– Le gustan los espaguetis y la lasaña, y le encanta la comida mexicana. Pero no malgastes el tiempo haciéndole postres. No le gustan los dulces, salvo en el desayuno.
– Gracias por decírmelo. -Daisy notó que se le volvía el estómago. Sheba pasó la mano por el desconchado mostrador. -Este lugar es horrible. Alex inició la gira en una caravana nueva, pero se deshizo de ella la semana pasada y comenzó a utilizar ésta aunque me ofrecí a conseguirle algo mejor.
Daisy no pudo ocultar la tristeza que la embargó. ¿Por qué había insistido Alex en vivir en un sitio así si no tenía por qué hacerlo?
– Pienso arreglarlo -dijo ella, aunque la idea no se le había pasado por la cabeza hasta ese momento.
– La mayoría de los hombres quieren que su esposa disfrute de todas las comodidades posibles. Me sorprende que Alex rechazara mi oferta.
– Seguro que tenía sus razones.
Sheba examinó la pequeña figura de Daisy.
– No tienes ni idea de cómo manejarlo, ¿verdad?
Sheba parecía dispuesta a pelear como el perro y el gato, pero Daisy sabía quién de las dos saldría perdiendo, así que señaló los dos maillots de lentejuelas que había en el respaldo de la silla.
– ¿Son esos maillots los que tengo que probarme?
Sheba asintió con la cabeza.
Daisy cogió el de arriba y se dio cuenta de que no era más que un trozo de tela azul marino bordado con lentejuelas.
– Tengo la sensación de que me cubrirá muy poco.
– Ésa es la idea. Esto es el circo. El público espera ver una buena porción de piel.
– ¿Y tiene que ser de la mía?
– No estás gorda. No veo el problema.
– No tengo precisamente un cuerpo diez. Jamás ha hecho deporte.
– Es cuestión de tener un poco de disciplina.
– Sí, bueno, ahora que lo dices, tampoco sé qué es eso.
Sheba la observó con aire crítico, esperando evidentemente que la esposa de Alex Markov enderezara la espalda. Pero después de haber vivido con su madre, Daisy sabía cuándo no debía chocar con una experta en discusiones. La sinceridad era la única defensa contra los expertos en malicia.
Entró en el cuarto de baño y se quitó toda la ropa menos las bragas, pero cuando se puso aquella prenda diminuta se dio cuenta de que el corte de la pierna era tan alto que se veían. Volvió a desnudarse y empezó de nuevo.
Cuando acabó, se miró en el espejo y se sintió como una prostituta. Dos tiras verticales con lentejuelas de color azul le cubrían los pechos, y otra tira horizontal más ancha las cruzaba. El cuerpo del maillot no era más que un fino velo de red plateada. Sheba ni siquiera había incluido unas mallas.
– Creo que no puedo salir con esto -exclamó a través de la puerta.
– A ver…
Daisy salió.
– Es demasiado… -sus palabras quedaron interrumpidas cuando vio a Alex delante del fregadero vestido de cosaco. Quiso volver corriendo al baño y, si Sheba no hubiera estado allí, lo hubiera hecho. ¿Por qué tenía que aparecer cuando estaba vestida de esa manera?
– Acércate para que podamos verte -dijo él.
Daisy dio un paso adelante de mala gana. Sheba se puso al lado de Alex. Los dos se quedaron en silencio y Daisy tuvo la sensación de ser una intrusa.
Alex no dijo nada, pero la escrutó de tal manera que ella se sintió desnuda.
– Date la vuelta -ordenó Sheba.
Daisy se sentía como una prostituta expuesta ante un cliente por la madame de turno. Aunque el espejo del cuarto de baño era muy pequeño, sabía de sobra como le quedaba el maillot por detrás y se hacía una buen idea de lo que ellos estaban viendo: dos nalgas redondas, desnudas salvo en el lugar donde se unían y que estaba cubierto por un trozo de tela. Ruborizada se dio la vuelta de nuevo.
– Es un espectáculo para familias -dijo Alex. -No quiero que salga así.
Sheba se acercó a ella y comenzó a desatar el corpiño.
– Tienes razón. No tiene atributos suficientes para llenarlo adecuadamente. Fuera. -Daisy sintió las manos de la mujer en el cuello. -Veamos si el otro te queda mejor.
Sheba abrió el maillot sin avisar y se lo bajó, dejando a Daisy desnuda hasta la cintura. Con una exclamación ahogada, Daisy agarró el charco de lentejuelas y la red que se le habían deslizado hasta el vientre, pero tenía los dedos torpes y fue como intentar atrapar aire. Miró a Alex.
