– Papá tengo que contarte algo. -Se agarró las manos con fuerza. -Algo muy malo.

Él se puso rígido.

– No estarás embarazada, ¿no?

– ¡No! -Heather se ruborizó. -¡Siempre piensas lo peor de mí!

Brady se hundió en la silla.

– Lo siento, cariño. Es que te haces mayor y eres muy guapa. Estoy preocupado por ti.

Era lo más agradable que le había dicho en todo el verano, pero a ver qué decía cuando confesara lo que había hecho. Quizá debería habérselo dicho a Sheba primero; no era a Sheba a quien temía, sino a su padre. Las lágrimas hicieron que le picaran los ojos, pero parpadeó para ahuyentarlas porque los hombres odian las lágrimas. Matt y Rob decían que sólo lloraban las nenitas.

– Es que hice algo… y ya no puedo callarlo por más tiempo.

Él no dijo nada. Sólo la observó y esperó.

– Es… es como si algo horrible estuviera creciendo en mi interior y no se detuviera.

– Tal vez sea mejor que me lo cuentes.

– Yo… -Tragó saliva. -El dinero… el dinero que todos pensasteis que había robado Daisy… -Las palabras salieron finalmente: -fui yo quien lo robó.

Por un momento él no dijo nada, luego se levantó de un salto.

– ¿¿¡¡Qué!!??

Heather levantó la mirada hacia su padre e incluso en la oscuridad de la noche pudo ver su expresión furiosa. Se le cayó el alma a los pies, pero se obligó a continuar.

– Fui yo… Yo cogí el dinero y luego me colé en su caravana y lo escondí en su maleta para que todos pensaran que lo había robado ella.

– ¡No me lo puedo creer! -Brady comenzó a dar patadas a diestro y siniestro, golpeando la pata de la silla sobre la que estaba sentada ella y haciendo que se cayera. Antes de que tocase el suelo, él la agarró por el brazo y comenzó a sacudirla. -¿Por qué hiciste algo así? Maldita sea, ¿por qué mentiste?

Aterrada, Heather intentó zafarse de él, pero su padre no la soltó y la chica ya no pudo contener las lágrimas.

– Quería… quería que Daisy tuviera problemas. Fue…

– Eres rastrera.

Volvió a sacudirla.

– ¿Sabe Alex algo de esto?

– No.

– Has consentido que todos piensen que Daisy es una ladrona cuando fuiste tú. Me pones enfermo.

Sin ningún miramiento, la arrastró por el recinto. A Heather le goteaba la nariz y estaba tan asustada que comenzaron a castañetearle los dientes. Había sabido que su padre se enfadaría con ella, pero no había imaginado hasta qué punto.

Rodearon la caravana de Sheba, y se dirigieron hacia la de Alex y Daisy, que estaba aparcada al lado. Con brusquedad, Brady levantó el puño y golpeó la puerta. Se encendieron las luces del interior y Alex abrió de inmediato.

– ¿Qué pasa, Brady?

La cara de Daisy apareció por encima del hombro de Alex y, cuando vio a Heather, pareció preocupada.

– ¿Qué ha pasado?

– Díselo -le exigió su padre.

Heather se explicó entre sollozos.

– Fui yo… fui yo quien…

– ¡Míralos a la cara mientras hablas! -Le cogió la barbilla y le alzó la cabeza, sin lastimarla pero obligándola a mirar a Alex a los ojos. Heather quiso morirse.

– ¡Yo cogí el dinero! -sollozó. -No fue Daisy. ¡Fui yo! Luego me colé en la caravana y lo escondí en su maleta.

Alex se puso tenso y mostró una expresión tan parecida a la de su padre que Heather dio un paso atrás.

Daisy soltó un grito ahogado. Aunque era una mujer pequeña logró apartar a Alex a codazos y bajar un escalón. Intentó abrazar a Heather pero su padre la apartó.

– No te compadezcas de ella. Heather ha sido una cobarde y será castigada por ello.

– ¡Pero no quiero que la castigues! Hace meses que pasó. Ya no importa.

– Cuando pienso en todos los desaires que te hice…

– No importa. -Daisy tenía la misma expresión testaruda que cuando sermoneaba a la chica por su lenguaje. -Esto es cosa mía, Brady. De Heather y mía.

– Estás equivocada. Heather es carne de mi carne, mi responsabilidad, y nunca pensé que llegaría el día en que me avergonzaría tanto de ella como ahora. -Miró a Alex. -Sé que es un problema del circo, pero te pido que dejes que me encargue yo mismo de esto.

