– Siento haberte asustado.
– Ya hablaremos de eso después.
La arrastraría a la caravana para fustigarla en privado. Puede que eso fuera la gota que colmara el vaso; lo que haría que Alex se deshiciera de ella. Daisy ahuyentó ese pensamiento y se alejó de él.
– No puedo irme aún. Le he dicho A Sinjun que me quedaría un rato con él.
Las líneas de tensión de la cara de Alex se hicieron más profundas, pero no la cuestionó.
– Vale.
Max se acercó a ellos.
– ¡Eres idiota! ¡Es increíble que aún estés viva! ¿En qué diablos estabas pensando? Jamás vuelvas a hacer una cosa así. De todo lo que…
Alex le interrumpió.
– Cállate, Max. Yo me encargaré de esto.
– Pero…
Alex arqueó una ceja y de inmediato Max Petroff guardó silencio. Ese sencillo gesto de su marido había sido suficiente. Daisy nunca había visto a su dominante padre ceder ante nadie, y ese hecho le recordó la historia que le había contado. Durante siglos los Petroff habían tenido el deber de obedecer los deseos de los Romanov.
En ese momento, Daisy aceptó que lo que su padre le había contado era cierto, pero ahora lo que le importaba era Sinjun, que parecía inquieto y encrespado.
– Amelia se preguntará dónde estoy -dijo su padre a sus espaldas. -Será mejor que me vaya. Adiós, Theodosia. -Max rara vez la tocaba y Daisy se sorprendió al sentir el suave roce de su mano en el hombro. Antes de que ella pudiera responder, su padre se despidió de Alex y se fue.
La actividad del circo había vuelto a la normalidad. Jack hablaba con la profesora mientras la ayudaba a escoltar a los niños hasta el jardín de infancia. Neeco y los demás habían vuelto a su trabajo. Sheba se acercó a ellos.
– Buen trabajo, Daisy. -La dueña del circo dijo las palabras de mala gana. Aunque a Daisy le pareció ver algo de respeto en sus ojos, tuvo la extraña sensación de que el odio que Sheba sentía hacia ella se había intensificado. La pelirroja evitó mirar a Alex y se alejó dejándolos solos con Sinjun.
El tigre se mantenía en actitud vigilante, pero los miraba con su acostumbrado desprecio. Daisy metió las manos entre los barrotes de la jaula. Sinjun se acercó a ellas. La joven notó que Alex contenía el aliento cuando el tigre comenzó a restregar aquella enorme cabeza contra sus dedos.
– ¿Podrías dejar de hacer eso?
Ella alargó más las manos para rascar a Sinjun detrás de las orejas.
– No me hará daño. No me respeta, pero me quiere. Alex se rio entre dientes y luego, para sorpresa de Daisy, la rodeó con los brazos desde atrás mientras ella acariciaba al tigre.
– Nunca había pasado tanto miedo -dijo él apoyando la mandíbula en su pelo.
– Lo siento.
– Soy yo quien lo siente. Me advertiste sobre las jaulas y debería haberte hecho caso. Ha sido culpa mía.
– La culpa es mía. Soy yo quien se encarga de las fieras.
– No intentes culparte. No lo permitiré.
Sinjun acarició la muñeca de Daisy con la lengua. La joven notó que Alex tensaba los músculos de los brazos cuando el tigre comenzó a lamerla.
– Por favor, ¿podrías sacar las manos de la jaula? -pidió él en voz baja. -Está a punto de darme un ataque.
– En un minuto.
– He envejecido diez años de golpe. No puedo permitirme el lujo de perder más.
– Me gusta tocarle. Además, Sinjun se parece a ti, no ofrece su afecto con facilidad y no quiero ofenderle marchándome.
– Es un animal, Daisy. No tiene emociones humanas. -Daisy sentía demasiada paz para discutírselo. -Cariño, tienes que dejar de hacerte amiga de los animales salvajes. Primero Tater, ahora Sinjun. ¿Sabes qué? Es evidente que necesitas una mascota de verdad. Lo primero que haremos mañana por la mañana será comprar un perro.
Ella lo miró con alarma.
– Oh, no, no podemos hacerlo.
– ¿Por qué?
– Porque me dan miedo los perros. Él se quedó inmóvil, luego se echó a reír. Al principio sólo fue un ruido sordo en el fondo del pecho, pero pronto se convirtió en un alegre rugido que rebotó contra las paredes del circo y resonó en el recinto.
– Claro, era de esperar-murmuró Daisy con una sonrisa. -Para que Alex Markov se ría, tiene que ser a mi costa.
Alex levantó la cara hacia el sol y estrechó a Daisy entre sus brazos riéndose con más fuerza.
