Durante un segundo no pasó nada. Y luego todo cambió. Los tendones del cuello de Alex se tensaron y los ojos se le oscurecieron mientras la miraba con algo que parecía terror. Después retorció la cara en una máscara de furia.
Daisy apartó las manos de su pecho. El instinto la impulsó a escapar, pero ya había hecho lo más difícil y estaba dispuesta a mantenerse firme.
– Alex, no he buscado este bebé. Ni siquiera sé cómo ocurrió. Pero no voy a mentirte y a decir que lo siento.
– Confié en ti -dijo el sin apenas mover los labios.
– En ningún momento he traicionado tu confianza.
Alex cerró los puños y tragó compulsivamente. Por un momento, Daisy pensó que iba a golpearla.
– ¿De cuánto estás?
– De unos dos meses y medio.
– ¿Cuánto hace que lo sabes?
– Más o menos un mes.
– ¿Lo sabes desde hace un mes y no me has dicho nada?
– Me daba miedo decírtelo.
La alegre música de los payasos fue en aumento señalando el final del número. Alex y ella eran los siguientes. Digger, que era el encargado de enviar a Misha a la pista en el punto álgido de la actuación, se acercó para hacerse cargo del caballo.
Alex agarró a Daisy del brazo y la alejó de los demás.
– No vas a tener ningún bebé. ¿Entiendes lo que te digo?
– No, no lo entiendo.
– Mañana por la mañana, en cuanto nos levantemos, tú y yo nos iremos. Y cuando volvamos, no existirá ningún bebé.
Ella lo miró conmocionada. Se le revolvió el estómago y tuvo que llevarse el puño a la boca. El público guardó silencio como siempre que Jack Daily comenzaba la dramática introducción de Alexi el Cosaco.
– Yyyy… ahora, el circo de los Hermanos Quest se enorgullece en presentar…
– ¿Quieres que aborte? -susurró Daisy.
– ¡No me mires como si fuera un monstruo! ¡No te atrevas a mirarme así! Te dije desde el principio lo que pensaba de ese tema. Te abrí mi corazón para que lo entendieras. Pero, como siempre, has decidido que sabes más que nadie. Aunque no tienes ni una pizca de cordura en tu maldito cuerpo, ¡decidiste que eres más lista que nadie!
– No me hables así.
– ¡Confié en ti! -Alex hizo una mueca cuando las primeras notas de la balalaica rompieron el silencio de la noche. Era la señal para entrar en la pista. -Creía que tomabas las pastillas, pero me has engañado.
Ella negó con la cabeza y se tragó la bilis que le subía por la garganta.
– No voy a deshacerme del bebé.
– ¡Por supuesto que sí! Harás lo que yo diga.
– Tú tampoco quieres. Sería algo horrible.
– No tan horrible como lo que tú has hecho.
– ¡Alex! -gritó uno de los payasos. -Es tu turno.
Cogió el látigo de su hombro.
– Nunca te lo perdonaré, Daisy. ¿Me oyes? Nunca. -Apartándose de ella, desapareció en dirección a la pista.
Daisy se quedó paralizada, embargada por una desesperación tan profunda y amarga que no podía respirar. Oh, Santo Dios, ¡qué tonta había sido! Había pensado que él la amaba, pero Alex había tenido razón todo el tiempo.
No sabía amar. Le había dicho que no podía hacerlo y ella se negó a creerle. Ahora tendría que pagar por ello.
Demasiado tarde recordó algo que había leído sobre los tigres: «Los machos de esta especie se desvinculan por completo de la vida familiar. No participan en la cría de los cachorros, ni siquiera los reconocen.»
Alex iba incluso más lejos. Quería aplastar esa brizna de vida que se había vuelto tan preciosa para ella. Quería destruirla antes de que pudiera llegar al mundo.
– ¡Espabila, Daisy! Te toca. -Madeline la agarró y la empujó hacia la puerta trasera del circo.
El foco la iluminó. Desorientada, levantó el brazo, intentando protegerse los ojos.
– … y ninguno de nosotros sabe cuánto le ha costado a esta joven entrar en la pista con su marido.
Daisy se movió automáticamente al compás de la música de la balalaica, mientras Jack contaba la historia de la novia criada en un convento que había sido secuestrada por un poderoso cosaco. Apenas lo escuchó. No veía nada salvo a Alex, el traidor, en el centro de la pista.
