Unas oscuras y gastadas botas camperas entraron en su ángulo de visión. Deslizó la mirada por los muslos que se perfilaban bajo los vaqueros y por el ancho pecho y, al llegar a aquellos ojos color ámbar que brillaban con diversión, Daisy recuperó su dignidad. Juntando los tobillos, se apoyó en los codos.

– Esto es justo lo que pretendía.

La risa del hombre fue ronca y oxidada, como si no se hubiera reído en mucho tiempo.

– Si tú lo dices.

– Así es. -Con toda la dignidad que pudo reunir, se impulsó sobre los codos hasta quedar sentada. -A esto es a lo que nos ha llevado su comportamiento infantil. Espero que lo sienta.

Él soltó una carcajada.

– Tú lo que necesitas es un vigilante, cara de ángel, no un marido.

– ¡Deje de llamarme así!

– Agradéceme que te llame así. -Cogió el asa de la maleta y la lanzó con facilidad sobre la parte trasera de la camioneta como si no pesara más que el orgullo de Daisy. Luego tiró de ella hasta ponerla en pie. Abrió la puerta de la camioneta y la empujó al sofocante interior.

Daisy esperó para hablar hasta que hubieron dejado el aeropuerto atrás. Viajaban por una carretera de doble sentido que se dirigía tierra adentro en lugar de a Milton Head, como ella había esperado.

Matorrales y maleza bordeaban ambos lados de la carretera y el aire caliente que entraba por las ventanillas abiertas de la camioneta le agitaba los cabellos contra las mejillas. Adoptando un tono suave, Daisy rompió el silencio.

– ¿Podría encender el aire acondicionado? Se me enreda el pelo.

– Lleva años sin funcionar.

Tal vez estuviera ya entumecida, porque aquella respuesta no la sorprendió. Los kilómetros pasaron volando y los signos de civilización escaseaban cada vez más. De nuevo le preguntó lo que se había negado a contestar cuando bajaron del avión.

– ¿Podría decirme adonde nos dirigimos?

– Es mejor que lo veas por ti misma.

– Eso no suena muy esperanzados

– Por decirlo de una manera suave, donde vamos no hay salón de cóctel.

Vaqueros, botas, matrícula de Florida. ¡Tal vez fuera ranchero! Ella sabía que había multitud de ganaderos ricos en Florida. Quizás estuvieran dirigiéndose hacia el sur. «Por favor, Dios, que sea ranchero. Que sea igual que un episodio repetido de Dallas. Que haya una hermosa casa, ropas de diseño, y Sue Ellen y J. R. haraganeando alrededor de la piscina.»

– ¿Es usted ranchero?

– ¿Parezco ranchero?

– Lo que parece es un psiquiatra. Responde a una pregunta con otra.

– ¿Los psiquiatras hacen eso? Nunca he ido a uno.

– Por supuesto que no. Es evidente lo bien que le funciona la cabeza

Ella había intentado que el comentario sonara sarcástico, pero el sarcasmo nunca se le había dado bien y pareció que lo estaba adulando.

Daisy miró por la ventanilla el hipnótico paisaje de la carretera. Totalmente ensimismada, vio una casa desvencijada con un árbol en el patio delantero lleno de comederos de pájaros hechos de calabaza. El aire caliente los movía.

Cerró los ojos y se imaginó fumando. O lo intentó. Hasta ese día, no se había dado cuenta de lo mucho que dependía de la nicotina. En cuanto se adaptara a la nueva situación, tendría que dejar de fumar. En cuanto llegara a su nueva vida, tendría que replantearse muchas cosas. Por ejemplo, nunca fumaría en la casa del rancho. Si le apetecía un cigarrillo, saldría a fumárselo a la terraza, en el balancín al lado de la piscina.

Mientras seguía soñando, se encontró rezando otra vez: «Por favor, Dios, que haya terraza. Que haya piscina…»

Un poco más tarde, la despertó el traqueteo de la camioneta. Se incorporó bruscamente, abrió los ojos y soltó un grito ahogado de asombro.

– ¿Pasa algo?

– Dígame que eso no es lo que creo que es.

El dedo de la joven temblaba cuando señaló hacia el objeto que se movía al otro lado del polvoriento parabrisas.

– Es difícil confundir a un elefante con otra cosa.

Era un elefante. Un elefante de verdad, vivito y coleando. La bestia recogió un fardo de heno con la trompa y lo lanzó hacia atrás. Mirando la deslumbrante luz del atardecer, Daisy rezó para estar todavía durmiendo y que aquello sólo fuera una pesadilla.

