– ¿Y?

– Quería asegurarme de que aún estabas con él, que no habías hecho ninguna tontería.

Por un momento Daisy se preguntó si Alex le habría hablado del dinero robado, pero al instante supo que no lo había hecho. Esa certeza la consoló.

– Como puedes ver, todavía estoy aquí. Si me acompañas a la caravana te serviré algo de beber. O te prepararé un sándwich si tienes hambre.

– Una taza de té estaría bien.

Lo condujo hasta la caravana. Max se detuvo al ver el deteriorado exterior.

– Dios mío. No me digas que vivís aquí.

Daisy se sintió impulsada a defender su pequeño hogar.

– El interior está mucho mejor; lo he arreglado. Abrió la puerta y lo invitó a entrar, pero a pesar de los cambios que ella había hecho, Max no se sintió más impresionado con el interior que con el exterior.

– Creo que Alex podría haber conseguido algo mejor.

Aunque resultara extraño, aquella crítica la hizo ponerse a la defensiva.

– Es perfecto para nosotros.

Max se quedó mirando la única cama de la caravana durante un buen rato. Daisy creía que la imagen lo haría sentir incómodo, pero si fue así, ella no lo notó.

Mientras ponía el agua a hervir en la cocina, él sacudió el sofá antes de sentarse, como si temiera contraer alguna enfermedad. Daisy se sentó frente a él mientras esperaba a que el agua hirviera.

El incómodo silencio que se extendió entre ellos fue roto finalmente por su padre.

– ¿Cómo os lleváis Alex y tú?

– Bien.

– Es un hombre estupendo. Casi nadie logra sobreponerse a una infancia como la suya. ¿Te ha contado cómo nos conocimos?

– Me ha dicho que le salvaste la vida.

– No sé si eso será cierto, pero cuando lo conocí su tío le estaba dando una paliza detrás de unas camionetas. Lo sujetaba contra el suelo con un pie mientras lo azotaba con un látigo.

Daisy se sorprendió. Alex le había dicho que había sido maltratado, pero oírlo de labios de su padre lo hacía parecer aún más horrible.

– La camisa de Alex estaba hecha jirones. Tenía verdugones rojos por toda la espalda; algunos de ellos sangraban. Su tío le maldecía por alguna tontería mientras lo azotaba con todas sus fuerzas. -Daisy cerró con fuerza los ojos, deseando que su padre dejara de hablar, pero él continuó. -Lo que más me impactó es que Alex se mantenía en absoluto silencio. No lloraba. No pedía ayuda. Sólo aguantaba. Fue lo más trágico que he visto en mi vida.

Daisy se sintió enferma. No era de extrañar que Alex no creyera en el amor.

Su padre se reclinó en el sofá.

– Irónicamente yo no tenía ni idea de quién era el niño. Por aquel entonces Sergey Markov viajaba en el viejo Circo Curzon y decidí ir a verlo a donde se habían instalado en Fort Lee. Por supuesto, había oído rumores sobre la relación familiar. Incluso la había investigado para asegurarme de que era auténtica, pero siempre soy escéptico con historias como ésas y, al principio, no me lo creí.

Aunque Daisy conocía la pasión de su padre por la historia rusa, no sabía que ésta se extendiera hasta el circo. Cuando la tetera comenzó a silbar, se dirigió ni fogón.

– Pero la relación es autentica. Los Markov son una de las familias más famosas de la historia del circo -dijo Daisy.

Él la miró con extrañeza mientras ella comenzaba t preparar el té.

– ¿Los Markov?

– Al parecer la mayoría de las generaciones conservó el apellido de las mujeres. ¿No te parece algo inusual?

– Más bien irrelevante. Los Markov eran campesinos, Theodosia. Gente del circo. -Apretó los labios con desdén. -Por lo único que me interesaba Sergey Markov era por los rumores que corrían sobre el matrimonio de su hermana, Katya, la madre de Alex.

– ¿A qué te refieres?

– Lo que me interesaba era la familia del padre de Alex. El hombre con el que se casó Katya Markov. Por el amor de Dios, Theodosia, los Markov no son importantes. ¿Acaso no sabes nada de tu marido?

– Sé muy poco -admitió ella. Llevó las dos tazas al sofá y le tendió una. Sujetó su taza con ambas manos mientras tomaba asiento en el otro extremo del sofá.

– Pensé que te lo habría contado, pero es tan reservado que es normal que no te haya dicho nada.

– ¿Decirme qué? -Daisy llevaba tiempo esperando eso, pero ahora que llegaba el momento no estaba segura de querer saberlo.