Él estaba apoyado contra el fregadero, con los tobillos cruzados y las manos apoyadas en el mostrador que tenía detrás. Daisy le suplicó en silencio que apartara la vista, pero él no dejó de mirarla fijamente.
– Por Dios, Daisy, te sonrojas como una virgen. -Los labios de Sheba se curvaron en una sonrisa. -Me sorprende que te acuestes con Alex y aún recuerdes cómo sonrojarte.
Las joyas brillaron en el cinturón de cosaco de Alex cuando éste dio un paso adelante. -Ya basta, Sheba. Déjala en paz. Sheba se dio la vuelta para coger el otro maillot. Alex se interpuso entre las dos mujeres, casi como si quisiera ocultar la desnudez de Daisy, lo que era ridículo, pues era de él de quien ella quería esconderse.
– Dámelo. -Las mangas flojas de la camisa blanca ondearon cuando arrancó el maillot de lentejuelas rojas de las manos de Sheba. Lo miró y se lo dio a Daisy. -Éste está mejor. Mira a ver si te sirve.
Ella cogió el maillot y entró corriendo en el cuarto de baño. Cuando hubo cerrado la puerta, se apoyó contra ella e intentó respirar con normalidad, pero le palpitaba el corazón y le ardía la piel. «Te has criado con una madre que tomaba el sol desnuda. Esto no es para tanto.» Quizá no, pero le molestaba.
Finalmente se puso el maillot, y vio con alivio que la cubría algo más que el otro. Las lentejuelas rojas, en forma de lengua de fuego, trepaban desde la entrepierna hasta el corpiño, donde se pegaban a sus pechos de manera irregular y dentada. Las aberturas de la pierna llegaban casi hasta la cintura, mostrando una buena porción de piel. Abrió la puerta y salió a regañadientes del baño. Al menos le cubría la cintura.
Sólo estaba Alex, apoyado en el borde de la mesa con la cadera. Daisy tragó saliva.
– ¿Dónde está Sheba?
– Tenía que hablar con Jack. Date la vuelta.
Ella se mordisqueó el labio inferior y no se movió.
– Habéis sido amantes, ¿verdad?
– Ahora ya no. De cualquier manera es algo que no te incumbe.
– Parece que todavía le importa.
– Sheba me odia.
A pesar de todo lo que Alex decía del orgullo, no había lo que era el honor o nunca se habría dejado comprar por su padre. Pero Daisy tenía que saber una cosa.
– ¿Estaba casada con Owen Quest cuando estabas liado con ella?
– No. Ahora deja de cotillear y deja que te vea por detrás.
– Querer saber más cosas de ti no es cotillear. Por ejemplo, he estado mirando unos recortes viejos de periódico y he observado que no hiciste la gira con el circo de los Hermanos Quest el año pasado. ¿Por qué?
– ¿Qué más da?
– Me gustaría saberlo.
– Eso no es asunto tuyo.
Alex era la persona más reservada que Daisy hubiera conocido en su vida y sabía que no le sacaría nada más.
– No me gusta este maillot. No me gusta ninguno de los dos. Me siento vulgar.
– Pareces una artista. -Dado que ella no se dio la vuelta como él le había pedido, Alex se puso a su espalda. La joven odió verse expuesta de esa manera y se apartó al sentir que él le tocaba el hombro.
– Quédate quieta -Alex le agarró la cintura con la otra mano. -Éste no podrá ser criticado ni por los más conservadores.
– Enseña demasiado.
– No es para tanto. Las demás mujeres llevan puestos maillots más pequeños y no les quedan tan bien como te queda a ti éste.
Alex se había acercado tanto que los pechos de Daisy rozaron contra la suave tela de su camisa cuando se volvió hacia él. La joven se estremeció.
– ¿De verdad crees que me queda bien?
– ¿Buscas un cumplido?
Ella asintió con la cabeza, sintiendo que se le debilitaban las rodillas.
Él bajó la mano que había colocado en la cintura de la joven, deslizándola por el borde inferior del maillot y ahuecándole las nalgas.
– Considérate elogiada. -La voz de Alex contenía una nota áspera.
Unas llamaradas ardientes recorrieron a Daisy de los pies a la cabeza. Se apartó un poco; no porque quisiera escabullirse, sino porque deseaba demasiado quedarse donde estaba.
– No nos conocemos.
Sin apartar la mano de donde estaba, Alex inclinó la cabeza y le acarició el cuello con la nariz, calentándole la piel con el susurro de su aliento en la oreja.
