A ella se le pegó el pelo a las mejillas y una brizna de paja le hizo cosquillas en el cuello. Alex le pasó los dedos por la hendidura del trasero y la puso sobre su cuerpo, manchándole el costado con la grasa del brazo. Le aferró los muslos con las manos y la alzó sobre él.

– Móntame.

Ella lo hizo. Se arqueó y bajó con rapidez, moviéndose como le dictaba su instinto, e hizo una mueca de dolor al intentar albergarle en su cuerpo.

– Más despacio, cariño. No voy a ir a ningún sitio.

– No puedo. -Lo miró a través de una neblina de dolor y deseo y vio la cara de Alex cubierta de sudor con los labios apretados y pálidos. La suciedad oscurecía esos rudos pómulos eslavos y tenía un poco de paja en el brillante pelo negro. El sudor se deslizaba entre los pechos de Daisy. Volvió a descender sobre él y soltó un jadeo de dolor.

– Así no, cariño. Shhh… más despacio.

Alex le deslizó las manos por la espalda y la atrajo hacia él, apretándole los pechos contra su torso, enseñándole a encontrar un nuevo ritmo.

Daisy lo abrazó con los muslos y la medalla esmaltada le arañó la piel. Se movió sobre el cuerpo masculino. Lentamente al principio, contoneándose después adorando la sensación de tener el control, de dictar el compás y la profundidad. Ahora ya no había dolor, sólo placer.

Alex le aferró las nalgas, pero dejó que siguiera a su ritmo. Daisy sabía por la tensión de esos duros músculos que a él le costaba renunciar al control. Alex le mordió en la clavícula, sin hacerle daño; como si quisiera utilizar otra parte de su cuerpo para sentirla.

Daisy se abandonó en medio del sudor y el olor almizcleño. Alex emitió unos sonidos incoherentes y ella respondió en el mismo lenguaje. Olvidaron cualquier rastro de civilización, regresando a la selva, a la caverna, al mundo primitivo; a un momento suspendido en el tiempo en el que recordaron el origen de la creación.

Daisy dejó la cama en cuanto pudo y se metió en el cuarto de baño. Mientras el agua caía sobre su cuerpo se estremeció por esa desconocida y salvaje parte de sí misma ¿Era sagrada o profana? ¿Cómo podía abandonarse de esa manera a un hombre al que no amaba? Aquella pregunta la atormentaba.

Cuando salió del baño envuelta en una toalla, con la piel limpia y el alma confusa, Alex estaba apoyado en el fregadero. Se había vuelto a poner los vaqueros sucios y sostenía una cerveza en la mano.

La miró fijamente y frunció el ceño.

– Vas a complicarlo todo, ¿verdad?

Ella cogió ropa limpia del cajón y le dio la espalda para vestirse.

– No sé a qué te refieres.

– Lo veo en tu cara. Estás dándole vueltas a lo que acaba de ocurrir.

– ¿Y tú no?

– ¿Por qué iba a hacerlo? Es sólo sexo, Daisy. Es divertido y ardiente. Y no hace falta enredarlo más.

Ella señaló la cama con la cabeza.

– ¿Te ha parecido algo sencillo?

– Ha estado bien. Eso es todo lo que importa.

Daisy se subió la cremallera de los pantalones cortos y se puso unas sandalias.

– Te has acostado con muchas mujeres, ¿verdad?

– No de manera indiscriminada, si es eso lo que quieres decir.

– ¿Ha sido así siempre?

Alex vaciló.

– No.

Por un momento, desapareció parte de la tensión de Daisy.

– Me alegro. Quiero que signifique algo.

– Lo único que significa es que, aunque nos cueste comunicarnos a nivel mental, nuestros cuerpos no encuentran ninguna dificultad para hacerlo.

– No creo que sea tan sencillo.

– Para mí sí.

– La tierra se ha movido -dijo ella suavemente. -Es algo más que dos cuerpos que se atraen.

– A veces sucede, a veces no. A nosotros nos pasa y punto.

– ¿De verdad crees eso?

– Daisy, escúchame. Si comienzas a imaginar cosas que no van a ocurrir, lo único que conseguirás es salir herida.

– No sé lo que quieres decir.

Alex la miró fijamente a los ojos y ella sintió como si estuviera mirándole el alma.

– No voy a enamorarme de ti, cariño. No ocurrirá. Me importas, pero no te amo.