Sinjun los miró con fastidio, luego apretó la cabeza contra los barrotes de la jaula y lamió el pulgar de Daisy.
Alex se abrió paso a empujones entre los periodistas y fotógrafos que rodeaban a Daisy al término de la última función.
– Mi esposa ha tenido suficiente por hoy. Necesita descansar un poco.
Ignorándole, un periodista metió una pequeña grabadora bajo las narices de Daisy.
– ¿En qué pensó cuando se dio cuenta de que el tigre andaba suelto?
Daisy abrió la boca para responder, pero Alex la interrumpió sabiendo que su esposa era tan condenadamente educada que respondería a todas las preguntas aunque estuviera muerta de cansancio.
– Lo siento, no tenemos nada más que decir. -Pasó el brazo por los hombros de Daisy y la alejó de allí.
Los periodistas se habían enterado enseguida de la fuga del tigre y no habían dejado de entrevistarla desde la primera función. Al principio Sheba se había alegrado por la publicidad que eso suponía, pero luego había oído que Daisy comentaba que la casa de fieras era cruel e inhumana, por lo que se había puesto hecha una furia. Cuando Sheba había tratado de interrumpir la entrevista, Daisy le había lanzado una mirada inocente y había dicho sin pizca de malicia:
– Pero Sheba, los animales odian estar allí. Son infelices en esas jaulas.
Cuando Alex y Daisy llegaron a la caravana, él estaba un contento de tenerla sana y salva que no podía concentrarse en lo que le estaba contando. Daisy trastabilló y Alex se dio cuenta de que caminaba demasiado rápido. Siempre le estaba haciendo eso. Arrastrándola. Empujándola. Haciendo que se tropezara. ¿Y si hubiera resultado herida? ¿Y si Sinjun la hubiera matado?
Sintió un pánico aplastante mientras se le cruzaban por la cabeza unas imágenes horripilantes de las garras de Sinjun despedazando aquel delgado cuerpo. Si le hubiera ocurrido algo a Daisy, jamás se lo hubiera perdonado a sí mismo. La necesitaba demasiado.
Le llegó la dulce y picante fragancia de su esposa mezclada con algo más, quizás el olor de la bondad. ¿Cómo había logrado Daisy metérsele bajo la piel en tan poco tiempo? No era su tipo, pero le hacía sentir emociones que nunca había imaginado. Esa joven cambiaba las leyes de la lógica y hacía que el negro fuera blanco y el orden se convirtiera en caos. Nada era racional cuando ella estaba cerca. Convertía a los tigres en mascotas y retrocedía con espanto ante un perrito. Le había enseñado a reírse y, también, había conseguido algo que nadie más había logrado desde que era un niño, había destruido su rígido autocontrol. Tal vez fuera por eso que él comenzaba a sentir dolor.
Una imagen le cruzó por la mente, al principio difusa, aunque poco a poco se volvió más nítida. Recordó cuando en los días más fríos de invierno pasaba demasiado tiempo a la intemperie y luego entraba para calentarse. Recordó el dolor en sus manos congeladas cuando empezaban a entrar en calor. El dolor del deslució. ¿Sería eso lo que le ocurría? ¿Estaba sintiendo el deshielo de sus emociones?
Daisy volvió la mirada a los reporteros.
– Van a pensar que soy una maleducada, Alex. No debería haberme ido así.
– Me importa un bledo lo que piensen.
– Eso es porque tienes la autoestima alta. Yo, sin embargo, la tengo baja…
– No empieces…
Tater, atado cerca de la caravana, soltó un barrito al ver a Daisy.
– Tengo que darle las buenas noches.
Alex sintió los brazos vacíos cuando ella se acercó a Tater y apretó la mejilla contra su cabeza. Tater la rodeó con la trompa y Alex tuvo que contener el deseo de apañarla antes de que el elefantito la aplastara por un exceso de cariño. Un gato. Quizá podría comprarle un gato. Sin uñas, para que no le arañara.
La idea no lo tranquilizó. Conociendo a Daisy, probablemente se asustaría también de los gatos domésticos.
Finalmente Daisy se alejó de Tater y siguió a Alex a la caravana, donde comenzó a desvestirse, pero se lo pensó mejor y se sentó a los pies de la cama.
– Venga, échame la bronca. Sé que llevas queriendo hacerlo todo el día.
Alex nunca la había visto tan desolada. ¿Por qué siempre tenía que pensarlo peor de él? Aunque su corazón lo impulsaba a tratarla con suavidad, su mente le decía que tenía que dejar las cosas claras y echarle un sermón que jamás olvidaría. El circo estaba lleno de peligros y él haría cualquier cosa para mantenerla a salvo.