Un leve temblor de excitación tiñó la voz de Max cuando se lo explicó.

– Alex es un Romanov, Theodosia.

– ¿Un Romanov?

– Por la línea paterna.

La primera reacción de Daisy fue de diversión, pero ésta se desvaneció al darse cuenta de que su padre estaba tan obsesionado por la historia rusa que había estado investigando en todos los circos.

– Papá, eso no es cierto. Alex no es un Romanov. Es un Markov de los pies a la cabeza. La historia de los Romanov es sólo parte de su número; algo que se inventó para hacerlo más apasionante.

– No insultes mi inteligencia, Theodosia. No me dejaría engañar por un cuento chino. -Cruzó las piernas. -No tienes ni idea de cuánto investigué antes de llegar a esta conclusión. Cuando supe que Alex era un auténtico Romanov, lo aparté de Sergey Markov, que aún tardó diez años en morir. Me encargué de la educación de Alex, que había sido abominable hasta ese momento. Lo metí en un internado, pero insistió en pagarse él mismo la universidad, por lo cual fue imposible mantenerlo alejado del mundo del circo. ¿Crees que hubiera hecho todo eso si no hubiera estado absolutamente seguro de quién era?

Un helado escalofrío recorrió la espalda de Daisy,

– ¿Y quién es exactamente?

Max volvió a reclinarse en el sofá.

– Alex es el bisnieto de zar Nicolás II.

CAPÍTULO 16

Daisy miró fijamente a su padre.

– Eso es imposible. No te creo.

– Es cierto, Daisy. El abuelo de Alex fue el único hijo varón del último zar de Rusia, Alexi Romanov.

Daisy conocía toda la historia sobre Alexi Romanov, el joven hijo de Nicolás II. En 1918, cuando Alexi tenía catorce años, sus padres, sus cuatro hermanas y él fueron encerrados por los bolcheviques en el sótano de una mansión en Ekaterinburgo, donde fueron ejecutados. Se lo recordó a su padre.

– Todos fueron asesinados. El zar Nicolás, su esposa Alexandra, los niños. Encontraron los restos de la familia en una fosa común de los Montes Urales en 1993. Se hicieron pruebas de ADN.

Max tomó un sorbo de té de la taza que le había ofrecido.

– Las pruebas de ADN identificaron al zar, a Alejandra y a tres de las cuatro hijas. Pero faltaba una hija. Muchos creen que era Anastasia, y tampoco fueron encontrados los restos del joven heredero, Alexi.

Daisy intentó asimilarlo. A lo largo del siglo XX, habían surgido personas que afirmaban ser uno de los hijos asesinados del zar, pero la mayoría habían sido mujeres que creían ser Anastasia. Su padre le había dicho que todas eran unas impostoras. Era un hombre muy meticuloso y no podía imaginarlo dejándose engañar por nadie. ¿Por qué ahora creía que el príncipe heredero había escapado de aquella fría muerte? ¿Acaso su obsesión por la historia rusa lo había hecho perder el juicio?

Le habló con cautela.

– No puedo imaginar cómo el príncipe heredero logró escapar de una masacre tan terrible.

– Fue rescatado por unos monjes que lo escondieron con una familia en el sur de Rusia. Años después, en 1920, un grupo leal al zar lo sacó a escondidas del país. Sabiendo de primera mano lo violentos que podían llegar a ser los bolcheviques, es normal que viviera escondido. Finalmente se casó y tuvo un hijo, el padre de Alex, Vasily. Vasily conoció a Katya Markov cuando ésta actuaba en Múnich, se enamoró como un tonto y se fugó con ella. Vasily apenas era un adolescente. Su padre acababa de morir y el era rebelde e indisciplinado, de otra manera nunca se hubiera casado con alguien inferior a su rango. Tenía sólo veinte años cuando Alex nació. Unos dos años después, Katya y él murieron en un accidente ferroviario.

– Lo siento, papá. Aunque no dudo de tu palabra, simplemente, no puedo creerlo.

– Créeme, Theodosia. Alex es un Romanov. Y no un Romanov cualquiera. Ese hombre que se hace llamar Alex Markov es el heredero de la corona de Rusia.

Daisy miró a su padre con tristeza.

– Alex trabaja en un circo. Eso es todo.

– Ya me dijo Amelia que reaccionarías así. -En un gesto inusitado en él, Max le palmeó la rodilla. -Te llevará tiempo acostumbrarte a la idea, pero espero que…e conozcas lo suficiente para comprender que nunca firmaría tal cosa si no estuviera absolutamente seguro.

