó en el interior de Alex. Sabía que Daisy le tenía miedo -se había asegurado de ello- y aun así seguía sin poderse creer que la joven hubiera tenido el valor suficiente como para tirarle la tarta. Pobre cabeza hueca. No se le había ocurrido pensar que había sido como atacarle con las garras de un gatito.

La sintió temblar bajo sus manos. Daisy había guardado las garras y sus ojos sólo mostraban desesperación. ¿Sabía ella que su rostro reflejaba cada uno de sus sentimientos?

Se preguntó con cuántos hombres se habría acostado. Probablemente ni ella misma lo sabía. A pesar de su inocente apariencia, estaba claro que le gustaban los placeres de la vida. También era un poco atolondrada y no le costaba imaginársela en la cama de cualquier playboy, sin ni siquiera saber cómo había llegado hasta allí.

Al menos eso era algo que se le daba bien. Mientras la observaba tuvo que contener el repentino deseo de cogerla en brazos y llevarla de vuelta a la caravana, donde la dejaría en la cama y satisfaría todas las preguntas que comenzaba a hacerse. ¿Cómo se verían cada uno de esos rizos sueltos y extendidos como cintas oscuras sobre la almohada? Quería observarla desnuda sobre las sábanas arrugadas, ver la palidez de su piel contra la de él, más oscura; sopesar sus pechos con las manos. Quería olerla y sentir sus caricias.

El día anterior, tras la boda, se había dicho a sí mismo que no era el tipo de mujer con la que se acostaría, pero eso había sido antes de atisbar aquel redondo trasero bajo la camiseta cuando la despertó esa mañana. Había sido antes de observarla en la camioneta, cruzando y descruzando esas largas piernas, dejando colgada la sandalia del dedo gordo del pie. Tenía los pies bonitos y pequeños, con un empeine alto y delicado y las uñas pintadas del mismo color rojo que el manto de una virgen ortodoxa.

No le gustaba que otros hombres supieran más de las apetencias sexuales de su esposa que él mismo. Pero también sabía que era cuestión de tiempo. No podía tocarla hasta asegurarse de que ella entendía cómo serían las cosas entre ambos. Y para entonces, había muchas posibilidades de que Daisy cogiera la maleta y se largara.

La tomó del brazo y la llevó a la caravana. Por un momento, Daisy se resistió, y luego cedió.

– De verdad, comienzo a odiarte -dijo débilmente. -Lo sabes, ¿no?

A él le sorprendió que aquellas palabras le dolieran, sobre todo cuando eso era exactamente lo que quería que ella hiciera. Daisy no estaba hecha para una vida tan dura y él no tenía ningún deseo de alargar aquella situación indefinidamente. Era lo mejor que podía hacer.

– Quizá sea lo mejor.

– Hasta ahora nunca había odiado a nadie. Ni siquiera a Amelia o a mi padre, y ellos me han dado razones suficientes para hacerlo. Pero a ti no te importa lo que sienta por ti, ¿verdad?

– No.

– Creo que nunca he conocido a nadie tan frío.

– Seguro que no. -«Frío, Alex. Eres tan frío.» Se lo había oído decir a muchas mujeres antes que a ella. Mujeres de buen corazón. Mujeres competentes e inteligentes que habían merecido algo más que un hombre cuyos sentimientos habían desaparecido mucho tiempo antes de conocerlas.

Cuando era joven había pensado que una familia podría curar esa parte herida y solitaria de su interior. Pero mientras buscaba una relación duradera había herido a esas mujeres de buen corazón y se había probado a sí mismo que no tenía sentimientos para amar a ninguna, ni aunque hubiera sido su intención hacerlo.

Llegaron a la caravana. Pasó junto a Daisy al llegar a la puerta y se metió dentro.

– Voy a darme una ducha. Te ayudaré a limpiar cuando salga.

Ella lo detuvo antes de que llegase al baño.

– ¿No podrías haber fingido ser feliz esta noche?

– Soy como soy, Daisy. Yo no finjo. Nunca.

– Estaban tratando de ser amables. ¿Te costaba tanto disimular un poco?

«¿Como podía explicárselo para que lo entendiera?»

– Creciste protegida, Daisy, pero yo lo hice de la manera más cruda. Mucho más cruda de lo que puedas imaginar. Cuando creces así, tienes que aprender a protegerte de alguna manera, tienes que aferrarte a algo que impida que te conviertas en una bestia. En mi caso fue el orgullo. Nunca me doblego. Jamás.

– No puedes condicionar tu vida por eso. El orgullo no es tan importante como otras cosas.

– ¿Como cuáles?

– Como… -Ella vaciló, como si supiera que a él no le iba a gustar nada lo que estaba a punto de decir. -Como el cariño y la compasión. Como el amor.

Él se sintió viejo y cansado.

– El amor no existe para mí.

– Existe para todo el mundo.

