Algunas veces Daisy pensaba que había soñado aquel apasionado beso que habían compartido. Ahora a ni siquiera se tocaban, salvo en esas ocasiones en las que se quedaba dormida en la camioneta y se despertaba acurrucada contra él. Cuando eso ocurría se apartaba de un salto, sólo para sentir la intensa energía sexual que existía entre ellos, tan palpable como la brisa que entraba en la camioneta.

O puede que todo eso fuera cosa de su imaginación. Tal vez Alex no se sentía atraído por ella. ¿Cómo iba a encontrar atractiva a una chica con las manos llenas de ampollas, la nariz quemada por el sol y los codos llenos de costras, que no vestía otra cosa que ropa de trabajo sucia? En algún momento de la última semana había dejado de maquillarse hasta la hora de la función. Durante el día se recogía el pelo en una coleta, con algunos rizos sueltos que le caían sobre el cuello y las mejillas. En sólo dos semanas había abandonado las costumbres de toda una vida.

Ni siquiera sabía quién era cuando se miraba en el espejo.

Siempre estaba cansada. Se quedaba dormida en el sofá antes de medianoche, pero luego, una vez que Alex entraba en la caravana, le resultaba imposible volver a dormirse. Daba igual lo que hiciera, daba vueltas durante horas hasta que finalmente caía en un sueño intranquilo y se despertaba sin haber descansado. Se sentía agotada, confundida e increíblemente sola.

Como todos creían que era una ladrona, continuaban haciendo todo lo posible para evitarla y, por otro lado, tampoco había mejorado la relación con los elefantes. Tater todavía se comportaba como si lo hubiera traicionado. Varias veces llegó a considerar la posibilidad de ponerse perfume, pero la asustaba todavía más el cariño del elefantito que su odio. Cuando Neeco y Digger estaban cerca, el animal la dejaba tranquila, pero, si no estaban a la vista, buscaba cualquier oportunidad para arrojarla al suelo; la derribó tantas veces que Daisy tenía magulladuras por todas partes.

Los otros elefantes se dieron cuenta enseguida de que era una presa fácil y la convirtieron en el blanco de todas sus travesuras. La rociaban con agua, le chillaban y la tiraban al suelo si se acercaba demasiado. Lo peor era ver cómo esperaban a que se aproximara a ellos antes de divertirse a su costa. Neeco le decía que, como se negaba a usar el pincho, tenía lo que se merecía y que jamás vencería.

Aunque se mantuvo alejada de Sinjun y averiguó más cosas de él por lo que les oyó a los demás. Era un tigre viejo, tenía unos dieciocho años y fama de arisco. Según Digger, ninguno de sus entrenadores había conseguido ganar su confianza, y todos lo consideraban imprevisible y peligroso.

Como su marido.

Alex la confundía de tal manera que no sabía qué pensar de él. Tan pronto se comportaba como un monstruo sádico como aparecía por el camión de los elefantes con unos nuevos guantes de trabajo para ella o una gorra de béisbol para que no se quemara con el sol. Y, más de una vez, llegó justo a tiempo de bajar una carretilla cargada de estiércol por la rampa antes de que Daisy tuviera ocasión de hacerlo. Sin embargo, la mayor parte del tiempo sólo parecía sentir pena por ella.

Era un día insoportablemente cálido para estar sólo a mediados de mayo. La temperatura superaba los treinta y cinco grados y la espesa humedad dificultaba la respiración. De nuevo instalaron el circo en un aparcamiento, en un pequeño pueblo al sur de Richmond, y el asfalto negro intensificaba el calor. Los elefantes ya habían conseguido tirar a Daisy dos veces ese día y, la segunda vez, se raspó el codo. Para empeorar las cosas, todos los miembros del circo parecían disfrutar de un tiempo de relax excepto ella.

Brady y Perry Lipscomb estaban sentados a la sombra del toldo de la caravana Airstream de la familia Pepper, tomando una cerveza fría y escuchando un partido de béisbol en la radio. Jill se rociaba con agua mientras el tomaba el sol recostada en una silla con el último ejemplar del Cosmopolitan en las manos. Incluso Digger echaba una siesta a la sombra.

– ¡Daisy, mueve el culo y ocúpate del heno! -le ordenó Neeco a gritos desde la puerta de la caravana de los equilibristas, luego rodeó los hombros de Charlene con el brazo. Algunas veces, desde que se habían enfrentado por el pincho, Neeco la trataba con hostilidad. Le encargaba los trabajos más duros, y la hacía trabajar durante horas interminables, hasta que llegaba Alex y le decía que ya había sido suficiente por ese día.