Heather se echó hacia atrás al ver la mirada escalofriante en los ojos de Alex cuando éste asintió con la cabeza.

– ¡No, Alex! -Daisy intentó acercarse de nuevo a Heather, pero Alex la atrapó desde atrás.

Brady la arrastró entre las caravanas sin decir ni una palabra. Heather no había estado tan asustada en toda su vida. Su padre nunca le había pegado, pero claro, ella nunca había hecho nada tan malo.

Él se detuvo en seco cuando Sheba surgió de las sombras de su gran caravana RV. Llevaba puesta una bata verde de seda con estampados de aves y flores por todos lados. Heather se alegró tanto de verla que a punto estuvo de lanzarse en sus brazos, pero la horrible mirada en los ojos de la dueña del circo le hizo darse cuenta de que Sheba lo había oído todo.

Heather sacudió la cabeza y comenzó a llorar de nuevo. Ahora Sheba también la odiaba. Debería haberlo esperado, Sheba odiaba el robo más que cualquier cosa.

Sheba habló con voz trémula:

– Quiero hablar contigo, Brady.

– Más tarde. Tengo que ocuparme de unos asuntos…

– Mejor ahora. -Luego se dirigió a la chica: -Vete a la cama, Heather. Tu padre y yo hablaremos contigo a primera hora de la mañana.

– ¿Y a ti qué más te da? -quiso gritar Heather. -Tú odias a Daisy. Pero sabía que eso no importaba ahora. Sheba era tan dura como su padre a la hora de seguir las reglas del circo.

Su padre la soltó, y Heather huyó. Mientras corría a la seguridad de su cama, supo que había perdido la última oportunidad de conseguir que su padre la amara.

CAPÍTULO 19

Brady estaba furioso con Sheba.

– No quiero que metas las narices en esto.

– Sólo quiero que te tranquilices un poco. Vamos dentro.

Él subió las escaleras y abrió de un tirón la puerta metálica. Estaba demasiado alterado para prestar atención a los lujosos muebles que hacían de la RV de Sheba la caravana más ostentosa del circo.

– ¡Es una ladrona! ¡Mi hija es una puta ladrona! Permitió que se culpase a Daisy. -Apartó a un lado un juego de pesas y se dejó caer sobre el sofá, donde se pasó la mano por el pelo.

Sheba cogió una botella de Jack Daniel's del armario de la cocina y llenó dos vasos. Ninguno de los dos era bebedor y Brady se sorprendió cuando ella vació el contenido de uno de los vasos antes de pasarle el otro. Cuando se acercó a él la bata se le ciñó a las caderas, haciendo que Brady se olvidara de su enfado, aunque sólo fuera por un momento.

Sheba tenía la habilidad de nublarle la mente. No era algo que le gustara y había luchado contra ello desde el principio. Era engreída, terca y lo volvía loco. Era de esas mujeres que tenían que estar al mando en cualquier situación, un control que él nunca cedería a una mujer por mucho que lo atrajera. Y no había ninguna duda de que Sheba Quest lo atraía. Era la mujer más excitante que había conocido nunca. Y la que más lo irritaba.

Sheba le dio el vaso de whisky y se sentó a su lado. Al hacerlo se le abrió la bata dejando al descubierto un muslo. Era vigoroso y esbelto y Brady sabía, tras haberla observado trabajar con los trapecistas, lo tonificado que estaba. En la RV se encontraba todo el equipo que ella utilizaba para mantenerse en forma. Había instalado una barra de ejercicios sobre la puerta del dormitorio. En la esquina había un banco de entrenamiento con un surtido de pesas de mano.

Sheba se reclinó sobre los almohadones del sofá y cerró los ojos. Arrugó la cara, casi como si fuera a echarse a llorar, algo que nunca le había visto hacer.

– ¿Sheba? -Ella abrió los ojos. -¿Qué te pasa?

La mujer apoyó un tobillo en la rodilla opuesta adoptando una postura típicamente masculina. Era tan descarada que Brady no entendía cómo podía parecer a la vez tan femenina.

Vislumbró un retazo de seda púrpura entre las piernas de Sheba y encontró un blanco para su furia.

– ¡Por qué no te sientas como una señora en vez de como una vulgar mujerzuela!

– No soy tu hija, Brady. Me sentaré como me dé la gana.

Brady nunca le había pegado a una mujer en su vida, pero en ese momento supo que le estallaría la cabeza si no la provocaba. Con un movimiento tan rápido que ella no lo vio llegar, la agarró de la bata y la puso en pie de golpe.

– Te la estás buscando, nena.

– Por desgracia, tú no eres lo suficiente hombre para darme lo que quiero.

