Daisy le había comentado a Heather que se matricularía en la universidad donde daba clases Alex tan pronto como naciera el bebé para poder trabajar después en una guardería, y que los dos se irían a Rusia en diciembre para adquirir piezas para ese museo tan grande del que Alex era asesor. A pesar de todo, harían la gira del verano siguiente con el circo de los Hermanos Quest, y Daisy incluso le había dicho que volvería a actuar con Alex en la pista central. Le había confesado que ya no le daban miedo los látigos porque ya había experimentado lo peor que podía pasarle.

Alex comenzó a formular sus votos con una voz ronca y profunda y, cuando bajó la mirada hacia Daisy, su expresión era tierna como si tuviese ante sus ojos lo que más amaba en el mundo. Daisy, naturalmente, rompió a llorar y Jill tuvo que ofrecerle un pañuelo de papel. La joven respiró hondo y se dispuso a decir sus votos.

– Yo, Daisy Devreaux Markov, te tomo a ti… -Hizo una pausa.

Alex la miró y arqueó una ceja.

– No me digas que has vuelto a olvidarte de mi nombre. -Parecía exasperado, pero Heather hubiera jurado que quería reírse.

– Claro que no. Es que no conozco tu segundo nombre y acabo de darme cuenta ahora.

– Ah… -Alex se inclinó y se lo susurró al oído.

– Perfecto. -Daisy sonrió entre lágrimas y volvió a mirarlo a los ojos. -Yo, Daisy Devreaux Markov, te tomo a ti, Alexander Romanov Markov…

Mientras Daisy seguía hablando, Alex le apretó la mano y Heather hubiera jurado por Dios que él también tenía lágrimas en los ojos.

Sinjun se levantó y se estiró hasta alcanzar toda su longitud. Sheba se puso nerviosa y se arrimó al brazo de Brady buscando protección. A Heather no es que le volviera loca el tigre, pero no era tan miedica como Sheba.

Su madrastra había dado una gran sorpresa a la pareja cuando les entregó a Sinjun como regalo de boda. Alex ya había mandado construir un lugar para el tigre detrás de su casa en Connecticut. Seguro que molaba ser tan rico. Aunque nadie lo hubiera mencionado, Heather pensaba que Tater pasaría también el invierno en el granero que Alex tenía en Connecticut en lugar de quedarse con el resto de los elefantes en Tampa.

– Yo os declaro marido y mujer.

Daisy y Alex se miraron el uno al otro y, por un instante, dio la impresión de que se habían olvidado del resto del mundo. Por fin, Alex recordó que era el momento del beso y se inclinó para besar a su esposa. Heather no pudo asegurar que fuera un beso francés, pero no le hubiera extrañado nada. Mientras se besaban, Tater los espolvoreó con briznas de heno como si éstas fueran arroz.

Todos se echaron a reír menos Sheba, que seguía pendiente de Sinjun.

Daisy soltó la correa del tigre. Luego lanzó un gritito de alegría y rodeó el cuello de Alex con los brazos. Él la alzó y la hizo girar, aunque lo hizo con mucho cuidado para no lastimar al bebé.

Cuando se detuvo, la besó de nuevo.

– He conseguido a la mejor mujer Markov de todas.

Daisy adoptó esa mirada tan descarada que incluso Heather pensaba que era preciosa.

– Y yo tengo al mejor de los hombres Markov.

Todo aquello le parecía tan ridículo que Heather comenzó a sentir vergüenza ajena, pero no se cortó un pelo a la hora de vitorear, porque le gustaban los finales felices.

Luego se dio cuenta de que aquello no era un final en absoluto. Al mirar a su alrededor, a todas esas personas que amaba, supo que sólo era el comienzo de una nueva vida.

Susan Elizabeth Phillips

Susan Elizabeth Phillips es autora de numerosas novelas que han sido bestsellers del New York Times y se han traducido a varios idiomas. Entre ellas se cuentan Toscana para dos y Ella es tan dulce, publicadas por Vergara, y Este corazón mío, por Zeta Bolsillo.