– Su madre formaba parte de la quinta generación de artistas rusos que actuaron para los zares. Lo más interesante de los Markov es que la historia de su familia se transmite a través de las mujeres. No importa con quién se hayan casado, los hombres han renunciado a su propio apellido para mantener el de Markov y pasarlo a sus hijos. Pero los hombres Markov han sido también grandes artistas con el látigo y algunos de los mejores jinetes que se hayan visto en el circo.
Alex comenzó a recoger los rollos de periódico y a meterlos en una vieja bolsa de lona.
– Vamos, Daisy. Por hoy es suficiente.
La expresión de Sheba se volvió amarga.
– Los Markov siempre han seguido la tradición y han elegido bien a sus esposas. Al menos hasta llegar a Alex. -Hizo una pausa. En sus ojos asomó un helado desprecio. -No estás a su altura, Daisy, no mereces llevar el apellido Markov.
Tras decir eso se giró y se marchó, con un paso tan regio que hizo que sus ropas desarregladas parecieran dignas de una reina.
Daisy se sintió despreciable.
– Tiene razón, Alex. No valgo para nada.
– Tonterías. -Alex enrolló los látigos y los apoyó sobre el hombro. -Sheba considera la tradición del circo tan sagrada como la religión. No le hagas caso.
Daisy miró la bolsa con los rollos de periódico. Se acercó y sacó uno con decisión.
– ¿Qué haces?
– Dar la talla como mujer Markov.
– Por el amor de Dios, suelta eso. Te he dicho que pases de ella. Sheba siempre ha tenido una visión distorsionada de la historia de los Markov. Mi tío Sergey era el mayor bastardo que he conocido en mi vida.
– Te agradezco que intentes que me sienta mejor, pero no puedo ignorar lo que ha dicho. -Caminó hacia el lugar donde habían estado practicando antes y se puso de perfil. -Estoy cansada de ser siempre la peor.
Se puso el rollito en los labios; las rodillas le temblaban más que nunca. Si Alex fallaba, le golpearía en la cara y, quizá, dejaría una cicatriz en su piel y en su alma.
– Déjalo, Daisy. -Ella cerró los ojos. -Daisy…
Ella se sacó el rollito de la boca para hablar, pero no le miró.
– Por favor, Alex, hazlo de una vez. Cuanto más me hagas esperar, más difícil será para mí.
– ¿Estás segura?
No estaba segura en absoluto, pero se puso de nuevo el rollito en la boca y cerró los ojos, rezando por no dar un brinco.
Daisy gritó cuando oyó el chasquido del látigo y sintió una corriente de aire en la cara. El sonido retumbó en sus oídos. Tater abrió la boca y soltó un barrito.
– ¿Te he dado? ¡Maldita sea, sé que no te he dado!
– No…, no…, estoy bien. Es sólo… -Respiró hondo y recogió el rollito que había dejado caer, observando que Alex había sesgado un trocito del extremo. -Es sólo que estoy un poco nerviosa.
– Daisy, no tienes por qué…
Ella se colocó el blanco de nuevo en la boca y cerró los ojos.
«¡Zas!»
Daisy gritó otra vez.
– Si sigues gritando comenzaré a ponerme nervioso -dijo Alex en tono seco.
– ¡No gritaré! Pero por Dios, no pierdas los nervios. -Cogió el rollito, era mucho más corto de lo que había sido en un principio.
– ¿Cuántas veces más?
– Dos.
– ¿¿Dos??-chilló.
– Dos.
Esta vez colocó el rollito justo en el borde de los labios.
– Estás haciendo trampa.
El sudor corría entre los pechos de Daisy cuando volvió a colocarlo. Respiró hondo.
«¡Zas!» Otra corriente de aire le agitó un mechón de pelo contra la mejilla. Casi se desmayó, pero de alguna manera logró contener el grito. Sólo una vez más. Una vez más.
«¡Zas!» La joven abrió lentamente los ojos.
– Ya está, Daisy, se acabó. Ahora sólo tendrías que saludar al público.
Estaba viva y sin marcas. Atontada, lo miró y habló con un ronco susurro.
– Lo he hecho.
Él sonrió y soltó el látigo.
– Pues claro que sí. Estoy orgulloso de ti.
Con un gran grito de alegría, corrió hacia él y se arrojó a sus brazos. Alex la atrapó automáticamente. Cuando la estrechó contra su cuerpo, una lenta oleada de calor recorrió el cuerpo de Daisy. Él debió de sentir lo mismo porque se echó atrás y la dejó en el suelo.
