Aunque Alex le había hablado abiertamente de su linaje Romanov, no le había revelado nada sobre su vida actual, algo que para ella era mucho más importante. Hasta que él le dijera a qué se dedicaba cuando no viajaba con el circo no existiría entre ellos una verdadera comunicación. Pero no se le ocurría otra manera de averiguar la verdad más que engañándolo. Decidió que quizá no había nada malo en decir una pequeña mentirijilla cuando era la felicidad de su matrimonio lo que estaba en juego.

– Alex, creo que tengo una infección de oído. -Él dejó lo que estaba haciendo y la miró con tal preocupación que a Daisy le remordió la conciencia.

– ¿Te duele el oído?

– Un poquito. No mucho. Sólo un poquito nada más.

– Iremos al médico en cuanto termine la función. -Para entonces todas las consultas estarán cerradas. -Te llevaré a urgencias.

– No quiero ir a urgencias. Te aseguro que no es nada serio.

– No voy a dejar que viajes con una infección de oído.

– Supongo que tienes razón. -Daisy vaciló; sabía que ahora tocaba poner el cebo. -Tengo una idea -dijo lentamente. -¿Te importaría mirármelo tú?

Él se quedó quieto.

– ¿Quieres que te examine yo el oído? -Daisy se sintió culpable. Ladeó la cabeza y jugueteó con el borde de la arrugada servilleta de papel. Al mismo tiempo, recordó la manera en que él le había preguntado si estaba vacunada del tétanos o cómo había administrado los primeros auxilios a un empleado. Tenía derecho a saber la verdad.

– Supongo que, sea cual sea tu especialidad, estarás cualificado para tratar una infección de oído. A menos que seas veterinario.

– No soy veterinario.

– Vale. Entonces hazlo.

Él no dijo nada. Daisy contuvo los nervios mientras recolocaba los tréboles y alineaba los botes de sal y la pimienta. Se obligó a recordar que aquello era por el bien de Alex. No podría conseguir que su matrimonio funcionara si él insistía en mantener tantas cosas en secreto.

Lo oyó moverse.

– Vale, Daisy. Te examinaré.

La joven alzó la cabeza con rapidez. ¡Lo había conseguido! ¡Por fin lo había pillado! Con astucia, había logrado que admitiera la verdad. Su marido era médico y ella había logrado que confesara.

Sabía que se enfadaría cuando la examinara y descubriera que no tenía nada en el oído, pero ya se las arreglaría después. Sin duda alguna podría hacerle entender que había sido por su bien. No era bueno para él ser tan reservado.

– Siéntate en la cama -dijo. -Y acércate a la luz para que pueda ver.

Ella lo hizo.

Alex se demoró secándose las manos delante del fregadero antes de dejar a un lado la toalla y acercarse a ella.

– ¿No necesitas el instrumental?

– Está en el maletero de la camioneta y preferiría no tener que mojarme otra vez. Además, hay más de una manera de diagnosticar una infección de oído. ¿Cuál de ellos te duele?

Daisy vaciló una fracción de segundo, luego señaló la oreja derecha. Alex le retiró el pelo a un lado y luego se inclinó para examinarla.

– No veo bien con esta luz, acuéstate.

Daisy se recostó en la almohada. El colchón se hundió cuando él se sentó a su lado y le puso la mano en la garganta.

– Traga.

Lo hizo.

Alex apretó con la punta de los dedos.

– Otra vez.

Daisy tragó por segunda vez.

– Mmm. Ahora abre la boca y di «ah».

– Ahhh…

Alex inclinó la cabeza de Daisy hacia la luz.

– ¿Qué opinas? -preguntó ella finalmente. -Pues parece que sí tienes una infección, pero creo que sea en el oído.

«¿Tenía una infección?»

Alex bajó la mano a su cintura y le presionó el abdomen.

– ¿Te duele aquí?

– No.

– Bien. -Le cogió un tobillo y lo separó del otro. -Estate quieta mientras compruebo el pulso alterno.

Ella se mantuvo en silencio con la frente arrugada de preocupación. «¿Cómo era posible que tuviera una infección?» Se encontraba bien. Luego recordó que había tenido un leve dolor de cabeza hacía un par de días y que a veces se sentía un poco mareada cuando se levantaba demasiado rápido. Tal vez estaba enferma y no lo sabía.

Lo miró con preocupación.

– ¿Tengo el pulso normal?

– Shh… -Le desplazó el otro tobillo para que mantuviera las piernas separadas y le apretó las rodillas sobre la tela del chándal. -¿Te ha dolido algo últimamente?

