«¿Adonde iré?», se preguntó. No tenía ningún lugar al que ir. Oyó el rugido de Sinjun y miró hacia su jaula, pero el camión del agua le bloqueaba la vista.

– Te daré dinero para que puedas mantenerte hasta que encuentres trabajo.

– Eso es lo que te pedí en la limusina y no aceptaste. ¿Por qué lo haces ahora?

– Le prometí a tu padre que te daría una oportunidad. He mantenido mi palabra.

Dicho lo cual, él se dio la vuelta para dirigirse a la caravana, seguro de que ella lo seguiría. Esa arrogante seguridad atravesó el dolor de Daisy y lo transformó en un ramalazo de ira, tan extraña en su tranquila naturaleza que la joven apenas reconoció lo que era. Él estaba tan convencido de su derrota que ni siquiera dudaba del hecho de que fuera a rendirse.

«¿Iba a rendirse?»

Miró a la pala tirada sobre la rampa. Tenía abono seco pegado al mango y a la paleta, lo que atraía a un enjambre de moscas. Mientras la miraba, se dio cuenta de que esa pala, sucia, era como todas las malas decisiones que había tomado en su vida.

Con un sollozo entrecortado la recogió con rapidez y se metió dentro del remolque. Contuvo la respiración y deslizó la pala bajo el montón de paja más próximo, recogió una paletada y con brazos temblorosos la llevó hasta la carretilla. Los pulmones le ardieron por el esfuerzo. Aspiró aire fresco y casi se atragantó con aquel pestilente olor. Sin darse tiempo para pensar, fue a por el siguiente montón y luego a por el siguiente. Comenzaron a dolerle los brazos, pero no se detuvo.

Las botas de Alex resonaron pesadamente en la rampa.

– Para, Daisy, y sal de ahí ya. Ella tragó saliva intentando desatascar el nudo de su garganta.

– Vete.

– No podrás sobrevivir aquí. Tu obstinación sólo pospondrá lo inevitable.

– Es posible que tengas razón. -Perdió la batalla por contener las lágrimas y éstas se le deslizaron por las mejillas. Sorbió por la nariz, pero no dejó de trabajar.

– Lo único que estás consiguiendo con esto es convencerme de lo tonta que eres.

– No estoy intentando convencerte de nada y, francamente, ya no quiero hablar más. -Con un trémulo sollozo, levantó otro pesado montón y, sin apenas fuerzas, consiguió llevarlo hasta la carretilla.

– ¿Estás llorando?

– Vete.

Él entró y se puso delante de ella.

– Sí, estás llorando.

– Perdona, pero me estás interrumpiendo -dijo Daisy con voz trémula.

Él trató de quitarle la pala, pero ella la apartó a un lado antes de que pudiera cogerla. Un arranque de cólera alimentado por la adrenalina le dio la fuerza suficiente para deslizar la pala bajo otro montón de paja y amenazar con arrojárselo.

– ¡Vete! ¡Lo digo en serio, Alex! Si no me dejas en paz te lo echaré encima.

– No te atreverás.

A Daisy le temblaban los brazos y las lágrimas le caían desde la barbilla a la camiseta, pero sostuvo la mirada de Alex sin rendirse.

– No deberías desafiar a alguien que no tiene nada que perder.

Alex se quedó inmóvil por un momento. Luego meneó lentamente la cabeza y retrocedió.

– De acuerdo, pero sólo lo estás haciendo más difícil para ti.

La joven tardó dos horas en limpiar el remolque. Bajar la pesada carretilla por la rampa fue lo más difícil. Se le volcó la primera vez que lo intentó y tuvo que recogerlo todo de nuevo. Había seguido llorando todo el tiempo, pero no se detuvo. De vez en cuando levantaba la cabeza y veía a Alex, que la observaba con esos ojos dorados, pero lo ignoró. Los hombros y los brazos le dolían demasiado, pero apretó los dientes y se obligó a seguir.

Cuando terminó de limpiar con la manguera el interior del camión, la camiseta y los vaqueros que Alex le había comprado dos días antes estaban cubiertos por una capa de porquería que parecía formar parte de ellos. Tenía el pelo alborotado alrededor de la cara y se le habían roto las uñas. Examinó el trabajo intentando sentir orgullo por lo bien que lo había hecho, pero lo único que sintió fue un cansancio mortal.

Se apoyó en la puerta del camión. Desde aquella ventajosa posición, en lo alto de la rampa, podía ver a los elefantes encadenados cerca de la carretera para anunciar que el circo estaba allí.

– Baje, señorita -dijo Digger. -El día no ha terminado todavía.

Daisy bajó por la pendiente cojeando sin apartar la vista de los elefantitos que estaban, sin atar, a unos quince metros.

