– Tengo que irme. No puedo llegar tarde al trabajo.
Fue como sí él no hubiera hablado. Le había dicho que la amaba, pero no había servido de nada. Daisy sólo quería irse y no volver a verlo nunca más.
La determinación de Alex se hizo más fuerte. No podía dejar que ocurriera eso. Ya se ocuparía más tarde de su pesar. Antes haría lo que fuera necesario para recuperar a su esposa.
– Te vienes conmigo.
– Ni hablar. Tengo que ir a trabajar.
– ¿Y qué pasa con nuestro matrimonio?
– No es un matrimonio de verdad. Nunca fue más que un acuerdo legal.
– Ahora es de verdad. Hicimos unos votos, Daisy. Unos votos sagrados. Y eso es tan cierto como que estamos aquí.
A Daisy le tembló el labio inferior.
– ¿Por qué haces esto? Ya te he dicho que es muy tarde para que aborte.
Sufría por ella. A pesar de lo intenso que era su dolor, sabía que no podía ser tan intenso como el de Daisy.
– No te preocupes, cariño. Lo intentaremos otra vez. En cuanto el médico nos lo permita.
– ¿De qué estás hablando?
– Quería a este bebé tanto como tú, pero no me di cuenta de ello hasta que desapareciste. Sé que es culpa mía que lo hayas perdido. Si te hubiera cuidado mejor nunca habría ocurrido.
Daisy frunció el ceño.
– No he perdido al bebé. -Lo miró a los ojos. -Aún estoy embarazada.
– Pero has dicho… cuando te dije que quería hablar contigo, dijiste que era demasiado tarde para que abortaras.
– Estoy de cuatro meses y medio. El aborto ya no es legal.
Mientras él se sentía inundado por la alegría, Daisy torció la boca en un gesto de cinismo que nunca hubiera imaginado en ella.
– Eso cambia las cosas, ¿no, Alex? Ahora que sabes que el pastel sigue en el horno y que va a quedarse ahí, supongo que ya no estarás tan ansioso por que regrese.
Alex se vio embargado por tantas emociones que no sabía cómo asimilarlas. Aún estaba embarazada. Lo odiaba. No quería volver con él. No podía manejar tal caos emocional, así que recurrió a lo práctico.
– ¿Estás yendo al médico?
– Voy a una consulta no lejos de aquí.
– ¿A una consulta? -Él tenía una fortuna en el banco y su esposa iba a una consulta. Tenía que llevársela a un lugar donde pudiera borrar a besos esa implacable y resuelta mirada de su cara, pero la única manera de hacerlo era intimidándola.
– No creo que hayas estado cuidándote demasiado. Estás delgada y pálida. Y tan nerviosa que parece que te vaya a dar un ataque.
– ¿Y a ti qué te importa? No quieres al bebé.
– Oh, claro que quiero al bebé. Puede que actuara como un bastardo cuando me diste la buena nueva, pero te aseguro que he recuperado la cordura. Sé que no quieres volver conmigo ahora, pero no tienes otra opción. Es peligroso para a ti y para el bebé, Daisy, y no voy a permitir que sigas así.
Alex supo que había encontrado su punto débil, pero ella se siguió oponiendo a él con terquedad.
– No es asunto tuyo.
– Claro que sí. Voy a asegurarme de que tanto tú como el bebé estéis bien. -En los ojos de Daisy apareció una mirada recelosa. -No me importa jugar sucio -añadió Alex en voz baja, -pienso descubrir dónde trabajas y me encargaré de que te despidan.
– ¿Me harías eso?
– Sin pensarlo dos veces.
Daisy hundió los hombros y él supo que había ganado, pero no sintió ninguna satisfacción.
– Ya no te amo -susurró ella. -No te amo en absoluto.
A él se le puso un nudo en la garganta.
– No importa, cariño. Yo tengo amor suficiente por los dos.
CAPÍTULO 23
Alex acompañó a Daisy a una casa modesta en una calle de un barrio obrero bastante alejado del zoológico. Había una escultura de escayola de la Virgen María en el diminuto patio delantero, al lado de unos girasoles que rodeaban un parterre de petunias rosadas. Daisy había alquilado una habitación en la parte trasera con vistas a la vía del tren. Mientras ella recogía sus escasas pertenencias, él fue a pagar a la casera sólo para descubrir que Daisy ya había pagado el alquiler por adelantado.
