– Ábrete para mí y dejaré que me sirvas otra vez.
Oh, Santo Dios. Alex debió de sentir el estremecimiento que la recorrió porque sus ojos se entornaron con satisfacción. Daisy separó las piernas.
– No tan rápido. -Él le atrapó el lóbulo de la oreja entre los dientes y lo mordisqueó con suavidad. -Primero tengo que castigarte.
– ¿Castigarme? -Ella se quedó rígida pensando en los látigos guardados bajo la cama, justo debajo de sus caderas.
– Me has excitado, pero no has terminado lo que empezaste.
– Eso fue porque tú…
– Basta. -Alex se levantó de nuevo y la miró con toda la noble arrogancia heredada de sus antepasados Romanov.
Daisy se relajó. Él jamás le haría daño.
– Cuando quiera tu opinión, mujer, te la pediré. Hasta entonces, será mejor que controles la lengua. Mis cosacos llevan demasiado tiempo sin una mujer.
Ella le lanzó una mirada afilada.
A Alex le tembló la comisura de los labios, pero no sonrió. Se limitó a inclinar la cabeza y rozarle con los labios el interior del muslo.
– Sólo hay un castigo adecuado para una esclava que no sabe guardar silencio. Una severa y cruel reprimenda.
El techo dio vueltas mientras él cumplía su amenaza y la llevaba a un reino de ardiente placer, a un éxtasis tan antiguo como el tiempo. El cuerpo de Alex se volvió resbaladizo por el sudor y tensó los músculos de los hombros bajo las manos de Daisy, pero no se detuvo. Sólo al final, cuando ella le rogó que forzara la dulce penetración que necesitaba con tanta desesperación.
Alex la penetró profundamente y toda diversión desapareció de sus ojos.
– Quiero amarte -susurró.
A ella le ardieron los ojos por las lágrimas cuando él dijo las palabras que tanto había deseado oír. Alex se pegó a su cuerpo, y se dejaron llevar por un ritmo tan eterno como el latido de sus corazones. Se movieron como si fueran uno. Daisy sintió cómo su amado la llenaba por completo, llegando al mismo centro de su alma.
Se perdieron en un torbellino de pasión; hombre y mujer, cielo y tierra. Todos los elementos de la creación convergiendo en una perfecta combinación.
Cuando todo terminó, Daisy experimentó una dicha que nunca había sentido antes y tuvo la certeza de que todo iría bien entre ellos. «Quiero amarte», había dicho él. No había dicho, «quiero hacer el amor contigo», sino «quiero amarte». Y lo había hecho. No podía haberla amado más intensamente aunque hubiera repetido las palabras cien veces.
Lo miró por encima de la almohada. Estaba de cara a ella, con los ojos medio cerrados y somnolientos. Extendiendo el brazo, Daisy le acarició la mejilla y él volvió la cabeza para besarle la palma de la mano.
Ella le recorrió la mandíbula con el pulgar, disfrutando de la suave aspereza de su piel.
– Gracias.
– Soy yo quien debería darte las gracias.
– ¿Quiere eso decir que no vas a compartirme con tus cosacos?
– No te compartiría con nadie.
El juego erótico que habían estado jugando la había hecho olvidarse de la promesa que se había hecho interiormente de decirle lo del bebé esa noche.
– Llevas días sin hablar del divorcio.
Alex se puso en guardia de inmediato y rodó sobre la espalda.
– No he pensado en ello.
Daisy se sintió desanimada por su retirada, pero ya sabía que iba a ser difícil y continuó presionándolo, aunque con toda la suavidad que pudo.
– Me alegro. No es algo agradable en lo que pensar.
La observó con una mirada preocupada.
– Sé lo que quieres que diga, pero aún no puedo. Dame un poco más de tiempo, ¿vale?
Con un nudo en la garganta, Daisy asintió con la cabeza.
Parecía tan nervioso como un animal salvaje obligado a vivir bajo el yugo de la civilización.
– Nos lo tomaremos día a día.
Daisy comprendió que no debía seguir presionándolo. Pero el hecho de que él no hubiera mencionado que su matrimonio finalizaría en apenas dos meses le daba la suficiente esperanza como para retrasar un poco más la noticia del bebé.
– Eso haremos.
Él se incorporó y se reclinó contra las almohadas apoyadas contra el cabecero.
– Sabes que eres lo mejor que me ha pasado en la vida, ¿verdad?
– Sin lugar a dudas.
Él se rio entre dientes y dio la impresión de que lo abandonaba parte de la tensión. Daisy se puso boca abajo, se apoyó en los codos y le acarició el vello del pecho con la yema de los dedos.
