– Me fumé el último esta mañana. Es un vicio horrible y además caro. Te arrepentirás de engancharte a él, Heather.

– Aún no lo he hecho. Fumo sólo por distraerme. -Heather se paseó por la oficina, tocando el escritorio, la parte superior del archivador, hojeando el calendario de la pared.

– ¿Sabe tu padre que fumas?

– ¿Acaso vas a decírselo?

– No he dicho eso.

– Pues hazlo si quieres -repuso en tono agresivo. -De todos modos volverá a enviarme con la tía Terry.

– ¿Vives con ella?

– Sí. Pero tiene cuatro niños y la única razón por la que está dispuesta a acogerme es el dinero que le envía papá. Además, así tiene una canguro gratis para el bebé. Mi madre no podía ni verla -su expresión se volvió amarga, -pero mi padre sólo quiere deshacerse de mí.

– No creo que sea así.

– Y tú qué sabes. A él sólo le importan mis hermanos. Sheba dice que no es culpa mía, sino que Brady no sabe cómo tratar a las mujeres con las que no se puede acostar, pero sé que lo dice para que me sienta mejor. Creo que sí fuera buena con los malabarismos, él dejaría que me quedara.

Ahora comprendía Daisy por qué Heather siempre llevaba los aros consigo. Estaba tratando de ganarse el afecto de su padre. Daisy lo sabía todo sobre cómo intentar complacer a un padre y lo lamentó por esa jovencita con cara de duende y boca sucia.

– ¿Has hablado con él? Quizá si supiera cómo te sientes no te haría volver con tus tíos.

Ella puso su cara de chica dura.

– Como si fuera a importarle. Y mira quién va a darme consejos. Todo el mundo habla de ti. Dicen que Alex se casó contigo porque estás embarazada.

– Eso no es cierto. -repuso Daisy, pero antes de que pudiera añadir nada más, sonó el teléfono y se volvió para contestar. -Circo de los Hermanos Quest…

– Con Alex Markov, por favor -dijo una voz masculina.

– Lo siento, en este momento no está aquí.

– ¿Podría decirle que lo llamó Jacob Salomón? Ya tiene mi número. Y dígale también que el doctor Theobald está intentando ponerse en contacto con él.

– Le daré el recado. -Colgó y se preguntó quiénes serían esas personas mientras anotaba el mensaje para Alex. Había demasiadas cosas sobre él que no sabía y tío parecía que se las fuera a contar.

Heather se había ido mientras hablaba por teléfono. Con un suspiro, cerró con llave el cajón de la recaudación, apagó las luces y salió de la caravana.

Los trabajadores ya habían desmantelado la casa de fieras y Daisy pensó en el tigre. Se encaminó hacia el lugar donde estaba situada la jaula, dejándose llevar hacia allí como si no tuviera ningún control sobre su destino.

La jaula estaba situada sobre una pequeña plataforma a un metro de altura. La luz de los reflectores iluminaba el interior. A Daisy le latía con fuerza el corazón mientras se acercaba lentamente. Sinjun se levantó y se giró hacia ella.

La joven se quedó paralizada ante el impacto de esos ojos dorados. La mirada del tigre era hipnótica, directa, sin parpadeos. Sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda y cómo se ahogaba en los ojos dorados del animal.

«El destino.»

La palabra atravesó la mente de Daisy como si no fuera ella quien la hubiera puesto allí, sino el tigre. «El destino.»

No fue consciente de lo mucho que se había acercado a la jaula hasta que percibió el olor almizcleño del animal, un aroma que debería de haber sido desagradable pero que, sin embargo, no lo era. Se detuvo a menos de un metro de los barrotes y se quedó inmóvil. Los segundos dieron paso a los minutos y Daisy perdió la noción del tiempo.

«El destino.» La palabra volvió a resonar en la mente de la joven.

El tigre era un macho enorme, tenía las patas gigantescas y una marca blanca en la parte inferior del cuello. Daisy comenzó a temblar cuando el aplastó las orejas dejando a la vista las ovaladas marcas blancas de estas; de alguna manera ella supo que aquel era un gesto de amistad. El tigre desplegó los bigotes y le ensenó los dientes. El sudor se deslizó entre los pechos de Daisy cuando el animal emitió un rugido; el sonido diabólico de una película de terror.

No pudo apartar la vista del tigre, aunque supo que era eso lo que él quería. El animal le lanzaba una mirada de desafío: ella debía apartar la vista primero. Y Daisy quería hacerlo -no era su intención desafiar al tigre, -pero se había quedado paralizada.