Brady no pudo recordar ninguna otra ocasión en la que se sintiera tan furioso y Sheba se convirtió en el blanco de todas las emociones que estaban a punto de explotar en su interior.

– ¿Me estás provocando, Sheba? ¿Es que no tienes a mano a nadie mejor que yo? Soy el hijo de un carnicero de Brooklyn, ¿recuerdas?

– Lo que eres, es un bastardo deslenguado. Lo insultaba a propósito. Era como si ella misma quisiera que la lastimara, y el estaba dispuesto a complacerla. Le abrió la bata y se la arrancó de un tirón.

Sheba se quedó desnuda salvo por unas provocativas bragas de seda color púrpura. Tenía los pechos grandes y los pezones oscuros del tamaño de una moneda de medio dólar. Ya no tenía el vientre plano y sus caderas eran más redondeadas de lo que deberían ser. Era voluptuosa y madura en toda la extensión de la palabra, y Brady nunca había deseado tanto a una mujer.

Ella no hizo ningún intento por cubrirse, sino que le sostuvo la mirada con un descaro tal que le dejó sin aliento. Sheba arqueó la espalda y colocó la pierna izquierda delante de la derecha con un movimiento elegante. Luego plantó la mano sobre la cadera. Sus pechos se balancearon ante Brady y éste perdió el control. -Que te jodan. Ella siguió provocándole.

– Eso intento, Brady. Eso intento.

Intentó cogerla, pero olvidó lo veloz que era. Sheba se alejó con rapidez, con el pelo rojo flotando a su espalda y los pechos rebotando. Brady se abalanzó tras ella, pero se le volvió a escurrir entre los dedos. Sheba se rio, pero no fue un sonido agradable.

– ¿Estas mayor para esto, Brady?

Iba a domesticarla, no importaba lo que tuviera que hacer. Impondría su voluntad sobre esa mujer.

– No tienes ni la más mínima oportunidad -se burló él.

– Ya veremos. -Sheba le arrojó una de las pesas, que cayó rodando al suelo como si fuera un bolo.

A pesar de la sorpresa, él la esquivó con facilidad. Vio un destello de desafío en los ojos de Sheba y cómo le brillaban los pechos por el sudor. El juego había comenzado.

Brady hizo una finta a la izquierda y luego se volvió a la derecha. Por un momento, la tomó por sorpresa, pero cuando él le rozó el brazo con los dedos, ella dio un salto y se colgó de la barra de ejercicios que había en el dintel de la puerta.

Con un grito triunfal, Sheba comenzó a balancearse, hacia delante y atrás. Arqueó la espalda y encogió las piernas, usándolas para golpearlo. Sus pechos se movían como una invitación y aquellas diminutas bragas púrpuras se deslizaron a un lado, revelando el vello rojizo que cubrían. Brady nunca había visto nada más hermoso que Sheba Cardoza Quest, la reina de la pista central, actuando para él en esa representación privada.

Aquello sólo tenía una salida posible. Brady se quitó la camiseta y los zapatos. Ella siguió meciéndose mientras observaba cómo él se quitaba los pantalones cortos. A Brady no le gustaba llevar ropa interior y estaba desnudo debajo de ellos.

Los ojos de la mujer escrutaron cada centímetro de su cuerpo; Brady sabía que ella apreciaba lo que veía.

Cuando se acercó, Sheba le dio una patada, pero él la sujetó por los tobillos.

– Bueno, a ver qué tenemos aquí. Le separó lentamente las piernas formando un arco. -Eres un demonio, Brady Pepper.

– Ya deberías saberlo. -Le recorrió las corvas con los labios y siguió explorando, ascendiendo por el músculo del interior del muslo. Cuando alcanzó el retazo de seda púrpura, se detuvo un momento para mirarla a los ojos, luego inclinó la cabeza y la mordisqueó a través de la delicada tela.

Ella gimió y apoyó los muslos en sus hombros. Él aferró las nalgas de Sheba con las palmas de las manos y continuó con su húmeda caricia. Sheba cambió de posición y se soltó de la barra. Brady profundizó la presión de su boca mientras ella cabalgaba sobre sus hombros y se apretaba contra él.

La mujer echó la cabeza hacia atrás mientras la llevaba por el pasillo hacia la enorme cama de la parte trasera. Se dejaron caer sobre ella. Sheba perdió el control cuando Brady le quitó las bragas y hundió los dedos en su interior mientras se recreaba en sus pechos.

Sheba se retorció para colocarse encima y montarle, pero él se lo impidió.

– Aquí mando yo.

– ¿De verdad crees eso?