– Yo no cogí el dinero.

– No importa, Daisy. No te culpo.

El hecho de que él aún no la creyera no debería dolerle tanto. La única manera de convencerlo sería implicar a Heather y, como ahora sabía, no podía hacerlo.

¿Qué ganaría con ello? No quería ser la responsable del destierro de Heather. Y aquella relación no funcionaría si tenía que demostrarle a Alex su inocencia.

– Si confías en mí, ¿por qué contabas las píldoras?

– No puedo correr riesgos. No quiero tener hijos.

– Eso ya lo has dejado claro. -Quiso preguntarle si lo que encontraba tan repulsivo era tener un hijo o tenerlo con ella, pero le daba miedo la respuesta. -No quiero que vuelvas a contarlas. Te he dicho que las tomaría y lo haré. Pero tendrás que confiar en mí.

La joven percibió la lucha interna de su marido. A pesar de que su propia madre la había traicionado con Noel Black, Daisy no había perdido la fe en la raza humana. Pero Alex no confiaba en nadie salvo en sí mismo.

Para su sorpresa, sintió que la indignación que sentía se desvanecía y la compasión ocupaba su lugar. Qué terrible debía de ser esperar siempre lo peor de la gente.

Daisy rozó la mano de Alex con la punta de los dedos.

– Nunca te haría daño a propósito, Alex. Me gustaría que al menos creyeras eso.

– No es fácil.

– Lo sé. Pero es necesario que lo hagas. Él la miró durante un buen rato antes de asentir brevemente con la cabeza.

– Vale. No las contaré más.

Daisy sabía lo que esa pequeña concesión le había costado a su marido y se emocionó.


– ¡Yyyyy ahora, entrará en la pista central del circo de los Hermanos Quest, Theodosia, la hermosa esposa de Alexi el Cosaco!

A Daisy le temblaban tanto las rodillas que trastabilló, echando a perder su primera entrada. «¿Qué había sido de lo de la gitanilla salvaje?», se preguntó frenéticamente mientras escuchaba el discurso de Jack por primera vez. Esa mañana, durante el ensayo, había comenzado a contar una historia de una gitana, pero se había marchado lleno de frustración cuando ella soltó el primer grito. Daisy se enteró de que el narrador contaría otra historia cuando Sheba le dio el vestido, pero la propietaria del circo se alejó sin dar más explicaciones.

La música de la balalaica resonaba en el circo, situado esta vez en el aparcamiento de un pueblo de verano en Seaside Height, New Jersey. Alexi entró en la pista central con el látigo en la mano. Bajo el resplandor carmesí de los focos, resaltaban las brillantes botas negras y las lentejuelas rojas del cinturón centelleaban ante cualquier movimiento.

– ¿Parece nerviosa, damas y caballeros? -preguntó Jack, señalándola con la mano. -A mi sí que me lo parece. Pero esta joven ha tenido que armarse de mucho valor para entrar en la pista con su marido.

El vestido de Daisy susurró mientras se adentraba lentamente en la arena. Era un vestido de noche recatado, con el cuello alto de encaje adornado con pedrería. Alex le había colocado una rosa roja de papel de seda entre sus pechos antes de salir. Le había dicho que formaba parte del vestuario.

Daisy sintió los ojos del público en ella. La voz de Jack se mezclaba con la música rusa y con el susurro de la brisa del océano que agitaba los laterales de la carpa.

– Hija de ricos aristócratas franceses, Theodosia estuvo apartada del mundo moderno por las monjas que la instruían.

«¿Monjas?» Pero ¿qué estaba diciendo Jack?

Mientras el director de pista continuaba su monólogo, Alex comenzó el lento baile del látigo que siempre daba comienzo a su número, mientras ella se mantenía inmóvil bajo los focos frente a él. La luz se volvió más suave; el público escuchaba la historia de Jack hipnotizado por los gráciles movimientos de Alex.

– Conoció al cosaco cuando el circo actuó en un pueblo cercano al convento donde vivía, y los dos se enamoraron profundamente. Pero los padres de la joven se opusieron a la idea de que su gentil hija se casara con un hombre al que consideraban un bárbaro y la encerraron bajo llave. Theodosia tuvo que escapar de su familia.

La música se hizo más dramática y el baile del látigo de Alex pasó de enérgico a seductor.