– No para mí. No te hagas ideas románticas conmigo, Daisy. Sólo sería una pérdida de tiempo. He aprendido a vivir según mis reglas. Intento ser honesto y lo más justo posible. Por este motivo paso por alto que me hayas tirado la tarta. Comprendo que esto es duro para ti y supongo que lo estás haciendo lo mejor posible. Pero no confundas justicia con sentimientos. No soy un sentimental. Puede que eso de las emociones funcione con otras personas, pero no conmigo.

– Esto no me gusta -susurró ella, -no me gusta nada.

– Has caído en manos del diablo, cariño. Cuanto antes lo aceptes, mejor será para ti -dijo él cuando por fin habló con una voz que nunca había sonado tan triste.

Alex entró en el baño, cerró la puerta y apretó los párpados, intentando apartar de su mente el juego de emociones que había visto cruzar por el rostro de su esposa. Había visto de todo: cautela, inocencia y una esperanza casi aterradora de que quizás él no fuera tan malo como parecía.

Pobre cabeza hueca.

CAPÍTULO 06

– Vete.

– Es mi último aviso, cara de ángel. Dentro de tres minutos nos vamos.

Daisy abrió los ojos lo justo como para echarle una ojeada al reloj y ver que eran las cinco de la madrugada. No pensaba ir a ninguna parte a esas horas, así que se acurrucó aún más bajo las mantas y volvió a dormirse. Lo siguiente que supo fue que Alex la cogía en brazos.

– ¡Eh! -gritó. -¿Qué haces?

Sin decir ni una palabra, Alex la sacó al gélido aire matutino, la metió dentro de la cabina de la camioneta y dio un portazo. La fría tapicería de vinilo contra sus piernas desnudas espabiló a Daisy de golpe y le hizo recordar que sólo llevaba puesto una camiseta y unas diminutas bragas azules. Él subió por el otro lado y unos instantes más tarde abandonaban el lugar.

– ¿Cómo has podido? ¡Sólo son las cinco de la madrugada! ¡Nadie se levanta tan temprano!

– Nosotros sí. Tenemos que ir a Carolina del Norte.

Alex parecía bien despierto. Se había afeitado y se había puesto unos vaqueros y una camisa roja. Él deslizó los ojos por las piernas desnudas de Daisy.

– Espero que la próxima vez te levantes cuando te lo diga.

– ¡No estoy vestida! Tienes que dejarme coger la ropa. Y necesito maquillaje. ¡Mi pelo…! ¡Tengo que lavarme los dientes!

Él metió la mano en el bolsillo y sacó un aplastado paquete de chicles Dentyne.

Ella se lo arrebató, sacó dos y se los metió en la boca. Volvió a recordar los acontecimientos de la noche anterior. Escudriñó la cara de Alex buscando algún rastro de resentimiento, pero no lo encontró. Estaba demasiado cansada y deprimida para volver a discutir, pero si no le replicaba, parecería que se había rendido y que hacía lo que él quería.

– Va a ser duro para mí quedarme aquí después de lo que sucedió anoche.

– No te iba a resultar fácil de todas maneras.

– Soy tu esposa -dijo Daisy con voz queda- y también tengo mi orgullo. Anoche me humillaste delante de todo el mundo y no me lo merecía.

Él no dijo nada y, si no hubiera sido por la manera en que frunció los labios, Daisy habría pensado que no la había oído.

Se sacó el chicle de la boca y lo guardó en el envoltorio.

– Por favor, para y déjame coger mis cosas.

– Deberías haberlo hecho antes.

– Estaba dormida.

– Te avisé.

– Eres un robot. ¿Acaso no tienes sentimientos?

Ella tiró del bajo de la camiseta para taparse todo lo posible.

Alex bajó la mirada a los desnudos muslos de Daisy.

– Oh, claro que tengo sentimientos. Pero no creo que sean los que tú quieres.

Ella siguió intentando bajarse la camiseta.

– Quiero mi ropa.

– Te desperté con tiempo de sobra para vestirte.

– Lo digo en serio, Alex. Esto no es divertido. Estoy casi desnuda.

– De eso ya me doy cuenta.

– ¿Te excito? -preguntó Daisy bruscamente a causa del sueño que tenía.

– Sí.

Eso sí que no se lo esperaba. Había pensado que él le respondería con su habitual desdén. Al recobrarse de la sorpresa, le lanzó una mirada feroz.

– Vaya… qué pena. Porque yo no siento ningún interés por ti. Por si no lo sabías, el cerebro es el órgano sexual más importante, y mi cerebro no está interesado en hacer nada contigo.

– ¿Tu cerebro?

– Tengo cerebro, ¿sabes?

– Jamás lo he dudado.

– ¿Cómo que no? No soy estúpida, Alex. Puede que mi educación no fuera demasiado convencional, pero te aseguro que fue muy completa.

– Tu padre no está de acuerdo.

– Lo sé. Le gusta decir a todo el mundo que soy una inculta porque mi madre me sacaba del colegio cada dos por tres. Pero cada vez que Lani hacía un viaje interesante, me llevaba con ella si creía que podría ser beneficioso para mí. Algunas veces pasaban meses antes de que regresara al colegio. A veces, ni siquiera volvía, pero ella se aseguraba de que siguiera estudiando.