Cómo herían esas palabras. ¿De verdad era amor lo que quería de él? Ciertamente, lo deseaba. Lo respetaba. ¿Pero cómo era posible llegar a amar a alguien que sentía tan poco aprecio por ella? En lo más profundo de su alma sabía que a ella le resultaría muy difícil amar a un hombre como Alex Markov. Él necesitaba a alguien tan terco y arrogante como él, alguien obstinado e imposible de intimidar, una mujer que no se echara a temblar ante todos esos oscuros ceños y que le respondiera de la misma manera. Una mujer que se sintiera como en casa en el circo, que no temiera a los animales ni el trabajo agotador. Necesitaba a Sheba Quest.

Los celos la inundaron. Aunque reconocía la lógica de que Alex y Sheba eran perfectos el uno para el otro, su corazón rechazaba la idea.

Vivir con él le había enseñado algo de orgullo, y Daisy irguió la cabeza.

– Lo creas o no, no me he pasado todo el tiempo pensando en cómo voy a conseguir que te enamores de mí. -Cogió la cesta de ropa que se iba a llevar a la lavandería. -De hecho, no quiero tu amor. Lo que sí quiero son las llaves de la maldita camioneta.

Las cogió del mostrador y salió corriendo hacia la puerta. Él se movió con rapidez para bloquearle el paso. Alex le quitó la cesta de las manos.

– No pretendo hacerte daño, Daisy -dijo. -Me importas. No quería que fuera así, pero no puedo evitarlo. Eres dulce y graciosa, y me encanta mirarte.

– ¿De veras?

– Aja.

Daisy alargó la mano para limpiarle con el pulgar una mancha del pómulo.

– Bueno, a pesar de que eres un hombre con muy mal genio, también me gusta mirarte.

– Me alegro.

Ella sonrió e intentó coger de nuevo la cesta de la ropa sucia, pero él no se la dio.

– Antes de que te vayas… Sheba y yo hemos hablado. A partir de ahora tendrás una nueva tarea.

Ella lo miró con cautela.

– Ya estoy ayudando con los elefantes y con las fieras. No creo que tenga tiempo para hacer nada más.

– A partir de ahora, ya no te encargarás de los elefantes, y Trey se hará cargo de la casa de fieras.

– Los animales son responsabilidad mía.

– Bien. Puedes supervisarlo si quieres. El hecho es, Daisy, que le gustas al público y Sheba quiere aprovecharse de ello. Actuarás conmigo. -Ella clavó los ojos en él. -Comenzaré a entrenarte mañana.

Daisy se dio cuenta de que le rehuía la mirada.

– ¿Entrenarme para que haga qué?

– Tu trabajo consistirá en estar quieta y hermosa.

– ¿Y qué más?

– Tendrás que ayudarme. No será difícil.

– Ayudarte. ¿A qué te refieres con eso de ayudarte?

– Sólo eso. Lo hablaremos mañana.

– Dímelo ahora.

– Sostendrás algunas cosas, eso es todo.

– ¿Sostenerlas? -Daisy tragó saliva. -¿Las arrancarás de mi mano?

– De tu mano -Alex hizo una pausa, -de tu boca.

Daisy palideció.

– ¿De mi boca?

– Es un truco fácil. Lo he hecho centenares de veces, y no debes preocuparte de nada. -Alex abrió la puerta y le puso la cesta en los brazos. -Si quieres pasarte por la biblioteca, será mejor que te vayas ya. Te veré más tarde.

Con un suave empujón la echó afuera. Daisy se dio La vuelta para decirle que de ninguna manera pensaba actuar en la pista central con él, pero Alex le cerró la puerta en las narices antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.

CAPÍTULO 13

– ¿Puedes intentar mantener los ojos abiertos esta vez?

Daisy notó que Alex estaba perdiendo la paciencia con ella. Estaban detrás de las caravanas, en un campo de béisbol a las afueras de Maryland, un sitio muy parecido al que habían estado los días anteriores y llevaban así casi dos semanas. La joven tenía los nervios tan tensos que estaban a punto de estallar.

Tater estaba cerca de ellos, alternando suspiros de amor por su dama con remover el barro. Después de que Daisy se hubiera enfrentado al elefantito unas semanas atrás, Tater había comenzado a escaparse para buscarla y, finalmente, Digger lo había castigado con el pincho. La joven no había podido tolerar tal cosa, así que le había dicho que ella se encargaría de cuidar al elefante durante el día cuando vagara por ahí. Todos -excepto la propia Daisy-parecían haberse acostumbrado a ver trotando a Tater detrás de ella como si fuera un perrito faldero.

