La bilis la corroía por dentro. ¿Cómo podía Alex amar a esa pobre e inútil niña rica cuando no la había amado a ella?
¿No veía lo indigna que era Daisy? ¿Habría perdido Alex todo su orgullo?
En ese momento la intención de Sheba era poner en práctica el plan que hacía días que le rondaba la mente. Tenía cabeza para los negocios -siempre pensaba en lo mejor para el circo, por encima de sus sentimientos perenales, -pero lo que se le había ocurrido haría que Alex viera con otros ojos a su esposa.
Se detuvo detrás de él mientras éste estaba trajinando en la grúa de montaje del circo. La camiseta húmeda K le pegaba a los firmes músculos de la espalda. Recordó el tacto de esa piel tensa bajo las manos, pero en lugar de excitarla ese recuerdo hizo que sintiera asco de sí misma. Sheba Quest, la reina de la pista central, le había robado a ese hombre que la amara y él la había rechazado. El rencor hizo que se le revolviera el estómago.
– Tenemos que hablar sobre tu número.
Él cogió un trapo grasiento y se limpió las manos con él. Alex siempre había sido un mecánico de primera y reparar la grúa no era un problema para él, aunque hora mismo Sheba no sentía ningún tipo de gratitud por el dinero que le ahorraba.
– Dime.
La mujer levantó la mano para protegerse los ojos del sol, tomándose su tiempo, haciéndole esperar. Tardó un buen rato en hablar.
– Deberías hacer algún cambio. No lo has hecho desde la última gira y aún queda demasiada temporada para seguir repitiendo lo mismo.
– ¿Qué has pensado?
Sheba cogió las gafas de sol con las que se retiraba d pelo de la cara.
– Quiero que Daisy intervenga en tu número.
– Olvídalo.
– ¿Crees que no podrá hacerlo?
– Sabes muy bien que no.
– Bueno, pues tendrá que hacerlo. ¿O es que ahora es ella quien lleva los pantalones en tu casa?
– ¿Qué pretendes, Sheba?
– Daisy es ahora una Markov. Es hora de que comience a comportarse como tal.
– Eso es asunto mío, no tuyo.
– No mientras yo siga siendo la dueña del circo, Daisy sabe cómo meterse al público en el bolsillo y tengo intención de aprovecharlo. -Le dirigió a Alex una larga y dura mirada. -Quiero que actúe en el espectáculo, Alex, te doy dos semanas para prepararla. Si se niega a hacerlo recuérdale que, si quiero, todavía puedo denunciarla.
– Estoy harto de tus amenazas.
– Entonces limítate a pensar en lo que es mejor para el espectáculo.
Alex terminó de reparar la grúa y se dirigió a la caravana para lavarse las manos llenas de grasa. Mientras tomaba el cepillo de las uñas y el jabón de debajo del fregadero, se obligó a reconocer que Sheba tenía razón. Daisy sabía cómo camelar al público y, aunque no había querido admitirlo antes, ya había pensado en incluirla en el número. Su reticencia provenía de lo difícil que sería entrenarla.
Todas las ayudantes con las que había trabajado en el pasado habían sido artistas con experiencia y no les daban miedo los látigos. Pero Daisy sentía terror. Si se sobresaltaba cuando no debía…
Ahuyentó ese pensamiento. Podía entrenarla para que no se sobresaltase y permaneciese completamente inmóvil. Su tío Sergey lo había entrenado a él y lo había hecho tan bien que incluso cuando la función terminaba y aquel pervertido hijo de puta lo hostigaba por alguna ofensa imaginaria, Alex no había movido ni un solo músculo.
Su mente había recorrido aquel tortuoso camino de su infancia más veces de las que quería recordar y no quería remover aquella mierda otra vez, así que apartó un lado aquellos viejos recuerdos. Había otra ventaja en utilizar a Daisy como ayudante, una más importante que el simple hecho de cambiar el número, le daría a él una razón válida para mandarle menos trabajo, una razón contra la que ella no podría discutir.
Aún no podía creer que Daisy se hubiera negado a permitir que le facilitara las cosas. Esa mañana Alex había vuelto a insistir, pero algo en la expresión de su esposa lo había hecho desistir. El trabajo era importante para ella; se había dado cuenta de que Daisy lo consideraba una especie de prueba de supervivencia.
Pero a pesar de lo que ella pensaba, él no tenía intención de permitir que acabara agotada. Lo supiera Daisy o no, actuar en la pista central con él era mucho menos duro que recoger estiércol de elefante. O limpiar jaulas.