Cuando comenzó a mover el heno, le ardía cada músculo del cuerpo. Tenía la camiseta empapada de sudor y un roto en el hombro; sus vaqueros parecían no haber visto una lavadora en semanas, y la suciedad, el heno y el abono se le pegaban a cada centímetro de su húmeda piel. Tenía el pelo enredado y las uñas tan quebradas como su espíritu.

Al otro lado del recinto, Sheba tomaba un refresco y se pintaba las uñas de los pies. A Daisy le goteaba el sudor por los ojos, haciendo que le picaran, pero tenía las manos demasiado sucias para enjugarse la cara.

– ¿Quieres apresurarte, Daisy? -gritó Neeco, mientras Charlene soltaba una risita tonta. -Está entrando otra carga.

Algo dentro de Daisy explotó. Estaba harta de ser el chivo expiatorio de todos. Estaba cansada de que los elefantes la tiraran y de que los seres humanos la despreciaran.

– ¿Sabes qué te digo? ¡Que lo hagas tú mismo! -Arrojó al suelo el rastrillo y se alejó con paso airado. Ya había tenido suficiente. Iba a buscar a Alex y a exigirle que le comprara ese billete de avión. Nada podía ser tan malo como eso.

Un gran rugido resonó en el recinto. En ese momento, le comenzó a arder la piel y su deshidratada garganta clamó por agua. Vio una manguera enganchada al camión del agua, que serpenteaba hasta la zona de las fieras. Corrió hacia ella, presa del pánico porque jamás se había sentido tan acalorada.

Una vez más oyó el rugido, y le sorprendió ver a Sinjun en su jaula cociéndose bajo el sol. Oleadas de calor rebotaban contra el asfalto, y las rayas naranjas y negras del tigre parecían brillar débilmente.

No todos los animales estaban debajo de la carpa de las fieras. Algunos estaban en una pequeña zona cercada entre la carpa de los animales y el circo. Chester, un camello de aspecto enfermizo, no estaba demasiado lejos de allí, al lado de Lollipop, una llama de ojos somnolientos. Un gran toldo de nailon blanco, un tanto gastado, les daba sombra; pero nada protegía a Sinjun del sol inclemente que lo golpeaba a través de los barrotes de la jaula. Igual que ella, Sinjun parecía haber sido escogido para que los demás abusaran de él.

El animal clavó los ojos en Daisy con amarga resignación, sin siquiera molestarse en mover las orejas. Detrás de él, la llama emitió un sonido extraño, pero el camello no le hizo ni caso. El calor del asfalto traspasaba la suela de las deportivas de Daisy y le quemaba los pies. Le goteaba el sudor entre los pechos. Los ojos de Sinjun le taladraron el alma. «Calor. Tengo calor.»

Daisy odiaba ese lugar donde los animales se exhibían en jaulas. El extraño sonido de la llama reverberó en sus oídos. Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto por el olor a moho del toldo de nailon. Instintivamente dio un paso atrás, intentando alejarse del sol, y de esos tristes animales, del horrible calor y de ese olor nauseabundo. Pisó un charco. Miró hacia abajo y vio una fuga en la manguera que llevaba el agua al abrevadero.

Sin ni siquiera pensar lo que estaba haciendo, corrió hacia donde la manguera se conectaba a la boquilla de latón. La tomó y cortó el flujo del agua. Hasta que sólo cayeron unas gotas en sus manos.

Entrecerró los ojos ante el resplandor que se reflejaba en el sucio toldo blanco y sintió los ojos de Sinjun quemándola, derritiéndole la piel.

«Calor. Tengo tanto calor.»

Daisy miró el agua fría que le goteaba en las manos. Accionó la boquilla de nuevo, levantó la manguera y comenzó a rociar agua fría en la jaula de tigre.

¡Sí!

Al momento sintió el alivio del animal en su propio cuerpo.

– ¡Eh! -Digger se acercó a ella corriendo tan deprisa como sus artríticas rodillas se lo permitían. -¡Detente, Daisy! Para de una vez, ¿me has oído?

El tigre le enseñó los dientes al anciano. Daisy se giró con rapidez y lanzó el chorro de agua fría al hombre, mojándole la mugrienta camisa de trabajo.

– ¡No te acerques!

Digger se detuvo.

– ¿Qué estás haciendo? ¡Vas a matar al tigre! A los felinos no les gusta el agua.