– Ahora, damas y caballeros, entra en la pista con su marido, algo muy difícil para ella. El látigo aterroriza a esta dulce joven. Por eso os rogamos que estéis lo más quietos posible para que ella pueda enfrentarse a sus miedos. Os recuerdo que si está aquí es sólo por una cosa -el baile del látigo de Alex alcanzó su clímax, -el amor que siente por su feroz marido cosaco.

La música siguió in crescendo y, sin previo aviso, Alex agitó el látigo formando un arco sobre su cabeza. El aliento abandonó el cuerpo de Daisy en un grito estrangulado y dejó caer el rollito que acababa de sacar del bolsillo especial que Sheba le había cosido al vestido sólo unas horas antes.

El público contuvo el aliento y ella se percató de que la increíble historia de Jack había funcionado. En lugar de reírse por la reacción de Daisy, habían simpatizado con la desvalida joven.

Para su sorpresa, Alex se acercó a ella, recogió el rollito del suelo y se lo ofreció como si fuera una rosa, luego inclinó la cabeza y le rozó los labios con los suyos.

El gesto fue tan romántico que Daisy oyó suspirar a una mujer en la primera fila. Ella misma también habría suspirado si no hubiera sabido que él sólo jugaba con las emociones del público. A Daisy le temblaron los dedos cuando sostuvo el rollito de papel tan alejado de su cuerpo como pudo.

Logró mantener la compostura cuando él se alejó, pero cuando llegó el momento de ponérselo en la boca, comenzaron a temblarle las rodillas de nuevo. Deslizó ligeramente el rollito entre los labios, cerró los ojos y se puso de perfil.

Sonó el chasquido del látigo y el extremo del rollito cayó al suelo. Daisy cerró los puños a los costados. Si había pensado que tener audiencia haría que aquello resultara más fácil, estaba equivocada.

Alex chasqueó el látigo dos veces más hasta que sólo quedó el cabo entre los labios de su esposa. Daisy tenía la boca tan seca que no podía tragar.

La voz de Jack surgió entonces, susurrante y dramática.

– Damas y caballeros, necesitamos su colaboración mientras Alexi intenta hacer el último corte al pequeño rollo de papel que su mujer sujeta entre los labios. Necesita silencio absoluto. Les recuerdo que el látigo pasará tan cerca de la cara de la joven que la más mínima equivocación por parte de su marido podría marcarla de por vida.

Daisy gimió. Se clavó las uñas en las palmas de las manos con tanta fuerza que temió haberse hecho sangre.

El chasquido resonó en sus oídos cuando el látigo cortó la última sección del rollito que sostenía en la boca.

El público estalló en vítores. Daisy abrió los ojos, sintiéndose tan mareada que temió desmayarse. Alex le hizo indicaciones con la mano, señalándole lo que iba a hacer a continuación. Lo único que ella pudo hacer fue alzar la barbilla.

Cuando levantó la cabeza, la punta del látigo voló hacia ella y la roja flor que llevaba entre los pechos explotó en un despliegue de frágiles pétalos de papel.

Ella dio un respingo y dejó escapar un siseo que el público acalló con sus aplausos. Alex hizo otro gesto, indicándole que levantara las manos y cruzara las muñecas. Temblando, ella siguió sus indicaciones.

El látigo restalló de nuevo y la multitud soltó un grito ahogado cuando el látigo se enroscó alrededor de las muñecas de Daisy. Él esperó un momento, luego la liberó. Un murmullo indescifrable surgió de las gradas. Alex la miró con el ceño fruncido y ella recordó que debía sonreír. Consiguió curvar los labios y mostrar las muñecas para que vieran que estaba ilesa. Mientras hacía eso, él volvió a chasquear el látigo.

Daisy dio un respingo. Miró hacia abajo y vio que el látigo le rodeaba los tobillos. Alex no había hecho eso antes y ella le dirigió una mirada preocupada. La liberó y arqueó una ceja indicándole que saludara. Ella le dirigió al público otra sonrisa falsa. A continuación Alex le indicó que levantase los brazos. Con una sensación de fatalidad, Daisy hizo lo que le ordenaba.

«¡Zas!»

A Daisy se le escapó un gritito cuando el látigo se curvó en torno a su cintura. Ella esperaba que él aliviara la presión de la cuerda, pero Alex se limitó a tirar con fuerza del látigo, obligándola a acercarse a él. Sólo cuando la falda del vestido rozó los muslos de Alex, él sustituyó el látigo por sus brazos para darle un beso arrebatador que habría hecho justicia a la portada de un libro romántico.