Mientras se lavaba las manos y se las secaba con una toalla de papel, recordó lo frágil que la había sentido bajo ellas la noche anterior. La manera de hacer el amor de su esposa había sido tan buena que lo asustaba. No se lo había esperado, nunca se hubiera imaginado que Daisy tuviera tantas facetas: inocente y tentadora, infantil e insegura, agresiva y generosa. Había querido conquistarla y protegerla al mismo tiempo, y ahora estaba jodidamente confundido.
Al otro lado del recinto, Daisy salió del vagón rojo. A Alex no le agradaría descubrir que había hecho un par de llamadas a larga distancia con su móvil, pero ella estaba más que satisfecha con lo que había aprendido del guardián del zoo de San Diego. El hombre le había sugerido algunos cambios que ella intentaría llevar a cabo: tenía que reajustar la dieta de los animales, darles vitaminas extras y cambiar los horarios de alimentación.
Caminó hacia la caravana, donde había visto dirigirse a su marido unos minutos antes. Al terminar las tareas en la casa de fieras había ido a echarle una mano a Digger, pero el hombre le había dicho con un gruñido que no necesitaba su ayuda, así que Daisy había decidido aprovechar esas horas libres para ir a la biblioteca de la localidad. La vio al pasar por el pueblo y quería investigar un poco más sobre los animales. Pero antes tenía que conseguir que Alex le dejara las llaves de la camioneta, cosa que, hasta entonces, no había conseguido.
Cuando ella entró en la caravana, él estaba delante del fregadero lavándose las manos. La atravesó una especie de vértigo absurdo. Alex era demasiado grande para un lugar tan estrecho y Daisy pensó que aquella oscura presencia que él poseía parecía mucho más adecuada para vagar por un páramo inglés del siglo XIX que para viajar con un circo itinerante del siglo XX. Alex se volvió y ella contuvo el aliento ante el impacto de esa mirada color ámbar.
– ¿Podrías dejarme las llaves de la camioneta? -dijo Daisy cuando recuperó la voz. -Tengo que hacer unos recados.
– ¿Vas a ir a comprar tabaco?
– Por si no te has dado cuenta, he dejado de fumar.
– Estoy orgulloso de ti. -Alex lanzó la toalla de papel a la basura y Daisy observó cómo la camiseta se le pegaba al pecho húmedo de sudor. Tenía una mancha de grasa en el brazo. -Te llevaré dentro de una hora o así.
– Puedo ir sola. Esta mañana vi una lavandería al lado de la biblioteca del pueblo. He pensado que podría hacer la colada y, al mismo tiempo, pillar algún libro. ¿Te parece bien?
– Genial. Pero prefiero llevarte yo.
– ¿Tienes miedo de que te robe la camioneta?
– No. Es sólo que… la camioneta no es mía. Es del circo y no creo que tú debas conducirla.
– Soy una conductora excelente. No voy a darle ningún golpe.
– Eso no puedes asegurarlo.
Daisy tendió la mano decidida a salirse con la suya.
– Por favor, dame las llaves.
– Te acompañaré y aprovecharé para coger un libro de la biblioteca.
Ella le dirigió su mirada más intimidante.
– Las llaves, por favor.
Él se frotó la barbilla con los dedos como si considerase la idea.
– Hagamos un trato. Desabróchate la camisa y te daré las llaves.
– ¿Qué?
– Es mi mejor oferta. O la tomas o la dejas.
Al observar el brillo divertido en los ojos de Alex, Daisy se preguntó cómo alguien tan serio podía tener una naturaleza tan juguetona cuando se trataba de sexo.
– ¿De verdad esperas que yo…?
– Aja. -Alex se apoyó en el fregadero y se cruzó de brazos, esperando.
Una ardiente llamarada de excitación atravesó el cuerpo de Daisy al ver el deseo en los ojos de Alex. No estaba segura de estar preparada para otro encuentro sexual con él, pero por otra parte… ¿qué daño podía hacerle jugar un rato? La humedad de la blusa le recordó que llevaba toda la mañana trabajando y que estaba sucia. Aunque por otro lado, él también lo estaba y, después de todo, sólo retozarían un poco. Entonces ¿qué importaba lo demás?
Lo miró por encima del hombro con un gesto altivo.
– No acostumbro a utilizar mi cuerpo como moneda de cambio. Es ofensivo.
– Siento que pienses así. -Sacó las llaves del bolsillo y, con exagerada inocencia, las lanzó al aire y las cogió con la mano.