Digger los llamó por señas.

– Hay que llevarlos a abrevar. Use esto para empujarlos, cláveselo en los costados. -Le señaló un palo de casi dos metros con un pincho en el extremo, luego se acercó a los pequeños elefantes (que debían de pesar cerca de una tonelada cada uno). Combinando las órdenes y la voz con unos ligeros golpecitos del pincho, Digger los hizo ponerse en movimiento hacia un tanque lleno de agua. Daisy se mantuvo tan alejada de ellos como le fue posible, con el corazón latiéndole con fuerza por el miedo.

El hombre volvió la mirada hacia ella.

– Así es como debe hacerlo.

Daisy se acercó poco a poco, diciéndose a sí misma que, a pesar de su tamaño, aquellas bestias eran sólo unos bebés. Al menos no eran unos desagradables perritos.

Observó que algunos bebían directamente de la artesa, mientras que otros aspiraban el agua con la trompa y luego se la llevaban a la boca. Digger notó que ella se mantenía apartada.

– No le darán miedo, ¿verdad, señorita?

– Por favor, tutéame.

– No debes dejar nunca que los animales perciban tu miedo.

– Eso me ha dicho todo el mundo.

– Tienes que demostrarles quién es el jefe. Enseñarles que eres tú la que manda.

Él golpeó a uno de los animales, haciendo que se echara a un lado para que pudieran pasar los demás. Desde lo alto de las gradas, durante el espectáculo, Daisy había encontrado preciosos a los elefantitos, con esas orejas blanditas, aquellos encantadores rabitos y las expresiones solemnes, pero ahora le daban muchísimo miedo.

Daisy había visto cómo manejaba Neeco Martin a los adultos (los machos, se recordó a sí misma, aunque hubiera jurado que todas eran hembras). Hizo una mueca cuando Digger golpeó con fuerza a uno de ellos. Puede que ella no fuera amante de los animales, pero al ver aquello se revolvió por dentro. Los elefantes no habían nacido para vivir en un circo y nadie debería tratarlos tan brutalmente por no seguir las reglas de los hombres, en especial cuando dichas reglas iban contra sus instintos.

– Tengo que ayudar a Neeco a pasear a los elefantes -dijo Digger. -Encárgate de llevar a los elefantitos hasta la estaca. Iré dentro de unos minutos para ayudarte a atarlos.

– ¡Oh, no! No, no creo que… -Aquel de allí es Puddin. Ése es Tater. El del fondo es Pebbies y este de aquí es Bam Bam, lo llamamos Bam para abreviar. Dale ahora a Pebbies con el pincho. Tienes que enseñarle modales. -Le ofreció el pincho a Daisy y se alejó.

Daisy miró con consternación aquella arma del diablo. Bam abrió la boca, Daisy no supo si lo hacía para bostezar o para pegarle un bocado, y se echó hacia atrás. Dos de los elefantes metieron la trompa en el abrevadero.

«Ahora sí que me voy a rendir», pensó ella. Había conseguido limpiar el camión, pero no lograría acercarse a los elefantes. Había alcanzado su límite.

A lo lejos vio a Alex observándola, vigilándola como un buitre acecha a su presa antes de saltar sobre ella.

Ella se estremeció y dio un paso indeciso hacia los elefantitos.

– Eh… venga, amiguitos. -Temblorosamente señaló la estaca con el pincho.

Bam (o quizá fuera Pebbies) levantó la cabeza y le lanzó una mirada de desdén.

Ella se acercó con inquietud.

– Por favor, no me deis más problemas. Ha sido un día terrible.

Tater levantó la trompa de la artesa y giró la cabeza hacia ella. A continuación Daisy recibió un chorro de agua fría en la cara.

– ¡Aaah! -Gritó dando un salto atrás.

Tater salió disparado aunque, por supuesto no hacia la estaca, sino hacía los remolques.

– ¡Vuelve! -gritó ella, frotándose la cara. -¡No hagas eso! ¡Por favor, vuelve!

Neeco se acercó corriendo con una larga barra metálica con un aguijón en forma de U en el extremo. Lo dirigió hacia Tater, escogiendo un punto detrás de la oreja. El elefante dio un fuerte chillido de dolor; se detuvo en seco y se giró inmediatamente hacia la estaca. Los demás elefantes lo siguieron con rapidez.

Daisy miró a los animales antes de volverse hacia Neeco.

– ¿Qué le has hecho?

Él se pasó la barra metálica de una mano a otra y se apartó el largo cabello rubio de la cara.

– Es una picana. Lanza descargas eléctricas. No la uso a menos que sea necesario, pero ellos saben que la utilizaré si no se comportan correctamente.

Daisy miró la picana con desagrado.