Gracias a la charlatana mujer se enteró de que Daisy trabajaba como recepcionista en un salón de belleza durante el día y de camarera en una cafetería del barrio por la noche. No era de extrañar que pareciera tan cansada. No tenía coche y tenía que ir andando o en autobús a todas partes; ahorraba todo lo que ganaba para cuando naciera el bebé. El hecho de que su esposa hubiera vivido en la miseria mientras él tenía dos automóviles de lujo y una casa llena de obras de arte de incalculable valor sólo contribuyó a hacerlo sentir más culpable.
Antes de ponerse en camino, Alex consideró por un momento llevarla a su casa en Connecticut, pero al instante rechazó la idea. Ella necesitaba más que una curación física, necesitaba una curación emocional y tal vez los anímales que amaba la ayudarían a conseguirla.
Aquello le resultaba tan familiar que Daisy sintió una momentánea felicidad cuando la camioneta se detuvo. Alex y ella estaban en la carretera, camino de la siguiente ubicación del circo. Estaba enamorada y embarazada y… Se despertó de golpe cuando la realidad se abatió sobre ella.
Alex sacó la llave del contacto y abrió la puerta.
– Tengo que dormir un poco o acabaremos empotrándonos contra un árbol. Pasaremos aquí la noche. -Bajó de la camioneta y cerró la puerta.
Daisy se reclinó en el asiento y cerró los ojos ante el brillante crepúsculo; también cerró el corazón a la dulzura que escuchaba en la voz de Alex. Él se sentía culpable, cualquiera podía verlo, pero no dejaría que eso la ablandara. Seguro que él se sentía mejor después de haberle dicho todas aquellas mentiras, pero si ella las creía acabaría atrapada. Tenía que proteger a su bebé; ya no podía permitirse el lujo de ser optimista.
Alex le había dicho que Amelia y su padre habían sustituido las píldoras anticonceptivas y se había disculpado por no haber confiado en ella. Otra cosa que lo hacía sentirse culpable. Ella lo ignoró.
¿Por qué Alex no podía dejarla sola? ¿Por qué la había obligado a regresar con él? Por primera vez en semanas, todas las emociones que mantenía bajo control irrumpieron en su interior. Apretó los nudillos contra los labios y luchó por contener todos aquellos sentimientos hasta que volvió a erigir el muro que la había mantenido en pie el último mes.
Ella siempre se había dejado llevar por las emociones, pero si quería sobrevivir no podía seguir así. El orgullo lo es todo, le había dicho Alex, y era cierto. Fue el orgullo lo que la sostuvo. Lo que consiguió que contestara al teléfono en la peluquería un día tras otro y que pasara las noches cargando las pesadas bandejas con aquella comida grasienta que le producía náuseas. El orgullo fue lo que puso un techo sobre su cabeza y lo que le hizo ganar dinero para el futuro. El orgullo la mantuvo en pie cuando el amor la traicionó.
¿Y ahora qué? Por primera vez en semanas, experimentaba temor por algo que no tenía nada que ver con poder pagar el alquiler. Le daba miedo Alex. ¿Qué quería de ella?
«La peor amenaza para los tigres jóvenes es un tigre adulto. Los tigres no mantienen fuertes vínculos familiares como los leones o los elefantes. No es inusual que un tigre mate a su cachorro.»
Forcejeó con el tirador de la puerta sólo para ver que su marido se dirigía hacia ella.
Alex apartó la silla de la mesa donde el camarero del servicio de habitaciones había puesto la comida que había pedido.
– Siéntate y come, Daisy.
Alex no había escogido un motelucho de carretera, de eso nada; los había instalado en una suite de lujo en un reluciente y novísimo hotel Marriott a orillas del río Ohio, en la frontera entre Indiana y Kentucky. Daisy recordó cómo acostumbraba a contar los peniques cuando iba a hacer la compra y el sermón que le soltaba a Alex cuando adquiría una botella de vino de buena cosecha. Cómo debía de haberse reído de ella.
– Te he dicho que no tengo hambre.
– Entonces siéntate y acompáñame.
A Daisy le costó menos sentarse en la silla que discutir con él. Alex se ajustó el nudo del cinturón del albornoz blanco que se había puesto tras la ducha y se sentó frente a ella. Tenía el pelo húmedo y se le rizaba en las sienes. Necesitaba un buen corte.
Alex bajó la vista a la ingente cantidad de comida que había pedido para Daisy: una enorme ensalada, pechugas de pollo con salsa de champiñones, patatas al horno, pasta, lasaña, dos panecillos, un gran vaso de leche y una ración de tarta de queso.
