El verano llegó al final y Alex estaba a punto de regresar al colegio. Los Cardoza habían sido fichados por los Hermanos Ringling para hacer la gira de la temporada siguiente. Carlos se pavoneaba como un gallo arrogante, aunque por otro lado carecía de materia gris, y el día que Alex se marchaba, Sheba entró inesperadamente en la caravana de Carlos y se lo encontró desnudando a una de las equilibristas.
Alex jamás olvidaría esa noche. Cuando terminó la función se encontró a Sheba esperándolo. No había llorado y parecía muy calmada.
– Ven conmigo.
A él ni se le ocurrió desobedecerla. Sheba lo llevó al borde del recinto, donde se introdujeron en un pequeño espacio oscuro entre dos caravanas. El corazón de Alex comenzó a latir con fuerza ante los sombríos y clandestinos propósitos de Sheba mientras se perdía en el olor almizcleño de su perfume.
La trapecista lo había mirado profundamente a los ojos. Sin decir ni una sola palabra se abrió la blusa y la dejó caer por los brazos. Aquellos pechos plenos, de redondos pezones oscuros brillaron como nieve bajo la luz de la luna que se colaba entre las caravanas. Sheba le cogió las manos y las puso sobre sus pechos.
Él se había imaginado algo como eso cientos de veces, pero las fantasías no le habían preparado para tocar realmente aquellos pechos y sentir esos redondos pezones bajo los dedos.
– Bésalos -dijo ella.
Los dedos de Sheba bajaron a la cremallera de Alex. Éste aspiró profundamente sobre la húmeda piel de sus senos. Cuando ella lo tomó entre sus manos, Alex sintió que perdía el control y explotó con un ronco gemido.
Él se había estremecido de satisfacción y humillación. Sheba había presionado entonces sus labios contra los de él, ofreciéndole un beso largo y profundo. Luego se apartó y, aún con los pechos desnudos y húmedos por la lengua de Alex, se giró entre las caravanas.
Fue entonces cuando él se dio cuenta de que Carlos había estado allí todo el tiempo, observándolos.
El destello duro y triunfante en los ojos de Sheba le dijo a Alex que ella lo había sabido en todo momento y la sensación provocada por aquella traición fue tan devastadora que no pudo respirar. Él no le importaba. Sólo lo había utilizado para vengarse.
Mientras observaba a su antiguo amante, Sheba pareció olvidarse de que Alex existía.
– He contratado a un nuevo receptor -dijo ella con frialdad. -Estás despedido.
– No puedes despedirme -estalló Carlos. -Soy un Méndez.
– No eres nada. Incluso este chico es más hombre que tú.
Sheba volvió a darse la vuelta y selló los labios de Alex con un beso. A pesar de su lujuria, a pesar de la neblina de la traición, él sintió una chispa de fría admiración que lo asustó más de lo que lo había hecho nunca el látigo de su tío. Comprendía aquella cruel demostración de amor propio. Como Sheba, él jamás dejaría que alguien o algo amenazara lo que era, sin importar el precio que tuviera que pagar. A pesar de odiarla por haberlo utilizado como un peón, no pudo dejar de respetarla por ello.
Sheba pasó los siguientes dieciséis años como artista destacada en los grandes circos del mundo y no hizo otra gira con el circo de los Hermanos Quest hasta que su carrera comenzó a declinar. Para entonces, su padre ya había muerto y Sheba, soltera y sin hijos, se había convertido en la última Cardoza.
Owen le dio la bienvenida al circo de los Hermanos Quest y montó el espectáculo en torno a ella. Además, en sus infrecuentes conversaciones telefónicas con Alex, le reveló lo suficiente como para que éste dedujera que Owen estaba colado por ella.
Alex y Sheba se habían reencontrado hacía dos veranos y, de inmediato, se hizo evidente que había habido un cambio en el equilibrio de poderes entre ellos. A los treinta y dos años él estaba en la plenitud de su virilidad y no le quedaba nada por probar, mientras que los mejores años de Sheba como artista ya habían pasado. Alex conocía su propia valía y hacía mucho tiempo que había quedado atrás la baja autoestima que sentía en la adolescencia. Ella era hermosa, inquieta y, por razones que él no comprendió de inmediato, estaba soltera y sin hijos.