La multitud soltó una ovación.

Daisy se sentía mareada, y aunque estaba enfadada con Alex, no pudo evitar sentirse feliz. Su marido silbó y Misha resolló con furia al volver a la arena. Alex la soltó sólo un momento y montó a lomos del caballo de un salto mientras el equino trotaba por la pista. Un escalofrío de inquietud se deslizó por la espalda de Daisy. Sin duda alguna él no iba a…

Daisy sintió que sus pies dejaban de tocar el suelo cuando Alex se inclinó sobre el lateral del caballo para subirla en sus brazos. Antes de saber qué sucedía, estaba sentada en su regazo.

Se apagaron las luces, dejando la pista sumida en la oscuridad. Los aplausos fueron ensordecedores. Alex aflojó uno de los brazos mientras ella se agarraba frenéticamente a su cintura. Un momento después, sonó una explosión y el gran látigo de fuego danzó por encima de sus cabezas.


Daisy cruzó la estrecha carretera asfaltada que separaba el aparcamiento donde estaba instalado el circo de la playa vacía. A la izquierda las luces multicolores de la feria, en el paseo marítimo de Jersey Shore, destellaban en el caos de la noche: la noria, los coches de choque, los tiovivos y los puestos de chucherías.

El debut de Daisy había tenido lugar en la primera representación del circo en ese pequeño pueblo costero y ahora estaba demasiado excitada para dormir. El público de la segunda función había reaccionado con más entusiasmo aún y una maravillosa sensación de realización le impedía sentirse cansada. Incluso Brady Pepper había abandonado su acostumbrado silencio para brindarle una gélida inclinación de cabeza.

Inhaló el olor del mar y comenzó a pasear por la arena, que había perdido el calor del día y le enfriaba los pies al metérsele en las sandalias. Le encantaba estar junto al océano y se alegraba de que el circo fuera a permanecer allí más de una noche.

– ¿Daisy? -Se volvió y vio a Alex en lo alto de las escaleras, una alta y delgada silueta recortada contra el tenue resplandor de la noche. La brisa le revolvía el pelo y le pegaba la camisa al cuerpo. -¿Te importa si paseo contigo o prefieres estar sola?

– ¿Vas armado?

– Ya he guardado los látigos por esta noche.

– Entonces ven. -Daisy sonrió y le tendió la mano.

Alex vaciló un momento y ella se preguntó si el gesto habría sido demasiado personal para él. Decía mucho de su relación el hecho de que cogerse de la mano fuera más íntimo que mantener relaciones sexuales. Aun así, no bajó el brazo. Aquello sólo era un reto más que ella debía vencer.

Las botas de Alex resonaron en los escalones de madera cuando se acercó. Le cogió la mano y las callosidades de su palma le recordaron a Daisy que era un hombre acostumbrado al trabajo duro. Aquella cálida y firme mano envolvió la suya.

La playa estaba desierta, pero aún quedaban restos que había dejado la gente que había acudido al lugar adelantándose a la temporada veraniega: latas vacías, plásticos, la tapa rota de un vaso térmico. Se dirigieron hacia el mar.

– Al público le ha gustado el número.

– Estaba tan asustada que me temblaban las rodillas. Si no hubiera sido por el giro que Jack le dio a la historia, mi actuación hubiera resultado un desastre. Cuando intenté agradecérselo me dijo que había sido idea tuya. -Lo miró y sonrió. -¿No crees que te has pasado un poco con lo de las monjas francesas?

– Conozco de primera mano tus creencias morales, cariño. A menos que me equivoque, estoy seguro de que las monjas formaron parte de esa extraña educación que recibiste.

Daisy no lo negó.

Pasearon durante un rato en un cómodo silencio. La brisa agitaba el cabello de Daisy y el vaivén de las olas acallaba los lejanos ruidos de la feria, al otro lado de la carretera, dándoles la sensación de que estaban solos en el mundo. Daisy esperaba que él le soltara la mano en cualquier momento, pero seguía manteniéndola agarrada.

– Has hecho un buen trabajo esta noche, Daisy. Trabajas duro.

– ¿De veras? ¿De verdad crees que trabajo duro?

– Claro.

– Gracias. Nunca me habían dicho eso. -Soltó una risita irónica. -Y si lo hubiesen hecho, seguramente no me lo habría creído.

– Pero a mí me crees.