Daisy sabía que Alex no aceptaba que se hubiera negado a hacer el amor con él desde aquella tarde de sudor y sexo que la había perturbado tan profundamente. Su período le había dado una excusa perfecta durante unos días, pero había terminado hacía media semana. Le había pedido un poco de tiempo para aclararse las ideas y, aunque Alex había estado de acuerdo, no le había gustado nada.
– Sólo un truco más -dijo él- y luego terminamos.
– Quizá deberíamos dejarlo para mañana. -Es el truco más fácil. Venga, vamos a hacerlo antes de que pierdas el valor. Ponte dónde estabas.
– Alex…
– Venga. No te dolerá. Te lo prometo.
A regañadientes, Daisy regresó al lugar donde había estado antes.
Alex cogió el látigo más largo y lo sostuvo entre los dedos.
– Colócate frente a mí y cierra los ojos.
– No.
– Confía en mí, cariño. Esta vez tienes que tener los ojos cerrados.
Daisy hizo lo que le decía, pero entreabrió uno de los ojos para ver lo que él hacía.
– Levanta los brazos por encima de la cabeza.
– ¿Los brazos?
– Levántalos por encima de la cabeza. Y cruza las muñecas.
Ella abrió los dos ojos.
– Creo que me olvidé de decirle a Trey algo sobre la nueva dieta de Sinjun.
– Todas las mujeres Markov han hecho este truco.
Resignada, Daisy levantó los brazos, cruzó las muñecas y cerró los ojos, diciéndose a sí misma que no podía ser peor que sostener un rollito con los labios.
«¡Zas!»
Apenas había percibido el chasquido del látigo cuando sintió que éste le rodeaba y le ataba las muñecas con fuerza.
Esta vez el grito le salió del alma. Dejó caer los brazos tan rápidamente que sintió que se le dislocaban los hombros. Se miró con incredulidad las muñecas atadas.
– ¡Me has dado! Dijiste que no me tocarías, pero lo has hecho.
– Estate quieta, Daisy, y deja de gritar de una vez. No te ha dolido.
– ¿No me ha dolido?
– No.
Ella miró sus muñecas y se dio cuenta de que él tenía razón.
– ¿Cómo lo has hecho?
– Destensé el látigo antes de chasquearlo. -Alex hizo un movimiento con la muñeca para que el látigo se aflojase, y la liberó. -Es un truco muy viejo, pero el público lo adora. Aunque, después de que te ate las muñecas, debes sonreír para que todos sepan que no te he hecho daño. Acabaré en la cárcel si no lo haces.
Daisy se examinó una muñeca y luego la otra. Se dio cuenta con asombro de que estaban intactas.
– ¿Y si te olvidas de destensar el látigo antes de apresarme las muñecas?
– No lo haré.
– Podrías cometer un error, Alex. Es imposible que siempre te salga bien.
– Claro que sí. Llevo años haciéndolo y nunca he lastimado a nadie. -Comenzó a recoger los látigos y ella se maravilló de aquella perfecta arrogancia, pero al mismo tiempo se sintió inquieta.
– Esta mañana las cosas han salido algo mejor-dijo ella, -pero aún me parece imposible que pueda actuar contigo dentro de dos días. Jack me ha dicho que voy a interpretar a una gitanilla indomable, pero no creo que las gitanas indomables griten como lo hago yo.
– Ya pensaremos algo. -Para sorpresa de la joven, Alex le dio un besito en la punta de la nariz antes de girarse para marcharse, pero se detuvo en seco y se volvió de nuevo hacia ella. La miró un buen rato. Luego inclinó la cabeza y posó sus labios sobre los de Daisy.
La joven le rodeó el cuello con los brazos cuando él se apretó contra ella. Aunque su mente le decía que el sexo debía ser sagrado, su cuerpo deseaba ardientemente las caricias de Alex, y Daisy supo que nunca tendría suficiente de él.
Cuando se separaron, Alex sostuvo la mirada de ella durante un largo y dulce instante.
– Sabes como un rayo de sol -susurró.
Ella sonrió.
– Te daré unos días más, cariño, porque sé que todo esto es nuevo para ti, pero nada más.
Daisy no tuvo que preguntarle a qué se refería.
– A lo mejor necesito más tiempo. Tenemos que conocernos mejor. Respetarnos el uno al otro.
– Cariño, en lo que concierne al sexo, te aseguro que siento mucho respeto por ti.
– Por favor, no hagas como si no supieras de lo que hablo.