«¿Le había dolido algo?»

– Creo que no.

Alex le subió la parte superior del chándal y le tocó un pecho.

– ¿Sientes algo aquí?

– No.

Le rozó el pezón con los dedos y, aunque su toque pareció impersonal, Daisy entrecerró los ojos con suspicacia. Luego se relajó al notar la intensa concentración en la cara de Alex. Estaba portándose como todo un profesional; no había indicio de lujuria en lo que estaba haciendo.

Le tocó el otro pecho.

– ¿Y aquí? -preguntó.

– No.

Alex bajó la parte superior del chándal, cubriéndola con modestia, y ella se sintió avergonzada por haber dudado de él.

Parecía preocupado.

– Me temo que…

– ¿Qué?

Cubrió la mano de Daisy con la suya y le dio una palmadita consoladora.

– Daisy, yo no soy ginecólogo, y normalmente no haría esto, pero me gustaría examinarte. ¿Te importaría?

– ¿Si me importaría…? -Daisy vaciló. -Bueno, no, supongo que no. Es decir, estamos casados y ya me has visto… pero ¿qué tienes que hacer? ¿Crees que me pasa algo?

– Estoy prácticamente seguro de que no es nada, pero los problemas glandulares pueden complicarse y sólo quiero asegurarme de que no es así. -Alex deslizó los pulgares hasta la cinturilla de los pantalones de Daisy. Ella levantó las caderas y dejó que se los quitara junto con las bragas.

Cuando él tiró la ropa al suelo, las sospechas de Daisy regresaron de nuevo, pero las ignoró cuando se dio cuenta de que él no estaba mirándola. Parecía distraído, como si estuviera ensimismado. ¿Y si en realidad tenía una enfermedad rara y él estaba pensando la mejor manera de decírselo?

– ¿Prefieres que te cubra con la sábana? -preguntó él.

A la joven le ardieron las mejillas.

– Er…, esto… No es necesario. Es decir, dadas las circunstancias…

– Vale. Entonces… -Le apretó con suavidad sus rodillas. -Dime si te duele.

No le dolió. Ni un poquito. Mientras la examinaba, a Daisy se le cerraron los ojos y comenzó a flotar. Alex tenía un toque de lo más asombroso. Controlado. Exquisito. Un roce aquí. Otro allá. Era delicioso. Esos dedos dejaron un rastro suave y húmedo. Su boca… ¡Era su boca!

Daisy levantó de golpe la cabeza de la almohada.

– ¡Eres un pervertido! -chilló ella.

Él soltó una risotada y la inmovilizó, agarrándola con firmeza.

– ¡No eres médico!

– ¡Ya te lo había dicho! Eres muy ingenua. -Alex se rio más fuerte. Ella intentó soltarse y él la sujetó con tina mano mientras se bajaba la cremallera con la otra. -Pequeña farsante, has intentado engañarme con una falsa infección de oídos.

Daisy entornó los ojos cuando él se bajó los vaqueros.

– ¿Qué estás haciendo?

– Sólo hay una cura para lo que te pasa, cariño. Y yo soy el único hombre que puede proporcionártela.

Los ojos de Alex chispearon de risa y pareció tan satisfecho de sí mismo que la irritación de Daisy se aplacó y le resultó difícil mantener el ceño fruncido.

– ¡Me las pagarás!

– No hasta que me cobre la consulta. -Los vaqueros de Alex cayeron al suelo en un suave susurro junto con los calzoncillos. Con una amplia y lobuna sonrisa, cubrió el cuerpo de Daisy con el suyo y entró en ella con un suave envite.

– ¡Degenerado! Eres un horrible…, ahh…, un horrible… Mmm…

Alex esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Decías?

Daisy luchó contra la creciente excitación que la inundaba, decidida a no ceder a él con demasiada facilidad.

– ¡Creí que me pasaba algo! Y… y durante todo ese tiempo estabas… ahhh… ¡estabas buscando un polvo!

– Ese lenguaje… Ella gimió y apresó las caderas de Alex entre las manos.

– Y lo dice alguien que ha violado el juramento hipocrático…

Él soltó una carcajada que envió vibraciones de placer al interior de la joven. Cuando Daisy le miró a los ojos, vio que el desconocido tenso y peligroso con quien se había casado había desaparecido. En su lugar había un hombre que no había visto nunca: joven, alegre y despreocupado. A Daisy le dio un vuelco el corazón.

Se le empañaron los ojos. Alex le mordisqueó el labio inferior.