Volvió a dirigir el chorro al tigre y sintió un fresco alivio en los huesos, como si estuviera mojándose ella misma.

– A éste sí.

– ¡Te he dicho que te detengas! No puedes hacer eso.

– A Sinjun le gusta. Míralo, Digger.

Cierto, en vez de alejarse del agua, el tigre se recreaba en ella, permaneciendo inmóvil bajo el chorro. Mientras continuaba mojando al felino, Daisy quiso decirle a Digger que eso no habría sido necesario si él hubiera hecho mejor su trabajo, pero sabía que el pobre hombre no podía hacer más de lo que hacía y se mordió la lengua.

– ¡Dame eso!

Neeco se había plantado detrás de ella y alargó el brazo para quitarle la manguera de la mano. Pero Daisy va estaba harta de Neeco Martin y no dejó que se la arrebatara.

El agua cambió de dirección. Daisy soltó un jadeo al sentir toda la fuerza del chorro en la cara, pero no soltó la manguera.

Él le retorció la muñeca.

– ¡Detente, Daisy! Dame la manguera.

El rugido enloquecido de Sinjun vibró a través del pesado aire de la tarde, ahogando por completo el alboroto habitual del circo. La jaula tembló cuando Sinjun lanzó su enorme cuerpo contra los barrotes, casi como si estuviera intentando llegar a Neeco para protegerla. Alarmado, el domador soltó la muñeca de Daisy y se volvió hacia los rugidos.

Sinjun aplanó las orejas contra la cabeza y le siseó al hombre. Daisy le arrancó de un tirón la manguera.

– Condenado tigre loco -masculló Neeco. -Alguien debería haberlo doblegado hace años.

Daisy envió otro chorro de agua a la jaula. Con más seguridad de la que sentía, le dijo:

– No le gusta que te metas conmigo.

– Mira eso, Neeco -dijo Digger. -A ese cabrón le gusta el agua.

– ¿Qué coño pasa aquí?

Todos se volvieron hacía Alex, que se acercaba a ellos. Daisy se limpió los ojos con la manga de la camisa sucia mientras seguía apuntando el chorro de agua hacia la jaula del tigre.

– Daisy ha decidido duchar a Sinjun -dijo Neeco.

– ¿Duchar a Sinjun? -Alex la observó con esos inescrutables ojos rusos.

– Sinjun tenía calor -explicó ella débilmente. -Quería que lo refrescara.

– ¿Te lo ha dicho él?

Daisy estaba demasiado agotada para responder. Además, ¿cómo podía explicarle que Sinjun se había comunicado con ella? Ni siquiera ella podía comprender esa especie de conexión mística que parecía tener con el tigre.

Dirigió el chorro del agua al barro que se había acumulado en el fondo de la jaula.

– Estas jaulas están asquerosas. Habría que limpiarlas con más frecuencia.

Digger se mostró ofendido.

– Yo no puedo con todo. Si crees que las jaulas están asquerosas, quizá deberías limpiarlas tú misma.

– Vale. Lo haré.

¿Qué estaba diciendo? Sólo unos minutos antes, había decidido irse de allí, y ahora se ofrecía voluntaria para echarse más trabajo a la espalda. ¿Cómo iba a poder encargarse de otra tarea si casi no lograba terminar las que le asignaban?

Alex frunció el ceño.

– Daisy, tú ya haces demasiado. Apenas te mantienes en pie y no quiero que hagas nada más.

La joven ya estaba un poco harta de que su marido le dijera lo que podía o no podía hacer.

– Ya he dicho que lo haría, y lo haré. Ahora, a menos que Neeco y tú queráis acabar tan mojados como Digger, será mejor que me dejéis sola.

La sorpresa brilló en los ojos de Alex. Neeco la presionó más.

– Daisy no consigue siquiera terminar las tareas que le asigno. ¿Cómo se va a ocupar también de las fieras?

– No lo hará -dijo Alex firmemente.

– Lo haré.

– Daisy…

– No puedes decirme lo que tengo que hacer en mi tiempo libre.

– No tienes tiempo libre -le recordó.

– Entonces supongo que tendré que trabajar más rápido.

Él la miró durante un buen rato. Daisy vio brillar en sus ojos algo que no pudo comprender del todo. ¿Un poco de reconocimiento? ¿Un atisbo de respeto?

– ¿De verdad quieres hacerlo? -le preguntó él.

– Sí.

– ¿Estás segura de saber lo que haces?

Ella le sostuvo la mirada sin pestañear.

– No tengo la menor idea.