Los barrotes parecieron desvanecerse entre ellos y ella sintió como si no tuviera ninguna protección ante él. El tigre podía abrirle la garganta de un zarpazo, pero aun así, Daisy no podía moverse. Miró directamente a los ojos del animal y sintió como si éste le leyera el alma. Pasó el tiempo. Los minutos. Las horas. Los años. Con ojos que no parecían suyos, Daisy vio sus propias debilidades y defectos; los miedos que la mantenían prisionera. Se vio en su privilegiada vida, doblegándose ante voluntades más fuertes que la suya, asustada de enfrentarse a cualquiera, intentando complacer a todo el mundo menos a sí misma. Los ojos del tigre le revelaron todo lo que quería mantener oculto.

Y luego parpadeó.

El tigre.

No ella.

Daisy observó con asombro cómo desaparecían las marcas blancas de las orejas. El animal estiró su enorme cuerpo y se dejó caer sobre el suelo de la jaula, desde donde la miró con gravedad y le dio su veredicto:

«Eres débil y cobarde.»

Daisy comprendió la verdad que le dictaban los ojos del tigre, y la sensación de victoria por haber sido capaz de sostenerte la mirada se evaporó dejándole las piernas débiles y flojas. La joven se hundió en la hierba, donde se sentó en silencio y se abrazó las rodillas, observando al animal sin miedo, aunque con cierto recelo.

Oyó la música que anunciaba el fin del espectáculo, las voces de los trabajadores que iban de un lado para otro del recinto y los sonidos habituales mientras recogían los puestos. Casi no había dormido la noche anterior y se fue adormeciendo poco a poco. Se le cayeron los párpados, pero no llegó a cerrarlos por completo. Apoyó la mejilla en las rodillas y continuó observando al tigre con los ojos entrecerrados mientras él le sostenía la mirada.

Estaban solos en el mundo; dos almas perdidas. Daisy percibió cada latido. El aire le llenaba los pulmones y el miedo se evaporó lentamente. Experimentó un profundo sentimiento de paz. El alma de la joven se unió a la del animal y se convirtieron en uno solo; en ese momento podría haber sido la comida y el sustento del animal, porque no existía ninguna barrera entre ellos.

Y entonces, más rápidamente de lo que hubiera podido imaginar, la paz se rompió y se sintió golpeada por una explosión de dolor que la hizo gemir. En el fondo de su mente supo que ese dolor provenía del tigre, no de ella, pero eso no hizo que le doliera menos.

«Santo Dios.» Se agarró el estómago y se dobló sobre sí misma. ¿Qué le estaba ocurriendo? «¡Dios mío, haz que se detenga!» No podía soportarlo.

Cayó de bruces en el suelo y en ese momento supo que iba a morir.

Tan bruscamente como había empezado, el dolor desapareció. Respiró hondo y se puso de rodillas temblando.

Los ojos del tigre ardieron de furia contenida. «Ahora sabes cómo se siente un cautivo.»


Alex estaba furioso. Miró a Sheba Quest y, después, el látigo que él tenía enroscado en el puño. La noche del sábado era el día de cobro de los empleados y algunos ya estaban borrachos, así que llevaba el látigo como medida disuasoria. Sin embargo, no eran los trabajadores los que le molestaban.

– ¡A mí no me roba nadie! -declaró Sheba, -y Daisy no va a librarse de ésta porque sea tu esposa. -El tono bajo y firme acentuaba la rabia contenida de la dueña del circo. El pelo rojo lanzaba destellos de fuego sobre su espalda y le chispeaban los ojos.

La promesa que Alex le había hecho a Owen en el lecho de muerte hacía que tuviera constantes enfrentamientos con su viuda. Sheba Quest era su patrona y estaba resuelta a presionarlo tanto como le fuera posible. Pero él estaba decidido a respetar los deseos de Owen. Era un compromiso que no satisfacía a ninguno de los dos y era inevitable que entre ellos surgiera una guerra abierta.

– No tienes ninguna prueba de que Daisy cogiera el dinero.

Mientras lo decía, Alex se sintió furioso consigo mismo por intentar defenderla. No había más sospechosos.

No le sorprendería que su esposa hubiera cogido dinero -ella habría pensado que se lo merecía, -pero no había esperado que robara en el circo. Eso sólo demostraba que su libido había nublado su buen juicio.

– Es cierto -espetó ella. -Comprobé la recaudación después de que se fuera. Acéptalo, Alex, tu mujer es una ladrona.