– Me gusta el sexo. A ti te gusta el sexo. Nos gusta practicarlo juntos. Eso es todo.
– ¡Eso no es todo! El sexo debería ser sagr…
– No lo digas, Daisy. Si dices esa palabra otra vez, te juro que flirtearé con cada camarera que encuentre de aquí a Cincinnati.
Ella entrecerró los ojos.
– Justo lo que intentaba demostrar. Y no creo que sagrado sea una palabrota. Vamos, Tater, tenemos mucho trabajo que hacer.
Daisy se fue con el elefante trotando tras ella. Si se le hubiera ocurrido volver la mirada, habría visto algo que la habría asombrado. Habría visto a su duro y malhumorado marido sonriendo como un adolescente enamorado.
A pesar de las protestas de Alex, ella había continuado cuidando a los animales, aunque Trey hacía ahora muchas de las rutinarias tareas diarias. Sinjun clavó la mirada en Tater cuando se acercaron. Los elefantes y los tigres eran enemigos confesos. Pero a Sinjun parecía molestarle la presencia de Tater por otra cosa. Alex decía que estaba celoso, pero ella no era capaz de atribuirle tal emoción a aquel viejo tigre malhumorado.
Daisy observó a Sinjun con satisfacción. Gracias al nuevo pienso y a las duchas diarias, el pelaje del animal tenía ahora mejor aspecto. Le hizo una burlona reverencia.
– Buenos días, majestad.
Sinjun le enseñó los dientes, gesto que ella interpretó como una manera de decirle que no se pusiera demasiado cursi con él.
No había experimentado más momentos de comunicación mística con él, por lo que había comenzado a pensar que los que había tenido antes habían sido inducidos por la fatiga. Aun así, no podía negar que aún seguía sintiendo miedo cuando estaba cerca de él.
Había dejado una bolsa con chucherías que había comprado con su propio dinero en una tienda del pueblo cerca de un fardo de heno. La cogió y la llevó a la jaula de Glenna. La gorila ya la había divisado y apretaba su cara contra los barrotes, esperando pacientemente.
La muda aceptación de Glenna de su destino, junto con el anhelo que mostraba por disfrutar de contacto humano, rompía el corazón de Daisy. Acarició la suave palma que el animal alargaba a través de los barrotes.
– Hola, cariño. Tengo algo para ti. -Sacó de la bolsa una madura ciruela púrpura. La fruta tenía la misma textura que los dedos de Glenna. Áspera por fuera. Blanda por dentro.
Glenna tomó la ciruela y se retiró a la parte posterior de la jaula donde se la comió con pequeños y delicados mordisquitos mientras miraba a Daisy con triste gratitud.
Daisy le dio otra y continuó hablando con ella. Cuando la gorila terminó de comer, se acercó de nuevo a los barrotes, pero esta vez cogió el pelo de Daisy.
La primera vez que había hecho eso Daisy había sentido miedo, pero ahora sabía lo que quería hacer Glenna y se arrancó la goma elástica de la coleta.
Durante un buen rato permaneció con paciencia ante la jaula, dejando que la gorila la aseara como si fuera su hija mientras hurgaba en su cabello en busca de pulgas y mosquitos inexistentes.
Cuando por fin terminó, Daisy notó que se le había puesto un nudo en la garganta por la emoción. No importaba lo que dijeran, no entendía cómo podían tener enjaulada a una criatura tan humana.
Dos horas más tarde, Daisy regresaba a la caravana acompañada de su enorme mascota cuando vio a Heather practicando con los aros cerca del campo de juego. Ahora que ya no estaba tan cansada, Daisy había podido recordar con claridad lo sucedido la noche en que había desaparecido el dinero y pensó que era el momento apropiado para hablar con la chica.
Heather dejó caer un aro cuando ella se acercó, y mientras se agachaba para recogerlo, miró a Daisy con cautela.
– Quiero hablar contigo. Heather. Vamos a sentarnos en las gradas.
– No tengo nada que hablar contigo.
– Estupendo. Entonces hablaré yo. Muévete. Heather la miró con resentimiento pero respondió a su tono autoritario. Después de recoger los aros, siguió a Daisy, arrastrando las sandalias.
Daisy se sentó en la tercera fila y Heather lo hizo una fila más abajo. Tater localizó un lugar cerca de la segunda base y comenzó a revolcarse en el lodo, que es lo que hacen los elefantes para enfriarse.
– Supongo que vas a largarme un rollo por lo de Alex.
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