– Oh, Alex…

– Calla, amor. Cállate y deja que te ame. Dijo las palabras con el ritmo que marcaban sus embestidas. Ella le respondió y se unió a él con los ojos llenos de lágrimas. En un par de horas tendrían que enfrentarse en la pista, pero por ahora no había peligro, sólo el placer que atravesaba sus cuerpos, inundaba sus corazones y estallaba en un manto de estrellas.

Un rato después, cuando Daisy estaba en el cuarto de baño aplicándose el maquillaje para la función, la sensación de bienestar se evaporó. No importaba lo que ella quisiera creer, no habría verdadera intimidad entre ellos si Alex guardaba tantos secretos.

– ¿Quieres tomar un café antes de que salgamos a mojarnos? -gritó él.

Daisy guardó el lápiz de labios y salió del cuarto de baño. Alex estaba apoyado en el mostrador con sólo los vaqueros y una toalla amarilla colgando del cuello. Ella metió las manos en los bolsillos del albornoz.

– Lo que quiero es que te sientes y me digas a qué te dedicas cuando no viajas con el circo.

– ¿Ya estamos con eso otra vez?

– Más bien seguimos con ello. Ya basta, Alex. Quiero saberlo.

– Si es por lo que acabo de hacer…

– Eso ha sido una tontería. Pero no quiero más misterios. Si no eres médico ni veterinario, dime, ¿qué tipo de doctor eres?

– Puede que sea dentista.

Alex parecía tan esperanzado que Daisy casi sonrió.

– No eres dentista. Ni siquiera utilizas la seda dental todos los días.

– Sí que lo hago.

– Mentiroso, como mucho cada dos días. Y, definitivamente, no eres psiquiatra, aunque estás neurótico perdido.

Él cogió la taza de café del mostrador y se quedó mirando el contenido.

– Soy profesor universitario, Daisy.

– ¿Que eres qué?

Alex la miró.

– Soy profesor de historia del arte en una pequeña universidad privada de Connecticut. Ahora mismo he cogido una excedencia.

Daisy se había imaginado muchas cosas, pero no ésa. Aunque, si lo pensaba bien, tampoco debería asombrarse tanto. Él había dejado caer pistas sutiles. Recordó que Heather le había dicho que Alex la había llevado a una exposición y le había comentado los cuadros. Y había muchas revistas de arte en la caravana, aunque ella había pensado que se las habían dejado los anteriores inquilinos. Además, estaban las numerosas referencias que Alex había hecho a pinturas famosas. Se acercó a él.

– ¿Y por qué tanto misterio?

Alex se encogió de hombros y tomó un sorbo de café.

– A ver si lo adivino. Es por el mismo motivo por el que usamos esta caravana, ¿no? ¿La misma razón por la que escogiste vivir en el circo en vez de otro sitio? Sabías que estaría más cómoda con un profesor universitario que con Alexi el Cosaco, y no querías que estuviese a gusto.

– Quería que te dieras cuenta de lo diferentes que somos. Trabajo en un circo, Daisy. Alexi el Cosaco es una parte muy importante de mi vida.

– Pero también eres profesor universitario.

– En una universidad pequeña.

Daisy recordó la raída camiseta universitaria que a veces se ponía ella para dormir.

– ¿Estudiaste en la Universidad de Carolina del Norte?

– Hice prácticas allí, pero me licencié y doctoré en la Universidad de Nueva York.

– Me cuesta imaginarlo.

Alex le rozó la barbilla con el pulgar.

– Esto no cambia nada. Todavía diluvia, tenemos una función que hacer y estás tan hermosa que lo único que quiero es quitarte el albornoz y volver a jugar a los médicos.

Daisy se obligó a dejar de lado las preocupaciones y a vivir el presente, al menos de momento.


Esa noche, a mitad de la función, se levantó viento. Cuando los laterales de la lona de nailon del circo comenzaron a hincharse y deshincharse como un gran fuelle, Alex ignoró la afirmación de Sheba de que la tormenta amainaría y ordenó a Jack que suspendiera la función.

El maestro de ceremonias lo anunció de manera discreta, diciéndole al público que necesitaban bajar la cubierta del circo como medida de seguridad, garantizando a todos el reembolso de la entrada. Mientras Sheba echaba humo por el dinero perdido, Alex dio instrucciones a los músicos de tocar una alegre melodía para acelerar la salida de la gente.

Parte del público se detuvo bajo el toldo de entrada para no mojarse y tuvieron que animarlo para que continuara saliendo. Mientras ayudaba a la evacuación, Alex sólo pensaba en Daisy; en si habría seguido sus órdenes de permanecer en la camioneta hasta que amainara el viento.