– ¿Catalina la Grande fue una Romanov?
– Sí.
– He leído que era una mujer muy lujuriosa.
– Tenía un montón de amantes.
– Y mucho poder. -Daisy se inclinó hacia delante y le mordisqueó el pectoral. Alex se estremeció, así que lo mordisqueó otra vez.
– ¡Ay! -la cogió por la barbilla. -¿Qué es lo que está tramando exactamente esa retorcida mente tuya?
– Sólo pensaba en todos esos hombres tan fuertes bajo el yugo de Catalina la Grande…
– Aja.
– … obligados a servirla… a someterse a ella.
– Aja.
Ella le acarició con los labios.
– Te toca ser el esclavo, machote.
Por un momento él pareció alarmado, luego soltó un profundo suspiro.
– Creo que he muerto y he ido al cielo.
CAPÍTULO 21
Alex estuvo imposible toda la semana. Desde que fueron a cenar para luego disfrutar de aquellos juegos eróticos, buscó todo tipo de excusas para discutir con ella. Incluso en ese momento la miraba con el ceño fruncido mientras se secaba el sudor de la frente con el brazo.
– ¿No podías haber rellenado la bombona de gas cuando fuiste a hacer la compra al pueblo?
– Lo siento, pero no sabía que estaba vacía.
– Nunca te fijas en nada -añadió él con acritud. -¿Qué crees? ¿Que se rellena sola?
Daisy apretó los dientes. Parecía como si se hubieran acercado demasiado aquella noche y necesitara distanciarse de ella otra vez. Por el momento había logrado esquivar todas las granadas que le había lanzado, pero cada vez le resultaba más difícil mantener a raya su propio temperamento. En ese instante tuvo que contenerse para hablar con calma.
– No sabía que querías que lo hiciera yo. Siempre te has ocupado tú de esas cosas.
– Sí, pero por si no te has dado cuenta, he estado muy ocupado últimamente. Han enfermado los caballos, se incendió la carpa de la cocina y ahora tenemos a un inspector de sanidad amenazando con multarnos por saltarnos no sé qué normas de seguridad.
– Sé que has estado sometido a mucha presión. Si me lo hubieras dicho no me habría importado ocuparme de las bombonas.
– Sí, claro. ¿Cuántas veces has rellenado una bombona?
Daisy contó mentalmente hasta cinco.
– Ninguna. Pero aprendería a hacerlo.
– No te molestes. -Y se alejó a paso airado.
Daisy ya no pudo contenerse ni un minuto más. Plantó una mano en la cadera y le gritó:
– ¡Que pases un buen día también!
Alex se detuvo, luego se giró para dirigirle una de sus miradas más sombrías.
– ¡No te pases!
Daisy cruzó los brazos sobre el pecho y dio golpecitos en el suelo con la deportiva sucia. Puede que Alex estuviera experimentando un montón de sentimientos que no sabía cómo manejar, pero eso no quería decir que tuviera que desahogar su frustración en ella. Daisy llevaba días intentando ser paciente, pero ya no aguantaba más.
Alex se acercó a ella apretando los dientes. Daisy se negó a retroceder.
Alex se paró delante de ella, intentando intimidarla con su tamaño.
Daisy tuvo que reconocer que se le daba muy bien.
– ¿Pasa algo? -espetó él.
Aquella discusión era tan ridícula que a ella no le quedó más remedio que sonreír con picardía.
– Si alguien te dice que estás muy guapo cuando te enfadas, miente.
La cara de Alex adquirió un tono púrpura y Daisy pensó que explotaría. Pero en vez de eso, se limitó a alzarla por los codos y empujarla contra el remolque. Luego la besó hasta que Daisy se quedó sin aliento.
Cuando finalmente la puso en el suelo, estaba de peor humor que antes de besarla.
– ¡Lo siento! -gritó.
Como disculpa no era gran cosa, pues cuando se marchó parecía más un tigre malhumorado que un marido arrepentido. Aunque Daisy sabía que él estaba sufriendo, se le había agotado la paciencia. ¿Por qué tenía que hacerlo todo tan difícil? ¿Por qué no podía aceptar que la amaba?
Recordó la vulnerabilidad que había visto en sus ojos la noche que le había pedido más tiempo. Sospechaba que Alex sentía miedo de dar nombre a lo que sentía por ella. La dicotomía entre sus sentimientos y lo que creía saber sobre sí mismo estaba desgarrándolo por dentro.
Eso era lo que se decía a sí misma, porque la alternativa -que no la amara- era algo en lo que no quería pensar. Y más si tenía en cuenta que aún no le había dicho que estaba embarazada.