– Pero…

– Te he contado muchas veces la historia de mi familia, pero es evidente que la has olvidado. Los Petroff han estado al servicio de los zares de Rusia desde el siglo XIV, desde el reinado de Alejandro I. Hemos estado vinculados a través del deber y la obligación, pero nunca a través del matrimonio. Hasta ahora.

Daisy oyó el ruido de un avión, el rugido de un camión. Poco a poco fue comprendiendo lo que su padre le estaba insinuando.

– Así que lo planeaste todo, ¿no? Has concertado mi matrimonio con Alex por culpa de esa absurda idea que tienes sobre su origen.

– No es una absurda idea. Pregúntale a Alex.

– Lo haré -dijo poniéndose en pie. -Por fin lo entiendo todo. No soy más que un peón en tu loco sueño dinástico. Querías unir las dos familias como hacían los padres en la Edad Media. Es tan increíblemente cruel que no me lo puedo creer.

– Yo no diría que sea una crueldad estar casada con un Romanov.

Daisy se presionó las sienes con los dedos.

– Nuestro matrimonio sólo durará cinco meses más. ¿Cómo puedes estar tan satisfecho? ¡Un matrimonio de cinco meses no es precisamente el inicio de una dinastía!

Max dejó la taza y se acercó lentamente hacia ella.

– Alex y tú no tenéis por qué divorciaros. De hecho, espero que no lo hagáis.

– Oh, papá…

– Eres una mujer llamativa, Daisy. Quizá no tan guapa como tu madre pero, no obstante, atractiva. Si fueras menos frívola, quizá podrías retener a Alex. Ya sabes que una esposa debe adaptarse a determinados roles. Antepone los deseos de tu marido a los tuyos. Sé complaciente. -Miró los sucios vaqueros y la desastrada camiseta de Daisy con el ceño fruncido. -Deberías cuidar más tu apariencia. Nunca te había visto tan descuidada. ¿Sabías que tienes paja en el pelo? Quizás Alex no estaría tan ansioso por deshacerse de ti si fueras la clase de mujer que un hombre quiere tener esperándolo en casa.

Daisy lo miró con consternación.

– ¿Quieres que lo espere en la puerta de la caravana con las zapatillas en la mano?

– Ese es justo el tipo de comentario frívolo que ahuyentaría a alguien como Alex. Es un hombre serio. Como no reprimas ese inapropiado sentido del humor, no tendrás ninguna posibilidad con él.

– ¿Quién dice que quiero tenerla? -Pero mientras lo decía, Daisy sintió una dolorosa punzada en su interior.

– Ya veo que no quieres ser razonable. Creo que es hora de irme. -Max se dirigió hacia la puerta. -Sólo espero que no tires piedras contra tu propio tejado, Theodosia. Recuerda que eres una mujer que no se sabe valer por sí sola. Dejando a un lado el asunto del linaje familiar de Alex, es un hombre sensato y digno de confianza, y no se me ocurre nadie mejor para cuidar de ti.

– ¡No necesito que un hombre cuide de mí!

– Entonces, ¿por qué aceptaste casarte con él?

Sin esperar respuesta, Max abrió la puerta de la caravana y salió a la luz del sol. ¿Cómo podía explicarle ella los cambios que habían tenido lugar en su interior? Sabía que ya no era la misma persona que había salido de la casa de su padre un mes antes, pero Max no la creería.

Fuera, los niños con los que había hablado antes se agrupaban alrededor de su profesora, listos para regresar al jardín de infancia. Durante el mes anterior, Daisy se había acostumbrado a los olores y las imágenes del circo de los Hermanos Quest, pero ahora lo miraba todo con nuevos ojos.

Alex y Sheba estaban cerca del circo discutiendo por algo. Los payasos ensayaban un truco de malabarismo mientras Heather practicaba el pino y Brady la miraba con el ceño fruncido. Frankie jugaba en el suelo junto a Jill, que adiestraba a los perros con algunos ejercicios que hacían que Daisy se encogiera de miedo. El olor de las hamburguesas que las showgirls asaban a la parrilla inundó sus fosas nasales mientras oía el omnipresente zumbido del generador y veía cómo los banderines ondeaban con la brisa de junio.

Y luego se oyó un grito infantil.

El sonido fue tan ensordecedor que todo el mundo lo escuchó. Alex giró la cabeza con rapidez. Heather dejó de hacer el pino y los payasos soltaron lo que tenían entre manos. Max se detuvo en seco, impidiendo que Daisy viera lo que pasaba. La joven oyó el grito ahogado que éste emitió y se puso a su lado para ver qué causaba la conmoción. Se le detuvo el corazón.