– No puedo comerme todo esto.
– Estoy hambriento. Comeré parte de lo tuyo.
Aunque a él le gustaba comer, no comía tanto como para dar cuenta de todo aquello. Daisy sintió el estómago revuelto. Había tenido problemas para retener la comida cuando abandonó a Alex y durante todo el primer trimestre de embarazo.
– Prueba esto -Alex tomó un poco de lasaña de su plato y la acercó a sus labios. Cuando ella abrió la boca para negarse, él se la metió dentro con rapidez, obligándola a tragársela.
– He dicho que no tengo hambre.
– Pruébala. Está buena, ¿verdad?
Para sorpresa de Daisy, en cuanto pasó la impresión inicial, la lasaña sabía bien, aunque no pensaba decírselo. Tomó un sorbo de agua.
– De verdad, no quiero nada más.
– No me sorprende -Alex señaló el pollo. -Tiene pinta de estar seco.
– Está flotando en salsa. No está seco.
– Créeme, Daisy, este pollo está tan seco como la suela de un zapato.
– No sabes lo que dices.
– Déjame probar.
Ella pinchó el pollo con el tenedor y cuando comió un trozo, vio que era jugoso.
– Aquí tienes. -Daisy le acercó el tenedor.
Él abrió obedientemente la boca, lo masticó e hizo una mueca.
– Seco.
Daisy agarró el cuchillo con rapidez, cortó un pedazo para ella y se lo comió. Estaba tan delicioso como parecía.
– El pollo está riquísimo.
– Supongo que no me sabe a nada por culpa de la lasaña. Déjame probar la pasta.
Irritada, Daisy lo observó girar el tenedor en la pasta y metérselo en la boca. Un momento después, él dio su veredicto.
– Lleva demasiado condimento.
– Ahora prefiero la comida muy especiada.
– Luego no me digas que no te lo dije.
Ella cogió un poco de pasta que goteó en el mantel cuando se la llevó a la boca. Estaba suave y sabrosa.
– No está demasiado condimentada.
Se dispuso a coger otro bocado pero detuvo el tenedor en el aire. Se dio cuenta de que la estaba engañando. Lo miró y dejó el tenedor en el plato.
– Otro juego de poder.
Los dedos largos y delgados de Alex se cerraron en torno a su muñeca mientras la miraba con una preocupación que Daisy no se creyó ni por un momento.
– Por favor, Daisy, me asusta lo delgada que estás. Tienes que comer por el bien del bebé.
– ¡No me digas lo que tengo que hacer! -La atravesó una sensación dolorosa. Contuvo las palabras que había estado a punto de decir y se escudó detrás de la gélida barrera que la mantenía a salvo. Las emociones eran sus enemigas, aunque debía hacer lo más conveniente para su hijo.
Sin decir nada más, se concentró en la comida y tragó hasta que no pudo más. Ignoró los intentos de Alex por entablar conversación y que él no comiera casi nada. Daisy se había escapado mentalmente a un bello prado donde su bebé y ella eran libres, donde les protegía un poderoso tigre llamado Sinjun, que los amaba y que no se pasaba el día encerrado en una jaula.
– Estás agotada -dijo Alex cuando ella dejó el tenedor sobre el plato. -Los dos necesitamos dormir. Nos acostaremos temprano.
Daisy se levantó de la mesa, cogió sus cosas y entró en el baño; se permitió el placer de darse una larga ducha. Cuando salió, la suite estaba a oscuras, alumbrada sólo por la tenue luz que se filtraba por la abertura en las cortinas. Alex estaba acostado boca arriba en uno de los lados de la enorme cama.
Ella estaba tan cansada que casi no se mantenía en pie, pero el pecho desnudo de Alex impidió que se acercara a la cama.
– Está bien -susurró él en la oscuridad. -No te tocaré, cariño.
Daisy permaneció donde estaba hasta que se dio cuenta que le daba lo mismo si la tocaba o no. No le importaba lo que él hiciera porque no sentía nada.
Alex metió las manos en los bolsillos del impermeable y se apoyó en la cerca contra huracanes que marcaba el borde del recinto donde pasarían los dos días siguientes. Estaban en Monroe County, Georgia; la fresca brisa de esa mañana del mes de octubre traía la esencia del invierno.
Brady se acercó a él.
– Tienes un aspecto horrible.
– Bueno, tú no pareces estar mucho mejor.
– Mujeres -bufó Brady. -No se puede vivir con ellas, pero tampoco sin ellas.
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