– Dígame que estamos aquí porque quiere llevarme al circo.

– No exactamente.

– ¿Va a ir usted solo?

– No.

Daisy tenía la boca tan seca que le resultaba difícil articular las palabras.

– Sé que no le gusto, señor Markov, pero, por favor, dígame que no trabaja aquí.

– Soy el gerente.

– Gerente de un circo -repitió ella débilmente.

– Exacto.

Atontada, Daisy se dejó caer contra el asiento. A pesar de su optimismo, era incapaz de encontrar una luz al final del túnel.

En el recinto abrasado por el sol había una carpa de circo roja y azul junto con varias carpas más pequeñas y una gran cantidad de caravanas. La carpa más grande, salpicada por estrellas doradas, tenía un gran rótulo de color rojo intenso donde se podía leer: CIRCO DE LOS HERMANOS QUEST, PROPIETARIO: OWEN QUEST. Además de unos cuantos elefantes atados, Daisy vio una llama, un camello, varias jaulas enormes con animales y toda clase de gente de mal vivir, entre la que incluyó a algunos hombres bastante sucios. A la mayoría de ellos parecían faltarle los dientes delanteros.

El padre de Daisy siempre había sido un esnob. Le encantaba todo ese rollo de los linajes antiguos y los títulos de nobleza. Se jactaba de descender de las más grandes familias zaristas de Rusia. El hecho de que hubiera casado a su única hija con un hombre que trabajaba en un circo decía mucho de lo que sentía por ella.

– No es exactamente el de los Hermanos Ringling.

– Eso ya lo veo -repuso ella débilmente.

– Los Hermanos Quest es uno de los circos que se conocen como circos de barro.

– ¿Por qué dice eso?

– Pronto lo averiguarás -la respuesta sonó ligeramente diabólica.

Su marido aparcó la camioneta al lado de las demás, apagó el motor y salió. Para cuando ella bajó, él ya había sacado las maletas de la parte trasera y había echado a andar cargando con ellas.

Los altos tacones de Daisy se hundieron en el terreno arenoso y se tambaleó mientras seguía a Alex. Todos dejaron lo que estaban haciendo y clavaron los ojos en ella. La rodilla le asomaba por el ancho agujero de las medias, la chamuscada chaqueta de raso se le caía de un hombro y los zapatos se hundían en algo demasiado blando. Afligida, Daisy bajó la mirada para asegurarse de que había pisado justo lo que se temía.

– ¡Señor Markov!

El chillido de la joven tenía un deje de histeria, pero él pareció no oírla y siguió caminando hacia la hilera de caravanas. Ella restregó la suela del zapato por la arena, llenándoselo de polvo durante el proceso. Con una exclamación ahogada, Daisy echó a andar de nuevo.

Alex se acercó a dos vehículos que estaban aparcados uno al lado del otro. El más cercano era una moderna caravana plateada con una antena parabólica. Al lado había otra caravana abollada y oxidada que parecía haber sido verde en otra vida.

«Por favor, que sea la caravana de la parabólica en vez de la otra. Por favor…»

Él se paró ante la fea caravana verde, abrió la puerta y desapareció en el interior. Daisy gimió, luego se dio cuenta de que estaba tan entumecida emocionalmente que ni siquiera era capaz de sorprenderse.

Alex reapareció en la puerta un momento después y observó cómo se acercaba tambaleándose hacia él.

Cuando al fin llegó al combado peldaño de metal, él le ofreció una sonrisa cínica.

– Hogar, dulce hogar, cara de ángel. ¿Quieres que te coja en brazos para cruzar el umbral?

A pesar del sarcástico comentario, ella eligió ese momento en particular para recordar que nunca la habían cogido en brazos para cruzar un umbral y que a pesar de las circunstancias, éste era el día de su boda.

Quizá poner un toque sentimental los ayudaría a los dos a sacar algo positivo de esa terrible experiencia.

– Sí, gracias.

– ¿Estás de coña?

– ¿Quiere o no quiere hacerlo?

– No quiero.

Ella intentó disimular la decepción.

– Vale.

– Es una puta caravana.

– Ya lo veo.

– Ni siquiera creo que las caravanas tengan umbrales.

– Si hay una puerta, hay un umbral. Incluso un iglú tiene umbral.

Por el rabillo del ojo, ella vio que comenzaba a formarse una multitud a su alrededor. Alex también se dio cuenta.

– Vamos, entra.

– Es usted quien se ha ofrecido.