– ¿Les das descargas? ¿No te parece que es una medida muy drástica?

– Cuando se trabaja con animales no se puede ser sentimental. Puede que los quiera mucho, pero no soy estúpido. Tienen que saber quién es el que manda, quién lleva aquí la voz cantante.

– Neeco, esto no es para mí. Ya le he dicho a todo el mundo que los animales me dan miedo, pero nadie me hace caso.

– Acabarás por superarlo. Sólo necesitas pasar algún tiempo con ellos. No les gustan las personas ni los ruidos inesperados, así que tienen que verte venir. -Le quitó el pincho de la mano y le dio la picana a cambio. -Si te ven con ella te respetarán más. Los pequeños son fáciles de controlar; un par de descargas rápidas si no te hacen caso y listo. Cuando uses el pincho, apunta detrás de las orejas, es donde más les molesta.

Ella sintió como si estuviera siendo obligada a sujetar algo obsceno. Miró a los elefantitos y vio que Tater le devolvía la mirada. El animal observó la picana y, aunque tal vez fuera cosa de su imaginación, Daisy pensó que parecía decepcionado.

Cuando Neeco se marchó, ella se acercó a los animalitos tosiendo para no sorprenderlos. Ellos levantaron la cabeza y se removieron inquietos al ver lo que llevaba en la mano. Bam abrió la boca y emitió un fuerte barrito de tristeza.

Debían de estar acostumbrados a que les dieran descargas eléctricas. Daisy pensó lo mucho que comenzaba a desagradarle Neeco Martin. Más que incrementar la confianza en sí misma, la picana hacía que se sintiera incómoda. No importaba lo mucho que le asustaran los animales, jamás podría hacerles daño, así que dejó el artilugio detrás de una bala de heno.

Miró con anhelo la caravana de Alex. Sólo tres días antes la había considerado repugnante, pero ahora le parecía el lugar más acogedor del mundo. Se recordó a sí misma que si había podido limpiar el remolque, también podía sobrevivir a eso.

Se acercó a las bestias de nuevo, esta vez sin la picana. Ellos la observaron durante un momento. Satisfechos de que ella ya no supusiera una amenaza, se dedicaron a remover el heno.

Todos salvo Tater. ¿Sería cosa de su imaginación o él le estaba realmente sonriendo? ¿Y no tenía esa sonrisa cierto toque diabólico?

– Elefantes bonitos. Elefantitos b-bonitos -canturreó ella. -Daisy es buena. Daisy es muuuuuy buena.

Pebbies y Bam levantaron la cabeza y se miraron el uno al otro, y ella hubiera jurado que incluso habían puesto los ojos en blanco. Tater, mientras tanto, levantó un fardo de heno y lo dejó caer sobre su lomo. Aunque los demás elefantes continuaron observándola, Tater no estaba molesto por la presencia de la joven. Parecía el más sociable de todos.

El animal dejó caer otro fardo de heno sobre su lomo. Daisy se acercó unos pasos más, hasta que sólo hubo tres metros entre ellos. Tater comenzó a resollar en la paja.

– Tater bonito. Tater es un elefantito muy bonito. -Se acercó a él unos centímetros más, susurrándole tonterías como si fuera un bebé de verdad. -Niño bonito. Sé bueno. -Comenzó a temblarle la voz. -Tater tiene que ser más educado. -Estaba tan cerca que podía palmearle la trompa, y Daisy sintió la piel húmeda y pegajosa por el sudor. -A Tater le gusta Daisy. Daisy es amiga de Tater. -Alargó la mano lentamente, obligándose a hacerlo centímetro a centímetro, diciéndose a sí misma que los elefantes no comían personas, tan sólo… «¡Zas!»

El elefantito le plantó la trompa en el pecho y la tiró al suelo. La joven cayó con tal fuerza que vio las estrellas. El dolor le subió por el costado izquierdo. La vista se le aclaró justo a tiempo de observar cómo el elefante levantaba la trompa y emitía un grito de inequívoca victoria.

Daisy se quedó allí sentada, demasiado deprimida para levantarse. Las florecitas de las sandalias centelleaban como estrellas plateadas ante sus ojos. Levantó la cabeza y vio que Bathsheba Quest la miraba desde detrás de unas gafas de sol. Sheba llevaba un ceñido top blanco, unos pantalones cortos a juego y un cinturón de color lavanda. Cargaba sobre la cadera a un bebé de pelo oscuro, un niño que Daisy recordaba haber visto con uno de los hermanos Tolea y su mujer. Sheba bajó la mirada hacia ella, luego se colocó las gafas de sol en la coronilla, retirándose el pelo lo suficiente para dejar a la vista unos pendientes púrpura con brillantes en forma de estrellas.