El fuego de la pasión crepitó con fuerza entre ellos, pero esta vez era ella la que lo buscaba a él. Alex no quería hacer daño a Owen y, al principio, ignoró las insinuaciones sexuales de Sheba. Sin embargo, pronto se hizo evidente que el dueño del circo estaba resignado a que los dos se liaran y, con su peculiar idiosincrasia, se sintió ofendido cuando Alex continuó desairando a la mujer que él valoraba por encima de todas las cosas.
Finalmente, Alex la dejó entrar en su cama. Ella era ágil y suave, carnal y apasionada, y él jamás había disfrutado tanto del sexo. Le gustaba que ella fuera dura y, también, no poder hacerle daño. Porque aunque la apreciaba, no la amaba.
– ¿Por qué no te has casado? -le preguntó Alex una noche sentado a la mesa en la lujosa caravana de Sheba, donde ella se disponía a servirle la comida por segunda vez en el día. Los dos llevaban puestas las batas, la de ella tenía un exótico estampado que hacía que los brillos rojizos de su pelo parecieran todavía más intensos. -Siempre he pensado que querías tener hijos. Tu padre no esperaba otra cosa.
Ella le puso un plato de lasaña delante y se volvió a la cocina para coger el suyo. Pero no volvió a la mesa. Se quedó inmóvil mirando fijamente la comida que había preparado.
– Supongo que ambicioné demasiado. Ya sabes que hay cosas que no se pueden tener. Los mejores trapecistas nacemos con una habilidad especial y el hombre con el que me case tiene que provenir de una buena familia. No me casaré con cualquiera, y mucho menos sin amor. Amor y linaje. Es una buena combinación. -Llevó el plato a la mesa. -Mi padre solía decir que era mejor que los Cardoza se extinguieran antes que tener nietos sin sangre circense. -Se sentó y cogió el tenedor. -Bueno, hice mía esa máxima. Es preferible que los Cardoza se extingan a casarme con un perdedor hijo de puta al que no pueda respetar.
– Bien por ti.
Ella tomó un bocado de comida y volvió a dejar el tenedor en el plato. Después observó detenidamente a Alex, con un brillo provocador en los ojos.
– Los Markov son todavía más importantes que los Cardoza. Sam me dijo hace años que no debería haberte dejado escapar. Me reí de él porque por aquel entonces tú eras sólo un niño, pero ahora los cinco años que te llevo no significan nada. Somos los últimos de dos grandes dinastías circenses.
Divertido, él negó con la cabeza.
– Yo no tengo ninguna intención de perpetuar la dinastía Markov. Lo siento, cariño, pero tendrás que buscar esperma circense en otro lado.
Ella se rio, pinchó un rollito de lasaña y se lo llevó a la boca.
– Menos mal que no te quiero. Si lo hiciera estarías perdido.
Su ardiente relación siguió adelante, tan lujuriosa y apacible que él no prestó atención a la manera, cada vez más posesiva, con la que ella lo trataba o cómo, poco a poco, comenzó a considerarlo su igual.
– Somos almas gemelas -le dijo ella una noche, con la voz ronca por la emoción, -si fueras mujer, serías yo.
Sheba tenía razón, pero algo en el interior de Alex se rebeló ante la comparación. Admiraba a Sheba, pero había algo en ella que le repelía. Puede que porque se veía reflejado a sí mismo. Para impedir que dijera nada más, se acomodó entre las piernas femeninas y entró en ella con un duro envite.
A pesar de los sutiles cambios en el comportamiento de Sheba, él no estaba preparado para lo que sucedió tina tarde de aquel verano en el recinto a las afueras de Waycross, Georgia. Ese día ella le dijo que le amaba. Y cuando lo hizo, él se dio cuenta de que hablaba totalmente en serio.
– Lo siento -dijo él tan suavemente como pudo cuando ella terminó su declaración, -pero eso no va conmigo.
– Por supuesto que sí. Es el destino. Sheba se negó a escuchar cuando Alex le dijo que él nunca podría amar a nadie -que había perdido la capacidad de amar cuando era un niño maltratado- y el brillo en los ojos de la joven le dijo que para ella el rechazo no era más que un juego. Se empeñó en hacerle cambiar de opinión con la misma determinación que empleó antaño para conseguir el triple salto y, sólo cuando él estaba haciendo la maleta para marcharse después de su última actuación en el circo, comprendió que él no bromeaba. Alex jamás la había engañado. No la amaba. Y no iba a casarse con ella.
Cuando por fin asimiló aquel tajante rechazo, todo lo que Sheba creía sobre sí misma se hizo trizas y se volvió loca. Fue en ese momento cuando hizo lo inconcebible, lo que nunca le perdonaría. Fue cuando le rogó que no la dejara.