– Estaba siendo sarcástico.

– Ya me he fijado que lo hace mucho. Y por si nadie se lo ha dicho nunca, es una costumbre molesta.

– Entra, Daisy.

De alguna manera se había trazado una línea y lo que había comenzado como un impulso se había convertido en un duelo de voluntades. Ella permaneció en el escalón, con las rodillas temblorosas, pero intentando mantenerse firme.

– Le agradecería que por lo menos tuviera la decencia de cumplir esa tradición.

– Por el amor de Dios. -Él bajó de un salto, la levantó en brazos y la llevó al interior, cerrando la puerta de una patada. Al momento la dejó bruscamente en pie.

Antes de poder decidir si había ganado o perdido esa batalla en particular, Daisy fue consciente de lo que la rodeaba y se olvidó de todo lo demás.

– ¡Ay, Dios!

– Herirás mis sentimientos si me dices que no te gusta.

– Es horrible.

El interior era incluso peor que el exterior. Estrecho y desordenado, olía a moho, a viejo y a comida rancia. Delante de ella había una cocina en miniatura, el mostrador de fórmica color azul desvaído estaba astillado. Los platos sucios estaban amontonados en el diminuto fregadero y había una cacerola con una gruesa costra sobre el fogón, justo encima de la puerta del horno, que estaba sujeta por un trozo de cordel. La raída alfombra había sido dorada en otro tiempo, pero ahora tenía tantas manchas que su color sólo podía describirse recurriendo a alguna función corporal. A la derecha de la cocina, la descolorida tapicería a cuadros del pequeño sofá apenas era visible debajo de la pila de libros, periódicos y ropa masculina. Vio una nevera descascarillada, armarios con el laminado astillado y una cama revuelta.

Daisy miró rápidamente a su alrededor.

– ¿Dónde están el resto de las camas?

Él la miró sin expresión, luego pasó junto a las maletas que había dejado en medio del suelo.

– Esto es una caravana, cara de ángel, no una suite en el Ritz. Es todo lo que hay.

– Pero… -Daisy cerró la boca. Tenía la garganta seca y un vacío en el estómago.

La cama ocupaba la mayor parte del fondo de la caravana y estaba separada del resto por un alambre que sostenía una descolorida cortina color café que en ese momento estaba recogida contra la pared. Sobre las sábanas había algunas ropas enredadas, una toalla y algo que parecía ser un pesado cinturón negro.

– El colchón está limpio y es cómodo -dijo él.

– Estaré más cómoda en el sofá.

– Como quieras.

Ella oyó una serie de tintineos metálicos y vio que Alex se estaba vaciando los bolsillos en la desordenada encimera de la cocina: algunas monedas, las llaves de la camioneta y la cartera.

– Vivía en otra caravana hasta hace una semana, pero era muy pequeña para dos personas, así que me mudé a ésta. Es una pena que no haya tenido tiempo para llamar al decorador. -Él sacudió la cabeza. -Los donnickers están allí. Es el único sitio que me dio tiempo a limpiar. Puedes meter tus cosas en el armario que tienes detrás. La función empieza en una hora; no te acerques a los elefantes.

«¿Donnicker? ¿La función?»

– En realidad, no creo que pueda vivir aquí -dijo ella. -Está asqueroso.

– Tienes razón. Supongo que necesita el toque de una mujer. Encontrarás productos de limpieza debajo del fregadero.

Él pasó por su lado en dirección a la puerta, entonces se detuvo. Estupefacta, Daisy vio cómo se acercaba de nuevo a la encimera, cogía la cartera y volvía a meterla en el bolsillo.

Se sintió profundamente ofendida.

– No pensaba robarle.

– Por supuesto que no. Pero es mejor no tentar a la suerte. -Alex le rozó el brazo con el pecho cuando volvió a pasar junto a ella hacia la puerta. -Hoy tenemos función a las cinco y a las ocho. Actúo en las dos.

– ¡Deténgase ahora mismo! ¡No puedo quedarme en este horrible lugar y no voy a limpiar toda esta porquería!

Él miró con aire distraído la punta de su bota, luego levantó la vista. Daisy se quedó mirando aquellos pálidos ojos dorados y sintió un escalofrío de temor, seguido de otra extraña sensación que no quiso examinar más a fondo.

Él levantó lentamente la mano, y Daisy dio un respingo cuando la cerró con suavidad alrededor de su garganta. Sintió la ligera aspereza del pulgar cuando le rozó el hueco bajo la oreja con algo que parecía una caricia.