Disculpaba aquella cobardía de todas las maneras que se le ocurrían. Cuando las cosas iban bien entre ellos, se decía que no quería arriesgarse a perder la armonía y, cuando todo se desmoronaba, que había perdido el valor.
Pero lo mirara como lo mirase, sabía que estaba comportándose como una cobarde. Debía enfrentarse al problema y, sin embargo, seguía huyendo de él. Ya había pasado casi un mes desde que se había hecho la prueba del embarazo. Debía de estar ya de dos meses y medio, pero no había ido al médico porque no quería arriesgarse a que Alex lo descubriese. El que se estuviera cuidando no era excusa para no comenzar un correcto control prenatal, sobre todo si tenía que asegurarse de que el bebé no había resultado dañado por las píldoras anticonceptivas que había seguido tomando antes de descubrir que éstas habían fallado y estaba embarazada.
Metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y tomó una decisión. No había razón para seguir postergándolo más. De todas maneras era imposible seguir viviendo así. ¿Para qué seguir atormentándose? Se lo diría esa tarde. Eran necesarios dos para hacer un bebé y ya iba siendo hora de que ambos aceptaran sus responsabilidades.
En cuanto acabó la función de la tarde fue a buscarlo, pero la camioneta no estaba. Daisy estaba cada vez más nerviosa. Después de haber estado posponiendo esa conversación tanto tiempo, lo único que deseaba era quitarse ese peso de encima.
Deberían haberse visto a la hora de la cena, pero el inspector de sanidad retuvo a Alex hasta que dio comienzo la última función. Cuando se dirigió a la puerta trasera del circo antes de la actuación, Daisy lo vio junto a Misha. Llevaba uno de los látigos enrollado al hombro y el extremo le colgaba sobre el pecho. La brisa le removía el pelo oscuro y la tenue luz arrojaba profundas sombras a sus rasgos.
No había nadie con él. Era como si hubiera dibujado un círculo invisible a su alrededor, un círculo que mantenía a todo el mundo fuera, incluyéndola a ella. En especial a ella. Las lentejuelas rojas del cinturón de Alex brillaron cuando pasó la mano sobre el flanco del animal. La frustración de Daisy fue en aumento. ¿Por qué tenía que ser tan testarudo?
Mientras el público reía por las travesuras de los payasos, Daisy se acercó a él. Misha resopló y echó la cabeza hacia atrás. Daisy miró a la bestia con aprensión. No importaban las veces que representara el número, nunca se acostumbraría a él, incluyendo el aterrador momento en el que Alex la montaba delante de él en la silla.
La joven se detuvo delante del caballo.
– ¿Crees que alguien podría sustituirte después de la función? Tengo que hablar contigo.
Alex le respondió sin mirarla mientras ajustaba la cincha de la silla de montar.
– Tendrás que esperar. Tengo mucho que hacer.
Pero a Daisy se le había agotado la paciencia. Si no resolvían sus problemas ya, no serían capaces de sacar ese matrimonio adelante.
– No puedo esperar.
Las holgadas mangas de la camisa blanca de Alex se hincharon cuando se incorporó.
– Mira, Daisy, si es por lo de la bombona, ya te he dicho que lo siento. Sé que no ha sido fácil vivir conmigo estos últimos días, pero he tenido una semana muy dura.
– Has tenido muchas semanas duras, pero nunca lo has pagado conmigo.
– ¿Cuántas veces tengo que disculparme?
– No quiero tus disculpas. Lo único que quiero es hablar de los motivos por los que te distancias de mí.
– Déjalo estar, ¿vale?
– No puedo. -El número de los payasos llegaba a su fin. Daisy sabía que ése no era el mejor momento para hablar, pero ahora que había comenzado, no podía parar. -Nos estamos haciendo daño el uno al otro. Tenemos un futuro juntos y necesitamos hablar de ello. -Le acarició el brazo esperando que se apartara y, como no lo hizo, Daisy se sintió confiada para seguir. -Estos meses han sido los mejores de mi vida. Me has ayudado a encontrarme a mí misma, y espero haberte ayudado a hacer lo mismo. -Le puso las manos en el pecho y sintió el latido del corazón de Alex a través de la tela de seda. La flor de papel que llevaba entre los pechos crujió y el extremo del látigo rozó la mano de Daisy. -¿No sientes cómo nos envuelve el amor? ¿No estamos mejor juntos que separados? Somos perfectos el uno para el otro -sin haberlo planeado siquiera, las palabras que había estado conteniendo tanto tiempo surgieron de su boca, -y también lo seremos para el bebé que estamos esperando.
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