Mientras pensaba en eso, ella lo miró y todos los problemas del mundo se reflejaron en las profundidades violeta de sus ojos.
– No podía dejar que lo mataras, Alex. No podía.
Las buenas intenciones de Alex se disolvieron.
– Lo sé. -Se sentó a su lado y comenzó a quitarle las hebras de paja del pelo mientras le hablaba con voz ronca: -Lo que has hecho hoy fue lo más valiente que he visto nunca.
– Y lo más estúpido. Venga, dilo.
– Eso, también. -Alex alargó la mano y le apartó un mechón de la mejilla con el dedo índice. Miró nariz respingona y no pudo recordar haber visto algo que lo conmoviera más profundamente. -Cuando te conocí, pensé que eras una niña mimada, tonta y consentida; demasiado hermosa para su propio bien.
Como era de esperar, ella comenzó a negar con la cabeza.
– No soy hermosa. Mi madre…
– Lo sé. Tu madre era bellísima y tú eres feísima -sonrió. -Lamento decirte, nena, que no estoy de acuerdo contigo.
– Eso es porque no la conociste.
Daisy lo dijo con tal seriedad que él tuvo que reprimir uno de esos ataques de risa que lo asaltaban cada vez que estaban juntos.
– ¿Tu madre habría conseguido meter al tigre en la jaula?
– Quizá no, pero era muy buena con los hombres. Se desvivían por ella.
– Pues este hombre se desvivirá por ti. Daisy abrió mucho los ojos, y él lamentó haber dicho esas palabras porque sabía que habían revelado demasiado. Se había prometido a sí mismo que la protegería de sus sueños románticos, pero acababa de insinuar cuánto le importaba. Conociendo a Daisy y su anticuada visión del matrimonio, imaginaría que aquel cariño era amor y empezaría a construir castillos en el aire sobre un futuro juntos; quimeras que la retorcida carga emocional de él no le dejarían cumplir. La única manera de protegerla era hacerle ver con qué cabrón hijo de perra se había casado.
Pero era difícil. De todas las crueles jugarretas que le había hecho el destino, la peor había sido atarlo a esa frágil y decente mujer, con esos bellos ojos y ese corazón tan generoso. El cariño no era suficiente para ella. Daisy necesitaba a alguien que la quisiera de verdad. Necesitaba hijos y un buen marido, uno de esos tipos con el corazón de oro y trabajo fijo, que fuera a la iglesia los domingos y que la amara hasta el final de sus días.
Sintió una dolorosa punzada en su interior al pensar que Daisy podría casarse con otra persona, pero la ignoró. Sin importar lo que tuviera que hacer, iba a protegerla.
– ¿Qué quieres decir, Alex? ¿Te desvivirías realmente por mí? -A pesar de todas aquellas buenas intenciones, Alex asintió como un tonto. -Entonces siéntate y déjame hacerte el amor.
Alex se tensó, duro y palpitante; deseaba tanto a Daisy que no podía contenerse. En el último instante, antes de que el deseo de poseerla lo dominase, la bota de Daisy se curvó en una sonrisa tan dulce y suave que él sintió como si le patearan el estómago.
Ella no se reservaba nada. Nada en absoluto. Si ofrecía a él en cuerpo y alma. ¿Cómo podía alguien ser tan autodestructivo? Alex se puso a la defensiva. Si ella no era capaz de protegerse a sí misma, él haría el trabajo sucio.
– El sexo es algo más que dos cuerpos -le dijo con dureza. -Eso fue lo que me dijiste. Que tenía que ser sagrado, pero no hay nada sagrado entre nosotros. Entre nosotros no hay amor, Daisy. Es sólo sexo. No olvides.
Para absoluta sorpresa de Alex, ella le brindó una tierna sonrisa, teñida por un poco de piedad.
– Eres tonto. Por supuesto que hay amor. ¿Acaso no lo sabes? Yo te amo.
Él sintió como si le hubieran golpeado a traición.
Ella tuvo el descaro de reírse.
– Te amo, Alex, y no hay necesidad de hacer una montaña de un grano de arena. Sé que te dije que no lo haría, pero no he podido evitarlo. He estado negando la verdad, pero hoy Sinjun me hizo comprender lo que siento.
A pesar de todas las advertencias y amenazas, de todos sus sermones, Daisy había decidido que estaba enamorada de él. Pero era él quien tenía la culpa. Debería haber mantenido más distancia entre ellos. ¿Por qué había paseado por la playa con ella? ¿Por qué le había abierto su corazón? Y lo más reprobable de todo, ¿por qué no la había mantenido alejada de su cama? Ahora tenía que demostrarle que lo que ella pensaba que era amor no era más que una visión romántica de la vida. Y no iba a ser fácil.
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