– Si abro los ojos daré un respingo -señaló Daisy mientras su marido empuñaba el látigo- y me dijiste que me harías daño si daba respingos.

– Tienes el blanco tan alejado de tu cuerpo que podrías estar bailando El lago de los cisnes y ni siquiera te rozaría.

Había algo de verdad en lo que decía. El rollo de periódico que sostenía en la mano medía más de treinta centímetros y, además, ella tenía el brazo extendido. Pero cada vez que Alex agitaba el látigo arrancando un trozo del extremo, ella daba un salto. No podía evitarlo.

– Puede que mañana consiga abrir los ojos.

– En tres días estarás en la pista central. Es mejor que los abras ya.

Daisy abrió los ojos de golpe al oír la voz sarcástica y acusadora de Sheba que estaba donde Alex había dejado los látigos enroscados en el suelo. Tenía los brazos cruzados y el sol arrancaba destellos a su pelo, que brillaba como las llamas del infierno.

– Ya deberías haberte acostumbrado. -Se agachó con rapidez y cogió uno de los rollos de papel de diez centímetros que había en el suelo. Ésos eran los blancos de verdad, los que se suponía que Daisy debía sostener en la función, pero hasta ese momento Alex no había podido convencerla para que practicaran con algo que midiera menos de treinta centímetros.

Sheba comenzó a hacer rodar uno de los pequeños rollos entre los dedos como si fuera un pitillo, luego se acercó a Daisy y se detuvo a su lado.

– Quítate de en medio.

Daisy retrocedió.

Sheba miró a Alex con un destello desafiante en los ojos.

– Aprende cómo se hace.

Se puso de perfil, echó el pelo hacia atrás y se colocó el rollo entre los labios.

Por un momento Alex no hizo nada, y Daisy notó que había una vieja historia entre la dueña del circo y él, una historia de la cual Daisy no sabía nada. Parecía como si Sheba desafiara a su marido, pero ¿para que hiciera qué? Alex levantó el brazo tan repentinamente que ella apenas vio el movimiento de su muñeca.

«¡Zas!» El látigo restalló a pocos centímetros de la cara de la mujer y el extremo del rollo desapareció.

Sheba no se movió. Se mantuvo tan serena como si estuviera asistiendo a un cóctel mientras Alex agitaba el látigo una y otra vez, rompiendo un trocito de rollo cada vez. Poco a poco, lo fue acortando hasta que sólo quedó el cabo entre los labios de la mujer.

En ese momento lo cogió y se lo tendió a Daisy.

– Ahora veamos cómo lo haces tú.

Daisy reconocía un reto cuando lo veía, pero esa gente se había criado tentando al peligro. Ella no tenía que demostrar su valor, sentía que ya lo había hecho cuando se había enfrentado a Tater.

– Quizás en otro momento.

Alex suspiró y bajó el látigo.

– Sheba, esto no funciona. Continuaré haciendo el número yo solo.

– ¿Te tiene dominado, Alex? Cinco generaciones de sangre circense y le has dado el nombre de Markov a alguien que no tiene valor para entrar en la pista central contigo.

Los ojos verdes de Sheba se oscurecieron con desprecio cuando miró a Daisy.

– No te estamos pidiendo que andes por la cuerda floja ni que montes a pelo. Lo único que tienes que hacer es estar allí de pie. Pero ni siquiera eres capaz de hacerlo, ¿verdad?

– Lo siento, pero no valgo para esto.

– ¿Y para qué vales entonces?

Alex dio un paso adelante.

– Ya basta. Daisy se ha encargado de los animales aunque no tendría por qué haberlo hecho, y están en mejores condiciones que nunca.

– No la defiendas. -Daisy sintió el impacto de los ojos de Sheba con la misma intensidad que si fuera el impacto del látigo. -¿Sabes algo de la familia Markov?

– Alex no me ha hablado mucho de su pasado. -Y tampoco le había hablado mucho de su presente. Cada vez que intentaba preguntarle por la vida que llevaba fuera del circo, él cambiaba de tema. Sospechaba que había ido a la universidad y que la medalla esmaltada que llevaba colgada del cuello era una reliquia familiar, pero nada más.

– Déjalo, Sheba -le advirtió él.

Ella no le hizo caso y sostuvo la mirada de Daisy con firmeza.

– Los Markov son una de las familias más famosas en la historia del circo. La madre de Alex era la mejor montando a pelo. Alex podría haber sido un campeón ecuestre de no ser por su altura.

– A Daisy no le importa nada de eso -dijo él.

– Sí que me importa. Continúa, Sheba.