La suave piel de los pechos de Daisy se erizó bajo la húmeda camisa y los pezones se le pusieron como guijarros.
– ¿De verdad te gustaría que hiciera algo así?
– Cariño, me encantaría.
Conteniendo una sonrisa, Daisy se desabrochó lentamente el botón superior.
– Está bien, pero sólo una miradita. -Una vocecilla interior le dijo que estaba jugando con fuego, pero la ignoró.
– Con una miradita conseguirás la llave de la puerta, pero no la del contacto.
Daisy se desabrochó otro botón.
– ¿Qué tendría que hacer para conseguir la llave del contacto?
– ¿Llevas sujetador?
– Sí.
– Pues quitártelo.
Daisy sabía que debería poner fin al juego en ese momento, pero se desabrochó el siguiente botón.
– Bueno, supongo que como eres el responsable de la camioneta, es normal que pongas tú las reglas.
Se tomó su tiempo con los últimos botones. Cuando estuvieron todos abiertos, agarró las solapas de la blusa y jugueteó con ellas, tomándole el pelo, aunque sabía que lo estaba provocando.
– Quizá debería pensármelo un poco más.
– No hagas que me ponga duro. -El ronco susurro de Alex no era amenazador, pero hizo que Daisy se pusiera a temblar.
– Ya que te pones así… -abrió la blusa, mostrando un sujetador con un estampado floral.
– Quítatelo también.
Daisy se lo acarició con la mano, pero no lo abrió.
– Haz lo que te digo y nadie resultará herido.
Daisy no pudo ocultar una sonrisa mientras abría el broche. Se desprendió lentamente de las húmedas copas de encaje que le cubrían los pechos y se exhibió ante él con descarado atrevimiento, sin haberse desnudado del todo, pero con la blusa abierta y los pechos desnudos.
– Eres preciosa. -El susurrante cumplido de Alex la hizo sentir la mujer más bella del mundo.
– ¿Lo bastante para que me des la llave del contacto?
– Lo suficiente para que te dé toda la puta camioneta.
En dos pasos la tomó entre sus brazos. Alex bajó la cabeza con rapidez y le cubrió la boca con la suya, y Daisy sintió que el mundo comenzaba a girar como un loco carrusel. Él se deshizo de la camisa de Daisy fácilmente, bajándosela por los hombros; luego la agarró por las caderas y la alzó lo justo para rozarla contra las suyas. Daisy lo sintió duro y exigente, y supo que el tiempo de jugar había terminado.
La sangre rugió ardiente y necesitada en las venas de Daisy. Separó los labios para que la lengua de Alex penetrara en su boca mientras él la cogía en brazos y la llevaba a la cama donde la dejó caer sin ningún miramiento.
– Estoy sucia y sudada.
– Yo también, así que no hay problema. -Con un rápido movimiento Alex se quitó la manchada camiseta por la cabeza. -Vas demasiado vestida para mi gusto.
Daisy se deshizo de los zapatos y se desabrochó los vaqueros, pero al parecer no con la suficiente rapidez para él.
– ¿Por qué tardas tanto? -En unos instantes Alex le había arrancado la ropa para dejarla tan desnuda como él.
Los ojos de Daisy recorrieron el cuerpo de su marido, los músculos marcados, la piel morena y el vello del pecho donde resaltaba la medalla esmaltada. Tenía que preguntarle por ella. Tenía que preguntarle muchas cosas.
Cuando Alex se dejó caer junto a ella, Daisy inhaló el carnal olor a sudor, producto del trabajo duro, y se preguntó por qué no se sentía asqueada. Lo primitivo de aquel encuentro la excitaba de una manera que nunca hubiera creído posible. El desenfreno que sentía la hacía avergonzarse.
– T-tengo que ducharme.
– Después. -Alex cogió un condón del cajón de la mesilla, lo abrió y se lo puso.
– Pero estoy muy sucia.
Él le separó las rodillas.
– Quiero que disfrutes, Daisy.
Ella gimió y le mordió el hombro cuando se apretó contra ella. Su piel le supo a sal y a sudor; lo mismo que él saboreaba en sus pechos. Se le puso un nudo en la garganta.
– De verdad, Alex, tengo que ducharme.
– Después.
– Oh, Dios mío, ¿qué me estás haciendo?
– ¿Te gusta?
– ¿Te gusta a ti?
– Sí. ¿Quieres más?
– Sí, oh, sí.
Olores y sabores. Caricias. Sudor y fuerza bajo las palmas de las manos de Daisy mientras Alex embestía una y otra vez.
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