Alex era, sin duda, la única persona en el mundo que podía comprender la enormidad de lo que ella estaba destruyendo cuando lloró de rodillas ante él. Había doblegado su orgullo, lo que hacía que fuera quien era.
– Sheba, basta. Tienes que parar. -Intentó levantarla, pero ella se aferró a él y gritó con una desesperación tan desgarradora que él se llevaría ese sonido consigo a la tumba. En ese momento Alex pudo ver cómo el amor que Sheba sentía por él se convertía en odio.
Owen Quest, alertado por el ruido, había irrumpido, de repente, en la caravana y se había dado cuenta de lo que pasaba. Luego había mirado a Alex y le había señalado la puerta con la cabeza.
– Vete, yo me encargaré de todo.
Una semana después, Sheba se casó con Owen; un hombre que casi le doblaba la edad y que no le dio hijos, y Alex era el único que sabía por qué. Su rechazo la había herido en lo más profundo de su ser y sólo podía resurgir de sus cenizas uniéndose a alguien poderoso que la pusiera en un pedestal. Desde que su padre había muerto, ella había recurrido a Owen.
– ¡Alex! -La voz asustada de Heather interrumpió sus perturbadores recuerdos. -¡He visto a Daisy! Está delante de la jaula de Sinjun.
Sheba oyó lo que Heather decía y alejándose de Jack Daily se dirigió a Alex:
– Yo me ocuparé de esto.
– No, lo haré yo. Es mi trabajo.
Mientras sus ojos se enfrentaban en una firme batalla de voluntades, él maldijo para sus adentros a Owen Quest por hacerlos pasar por eso. Sólo tras la muerte de Owen se había dado cuenta de cómo éste lo había manipulado con su habitual astucia. Había pensado que obligándolos a estar juntos, Alex y Sheba resolverían sus diferencias, se casarían y conservarían el circo de los Hermanos Quest. Owen nunca había conocido realmente la naturaleza de ellos dos. Y, por supuesto, Owen no había contado con que una raterilla llamada Daisy Devreaux echara a perder sus planes.
Heather caminó al lado de Alex, frunciendo el ceño ton ansiedad.
– No ha sido mucho dinero. Sólo doscientos dólares. Él deslizó el brazo alrededor de los hombros de la joven y le dio un apretón.
– Quiero que te mantengas apartada de esto, Heather. ¿Me has comprendido?
Ella levantó la vista y lo miró con preocupación.
– No vas a darle latigazos, ¿verdad, Alex? Es lo que dijo mi hermano. Dijo que le ibas a dar latigazos.
Las voces espabilaron a Daisy. Levantó la cabeza d las rodillas y se dio cuenta de que se había quedado dormida sentada en el suelo delante de la jaula de Sinjun. Mientras se desperezaba, recordó el dolor que había experimentado y la extraña sensación de afinidad con el tigre. Qué extraño. Debía haberlo soñado, aunque todo aquello le había parecido muy real.
Miró a la jaula. Sinjun había levantado la cabeza, había bajado las orejas y tenía las marcas blancas a la vista. Siguió la dirección de su mirada y vio que Alex se acercaba a ella, con Sheba y Heather a la zaga. Se puso de pie lentamente.
– ¿Dónde está? -exigió Sheba.
– Yo me encargaré de esto -dijo Alex.
Daisy sintió un atisbo de temor al ver la expresión fría y resuelta en la cara de su marido. Sinjun comenzó a pasearse intranquilo por la jaula.
– ¿Encargarte de qué? ¿Qué ha pasado?
Sheba la miró con desprecio.
– No te molestes en hacerte la inocente. Sabemos que tú robaste el dinero, así que devuélvelo. ¿O ya lo has escondido en alguna parte?
Sinjun gruñó por lo bajo.
– No he escondido nada. ¿De qué estás hablando?
Alex se pasó el látigo enroscado de una mano a otra.
– Faltan doscientos dólares del cajón de la recaudación, Daisy.
– Eso es imposible.
– Es cierto.
– Yo no los he cogido.
– Eso está por verse.
Daisy no podía creer lo que estaba ocurriendo.
– No soy la única que estuve allí. Tal vez Pete vio algo. Fue quien me sustituyó cuando fui a probarme los maillots.
Sheba se acercó más.
– Te estás olvidando de que conté el dinero justo después de que volvieras a tu puesto. Estaba todo. Los doscientos dólares desaparecieron después de marcharme.
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