Las luces arrancaban brillos carmesí del látigo que caía hasta sus brillantes botas negras, titilaban en el pelo oscuro de Alex y en sus pálidos ojos dorados, que brillaban como los de un animal acorralado. Daisy seguía bajo la luz del foco cuando Alex comenzó a mover el látigo. Pero esa noche el baile del látigo no hablaba de seducción, sino de locura salvaje, de furia.
El público ovacionó con aprobación al principio, pero según transcurría el número, percibió la tensión de Daisy. La comunicación fluida que siempre había existido entre ellos había desaparecido. La joven ni siquiera se sobresaltó cuando Alex cortó el rollo de papel en su boca, de hecho actuaba como una autómata. La embargaba una desesperación tan profunda que no sentía absolutamente nada.
El ritmo del acto decaía en picado. Alex destruyó uno de los rollos en dos cortes, otro en cuatro. Olvidó una variante en la que había añadido una serpentina al extremo del rollito, y cuando envolvió las muñecas de Daisy con el látigo, los espectadores se removieron inquietos. En el aire se palpaba la tensión de la pareja y lo que antes había sido un acto de seducción ahora parecía una violenta parodia. En lugar de un marido intentando ganarse el amor de su esposa, el público veía a un hombre peligroso amenazando a una pequeña mujer frágil e indefensa.
Alex notó lo que ocurría y se dejó llevar por su amor propio. Se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de rodearla con el látigo sin que el público se pusiera en su contra, pero por otro lado necesitaba un gesto final que diera por concluida la actuación antes de indicar a Digger que soltara a Misha.
Deslizó la mirada por el cuerpo de Daisy y sus ojos cayeron sobre la flor de papel que emergía entre sus pechos, y se dio cuenta de que la había olvidado antes. Con un gesto de cabeza le indicó a Daisy lo que iba a hacer. La joven lo observó sin moverse; lo único que quería era acabar de una vez para poder marcharse y ocultarse del mundo.
La música de la balalaica creció en intensidad mientras ella clavaba los ojos en su marido. Si no hubiera estado tan petrificada, se habría dado cuenta del sufrimiento de Alex, de que lo embargaba una pena tan profunda como la suya.
Él movió los brazos y dio un latigazo con un rápido movimiento de muñeca. La punta del látigo voló hacia ella como docenas de veces antes, pero esta vez
Daisy lo vio todo a cámara lenta. Con una extraña sensación de desapego, ella esperó que volaran los pétalos de la flor, pero en su lugar sintió un dolor abrasador.
Se quedó sin aliento. Una punzada ardiente atravesó su cuerpo cuando el látigo impactó en ella desde el hombro hasta el muslo. La pista comenzó a girar y ella a caer. Pasaron unos segundos y luego volvió a sonar la música, una enérgica y alegre melodía que parecía un extraño contrapunto a aquel dolor tan intenso que le impedía respirar. Sintió que la alzaban unos brazos fuertes y que los payasos entraban a la pista a toda velocidad.
Daisy seguía consciente aunque no quería. A sus oídos llegó una oración. La música, el murmullo del público, todo resonaba débilmente detrás del muro de dolor que la envolvía.
– ¡Apartad! ¡Atrás todos!
La voz de Alex. Era Alex quien la llevaba en brazos. Alex, el enemigo. El traidor.
Daisy sintió el duro y cortante frío del exterior cuando la tendió al lado de la carpa. Su marido se inclinó sobre ella, utilizando su cuerpo para ocultarla de los demás.
– Cariño, lo siento. Oh, Dios mío, cuánto lo siento.
Daisy utilizó las fuerzas que le quedaban para apartar la mirada de él y clavarla en la polvorienta lona de nailon. Jadeó de dolor cuando Alex rozó con una mano los pedazos desgarrados del maillot.
Daisy tenía los labios tan secos y pegados que no podía abrirlos.
– No me toques…
– Déjame ayudarte. -La respiración de Alex era rápida y entrecortada. -Te llevaré a la caravana.
Daisy gimió cuando la alzó en brazos, odiando que la moviera y la hiciera sentir más dolor.
– Nunca te perdonaré por esto -susurró.
– Ya, ya lo sé.
Una abrasadora estela de fuego le bajaba desde el hombro al centro del pecho y desde el vientre hasta la cadera. Sentía tanto dolor que no se dio cuenta de que habían atravesado el recinto y entrado en la caravana hasta que Alex la dejó sobre la cama.
Una vez más, Daisy apartó la mirada de él, mordiéndose los labios para no gritar cuando su marido le quitó lentamente el destrozado maillot.