– Estamos casados. Con eso basta.
– Sólo es un acuerdo legal.
Él se echó hacia atrás y ella pudo ver las motas ambarinas brillando en sus ojos.
– Creo que es el mejor momento para hacer oficial nuestro acuerdo, ¿no crees?
A Daisy se le aceleró el corazón y supo que no podía haberse escapado aunque hubiera querido. Levantó la mirada y sintió como si todo se hubiera desvanecido y no existiera nada más que ellos dos.
La boca de Alex le pareció extrañamente tierna a pesar de su gesto duro. Él abrió los labios y cubrió los le ella con suavidad. Al mismo tiempo, le apretó las nalgas y la estrechó aún más contra su cuerpo. Lo sintió grande y pesado contra ella. Cuando Alex amoldó la boca a la suya, Daisy experimentó un momento de asombro. Los labios de su marido eran tiernos y suaves en contraste con el resto de su persona.
Daisy le ofreció la boca dado que no podía hacer otra cosa. Él le acarició el labio inferior y le rozó la punta de la lengua con la suya. La sensación la hizo sentirse ligeramente mareada y rodeó la cintura de Alex con los brazos, sintiendo la sedosa tela de la camisa bajo los dedos; luego le deslizó las palmas por las nalgas. Él gimió contra la boca femenina.
– Dios mío, te deseo -dijo, y acto seguido su lengua descendió en picado sobre la de ella.
El beso se hizo salvaje. Alex la alzó contra él y la empujó hacia atrás, subiéndola a la encimera. Daisy se aferró a su espalda para no perder el equilibrio. Alex se colocó entre sus piernas y las joyas del cinturón de cosaco se clavaron en el interior de los muslos de Daisy.
Sus lenguas se acariciaron. El suave gemido femenino resonó como un eco en la cálida boca masculina. Daisy sintió las manos de Alex en la nuca. Él se apartó para bajarle el maillot hasta la cintura.
– Eres preciosa -gimió, mirándola. Le ahuecó los pechos con las palmas de las manos y le rozó los pezones con los pulgares, provocando ramalazos de placer en el cuerpo de Daisy. Comenzó a besarla de nuevo mientras jugueteaba con ellos. Ella se agarró a los brazos de Alex y sintió la poderosa fuerza masculina a través de las mangas ondulantes.
Alex abandonó los senos de Daisy y le recorrió la parte trasera de los muslos hasta las nalgas desnudas. Era demasiado para ella. El roce de las joyas del cinturón en los muslos… la suave caricia de sus manos…
– ¡Cinco minutos para la función! -Alguien golpeó con fuerza la puerta de la caravana. -¡Cinco minutos, Alex!
Daisy se bajó de un salto del mostrador como una adolescente culpable y, dándole la espalda, se subió el maillot con nerviosismo. Se sentía ardiente, agitada y… terriblemente irritada. ¿Cómo podía estar tan ansiosa por entregarse a un hombre que casi nunca le decía una palabra amable? ¿Un hombre que no respetaba los votos que hacía?
Salió disparada hacia el cuarto de baño, pero se detuvo al oír la voz suave y ronca de Alex.
– No te molestes en preparar el sofá esta noche, cara de ángel. Dormiremos juntos.
CAPÍTULO 07
Mientras Sheba comprobaba la recaudación y hojeaba un montón de periódicos en la oficina, Daisy vendió las entradas de la segunda función. Lo hizo de una manera mecánica, sonriéndoles a los clientes automáticamente, pero, aunque habló sin parar, sólo podía pensar en el apasionado beso que había compartido con Alex y apenas prestó atención a lo que la gente decía. Se derretía ante el recuerdo, pero al mismo tiempo se sentía avergonzada. No debería haberse entregado a Alex con tal abandono cuando él no sentía ningún respeto por su matrimonio.
En cuanto dejó de sonar la música de la presentación del espectáculo, Sheba abandonó el vagón rojo sin decir ni una palabra y Daisy cerró la taquilla. Se encontraba contando el efectivo del cajón de la recaudación cuando apareció Heather. Llevaba puesto un maillot de lentejuelas doradas; el recargado maquillaje hacía que pareciera mayor de lo que era. Cinco aros rojos le colgaban de la muñeca como si fueran pulseras gigantescas y Daisy se preguntó si iría a algún lugar sin ellos.
– ¿Has visto a Sheba?
– Se fue hace unos minutos.
Heather miró a ambos lados para cerciorarse de que estaban solas.
– ¿Me das un cigarrillo?
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