– No quiero que la acuses antes de que hable con ella -dijo él con terquedad.

– El dinero ha desaparecido, ¿no es cierto? Y Daisy estaba a cargo de él. Si ella no lo ha robado, ¿por qué se ha esfumado?

– La buscaré y le preguntaré.

– Quiero que la detengan, Alex. Me robó, y en cuanto la encuentres llamaré a la policía.

Él se detuvo al instante.

– Nunca llamamos a la policía. Lo sabes tan bien como cualquiera. Si es culpable yo me encargaré de ella igual que me encargaría de cualquier otra persona que hubiera infringido la ley del circo.

– La última persona de la que te encargaste fue aquel conductor que vendía drogas a los trabajadores. Lo dejaste hecho una piltrafa cuando acabaste con él. ¿Piensas hacer lo mismo con Daisy?

– ¡Ya está bien!

– Eres un gilipollas, ¿sabes? No vas a poder proteger a tu estúpida mujercita. Quiero recuperar hasta el último centavo y luego quiero que la castigues. Y si no lo haces a mi entera satisfacción, me aseguraré de que todo el peso de la ley caiga sobre ella.

– Te he dicho que me encargaré de ella.

– Ya veo cómo lo haces.

Sheba era la mujer más dura que conocía. La miró directamente a los ojos.

– Daisy no tiene nada que ver con lo que pasó entre nosotros. No la utilices para vengarte de mí.

Alex vio en los ojos de Sheba un destello de vulnerabilidad que rara vez exhibía, pero desapareció con la misma rapidez que apareció.

– Odio desinflar ese precioso ego tuyo, pero veo que aún no te has dado cuenta de que ya no me interesas en absoluto.

Se marchó airada y, mientras la observaba alejarse, Alex supo que mentía.

Los dos compartían una historia larga y complicada que se remontaba al verano en que él tenía dieciséis años y pasaba las vacaciones viajando con el circo de los Hermanos Quest, y escuchando el punto de vista de Owen sobre los hombres y las mujeres. Los trapecistas Cardoza también estaban en la gira de aquel verano y Alex se enamoró perdidamente de la reina de la pista central, que por aquel entonces tenía veintiún años.

Se pasaba las noches soñando con su elegancia, su belleza, sus pechos. Las chicas que había conocido hasta ese momento le parecían niñas comparadas con la deliciosa e inalcanzable Sheba Cardoza. Además de desearla, sentía cierta afinidad con ella porque ambos buscaban la perfección en su trabajo. Percibía en Sheba una voluntad similar a la suya.

Pero Sheba también poseía una vena egocéntrica que su padre había alimentado y que Alex nunca había tenido. Sam Cardoza le había hecho creer a Sheba que era mejor que los demás. Sin embargo, la trapecista también tenía un lado más suave y maternal y, aunque en aquel tiempo era muy joven, se comportaba como una gallina clueca con los demás miembros de la compañía, les regañaba cuando se portaban mal, llenaba sus estómagos con espaguetis y les aconsejaba en amores.

Incluso a los veintiún años le gustaba jugar a ser la gran matriarca y al poco tiempo también había incluido a Alex en el clan, apiadándose del huérfano de dieciséis años que la observaba con aquellos ojos tan ardientes. Se había encargado de que Alex tomara comidas sanas y le decía a Owen que lo mantuviera alejado de los trabajadores más pendencieros, ignorando el hecho de que Alex llevaba demasiados años de circo en circo para que nadie lo protegiera.

Pero no era eso lo que Alex quería de Sheba, que había acabado liándose con un trapecista mexicano que se llamaba Carlos Méndez. Al igual que Sheba, Carlos pertenecía a la última generación de una vieja familia del circo y había sido contratado por el padre de Sheba para que fuera el receptor de ésta en el trapecio.

Pero Sam Cardoza tenía algo mis en mente. Aunque la ascendencia circense de Carlos Méndez no era tan impresionante como la de ellos, a ojos de Sam era lo suficientemente aceptable para convertirse en el progenitor de la siguiente generación de trapecistas Cardoza, y Sheba había complacido a su padre enamorándose de Carlos.

Los celos habían carcomido a Alex. Su linaje circense era más impresionante que el de Méndez, pero Sheba sólo veía a un adolescente flaco y huesudo que sabía de caballos y tenía talento con los látigos. Ella le había contado sus planes para casarse con el elegante mexicano que Sam había contratado. Y que le permitiría poner a sus hijos el apellido Cardoza.