– Tu pecho… -él contuvo el aliento. -Tienes un verdugón, pero no tienes la piel cortada, sólo amoratada.
El colchón se movió cuando él se levantó, pero regresó enseguida.
– Sentirás frío. Voy a ponerte una compresa.
Daisy dio un respingo cuando él le cubrió la piel ardiente con una toalla húmeda y fría. Apretó los párpados, deseando que pasara todo.
La toalla se calentó por la piel ardiente y Alex se la quitó para reemplazarla por otra. El colchón se hundió de nuevo cuando él se sentó a su lado. Comenzó a hablar, con voz suave y ronca.
– No soy… no soy tan pobre como te he hecho creer. Doy clases en la universidad, pero… pero además me dedico a la compraventa de arte ruso. Y soy asesor en algunos de los mejores museos del país.
Las lágrimas se deslizaron por los párpados de Daisy y cayeron en la almohada. Cuando las compresas comenzaron a surtir efecto, el dolor disminuyó y se convirtió en un latido sordo y vibrante.
Alex continuó hablando con frases entrecortadas y titubeantes.
– Me consideran una autoridad en iconografía rusa en… en Estados Unidos. Tengo dinero. Prestigio. Pero no quería que lo supieras. Quería que pensaras que era un inculto y pobre trabajador del circo. Quería… ahuyentarte.
– Ya no me importa -se obligó a decir Daisy.
Alex hablaba ahora con rapidez, como si se le acabara el tiempo.
– Poseo una… una gran casa de ladrillo. En Connecticut, no lejos del campus. -Con un toque ligero como una pluma, reemplazó la compresa por una nueva. -Está repleta de arte y cosas bellas y también… también tengo un granero en la parte de atrás con un establo para Misha.
– Por favor, déjame en paz.
– No sé por qué sigo viajando con el circo. Siempre que lo hago me juro que será la última vez, pero después pasan unos años y comienzo a sentirme inquieto. No importa si estoy en Rusia, en Ucrania, o en Nueva York, al final acabo sintiendo una llamada que me impulsa a volver. Supongo que siempre seré más Markov que Romanov.
Ahora que ya no importaba, Alex le contaba todo aquello que ella le había rogado que le revelara durante meses.
– No quiero oír más.
Alex le ahuecó la cintura con la mano en un gesto extrañamente protector.
– Ha sido un accidente. Lo sabes, ¿no? No sabes cuánto lo siento…
– Sólo quiero dormir.
– Daisy, soy un hombre rico. Esa noche, cuando fuimos a cenar, sé que estabas preocupada por la cuenta… No tienes… no tienes que preocuparte nunca más por el dinero.
– No me importa.
– Sé que te duele. Mañana te encontrarás mejor. Te saldrá un cardenal doloroso, pero no te quedará cicatriz. -Alex vaciló como si se diera cuenta de la terrible mentira que había dicho.
– Por favor -dijo ella. -Si te importo algo, déjame en paz.
Hubo un largo silencio. Luego el colchón se movió de nuevo cuando Alex se inclinó y le rozó los húmedos párpados con los labios.
– Si necesitas algo, enciende la luz. Vendré de inmediato.
Ella esperó que se fuera. Esperó que saliera de la caravana para poder romperse en un millón de pedazos.
Pero Alex no se apiadó de ella. Levantó la punta de la compresa y sopló con suavidad, enviando una oleada de aire que le enfrió la piel. Algo caliente y húmedo cayó sobre ella, pero Daisy estaba demasiado aturdida para saber lo que era.
Finalmente Alex se levantó de la cama y la caravana se llenó de los familiares sonidos de su marido cambiándose de ropa: el sordo ruido de las botas contra el suelo, el leve susurro de las lentejuelas al quitarse el fajín rojo, el roce de la cremallera de los vaqueros. Daisy sintió que pasaba una eternidad antes de que oyera cerrarse la puerta.
El gruñido del tigre saludó a Alex cuando salió de la caravana. Se detuvo en los escalones y tomó aire. Las luces de colores iluminaban los banderines, pero él era incapaz de ver nada más que el obsceno verdugón rojo que cruzaba la frágil piel de Daisy. A Alex le picaban los ojos por las lágrimas contenidas y le ardían los pulmones. ¿Qué había hecho?
Se acercó a ciegas a la jaula del tigre. La función aún no había terminado. La zona de las caravanas estaba desierta salvo por un par de payasos con los que evitó cruzarse.
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