– Escúchame con atención, cara de ángel -dijo él con suavidad. -Podemos hacer esto por las buenas o por las malas. De un modo u otro voy a ganar. Tú decides cómo quieres que sea.
Se miraron fijamente a los ojos. En un instante que pareció eterno, Alex le exigió sin palabras que se sometiera a él. Los ojos del hombre dejaron un rastro de fuego sobre ella, consumiéndole la ropa, la piel, hasta que Daisy se sintió desnuda y despojada, con todas sus debilidades expuestas. Quería huir y esconderse, pero la fuerza de aquella mirada masculina la dejó inmovilizada.
Alex le deslizó la mano por la garganta, luego le quitó la chaqueta por los brazos, haciendo que cayera al suelo con un susurro. Cogió el tirante dorado del vestido que llevaba debajo y se lo deslizó por el hombro. Ella no llevaba sujetador -se le hubiera transparentado con el vestido- y el corazón comenzó a latirle con fuerza.
Con la punta del dedo, Alex bajó el tirante por su pecho hasta llegar al pezón. Luego, inclinó la cabeza y tomó con los dientes la suave piel que había expuesto.
Daisy se quedó sin respiración cuando notó el pellizco. Debería haber sido doloroso, pero sus sentidos percibieron el pequeño mordisco con placer. Sintió la insolente mano de Alex en el pelo y luego él se apartó, aunque ya había dejado su marca en ella como si fuera un animal salvaje. Fue entonces cuando Daisy supo a qué le recordaban esos ojos ambarinos. A un animal de presa.
La puerta de la caravana se meció sobre sus goznes. Alex salió y la miró, dejando caer la gardenia que le había robado del pelo.
Estalló en llamas.
CAPÍTULO 03
Daisy cerró la puerta de golpe dejando fuera la flor quemada, y se llevó la mano al pecho. ¿Qué clase de hombre podía dominar el fuego?
Notando que el corazón le latía con fuerza bajo la mano, se recordó que estaba en un circo, un lugar de ilusiones. Alex debía de haber aprendido algunos trucos de magia en el transcurso de los años y Daisy no debería dar rienda suelta a la imaginación.
Se tocó la pequeña marca roja en la suave curva del pecho y el pezón se tensó en respuesta. Mirando la cama sin hacer, se dejó caer en una de las sillas junto a la mesa de la cocina e intentó asimilar la ironía de todo aquello.
MÍ hija se reserva para el matrimonio.» Lani solía soltar esa declaración en las cenas para divertir a sus amigos mientras Daisy se tragaba la vergüenza y fingía reírse con ellos. Cuando Daisy cumplió los veintitrés años, su madre dejó de anunciarlo en público por miedo a que sus amigos pensaran que su hija era un bicho raro.
Ahora que tenía veintiséis, Daisy se consideraba una reliquia victoriana. Sabía lo suficiente de psicología humana para darse cuenta de que su resistencia al sexo fuera del matrimonio era un acto de rebeldía. Cuando era niña, había observado el vaivén de la puerta del dormitorio de su madre y supo que nunca podría ser como ella. Deseaba con toda el alma ser considerada una mujer respetable. Incluso hubo un tiempo en que pensó que lo había conseguido.
Se llamaba Noel Black, tenía cuarenta años y era ejecutivo en una editorial británica. Lo conoció en una fiesta en Escocia. Era todo lo que admiraba en un hombre: caballeroso, inteligente y bien educado. No fue difícil enamorarse de él.
Daisy era una mujer hambrienta de afecto, y los besos de Noel y sus expertas caricias la enardecían hasta casi hacerla perder el juicio. Incluso así, Daisy no pudo olvidar sus principios, profundamente arraigados, para acostarse con él. Al principio, la negativa de la joven le irritó, pero poco a poco él comprendió lo importante que era aquello para ella y le propuso matrimonio. Daisy aceptó entusiasmada y vivió en una nube rosa durante los días que faltaban para la ceremonia.
Lani fingió estar encantada, pero Daisy debería haber imaginado que a su madre le daba terror quedarse sola, hasta el punto de dejarse llevar por la desesperación. A Lani no le llevó demasiado tiempo tramar un cuidadoso y calculado plan para seducir a Noel Black.
A favor de Noel debía decir que logró resistirse casi un mes, pero Lani siempre conseguía lo que se proponía y al final lo conquistó.
– Lo hice por ti, Daisy -había dicho cuando una Daisy apesadumbrada descubrió la verdad. -Quería que abrieras los ojos y vieras lo hipócrita que es. Dios mío, habrías sido muy desgraciada si te hubieras casado con él.
Madre e hija discutieron amargamente y Daisy había llegado a recoger todas sus pertenencias para marcharse. El intento de suicidio de Lani puso fin a eso.
Se subió el tirante del vestido de novia y suspiró. Fue un sonido profundo y doloroso, el tipo de suspiro que salía desde lo más profundo del alma porque no tenía palabras para expresar sus sentimientos.
Para otras mujeres el sexo resultaba fácil. ¿Por qué no para ella? Se había prometido a sí misma que nunca tendría relaciones sexuales fuera del matrimonio y ahora estaba casada. Pero, irónicamente, su marido era más desconocido para ella que cualquiera de los hombres que había rechazado. El hecho de que fuera tan brutalmente atractivo no cambiaba las cosas. Ni siquiera podía imaginar entregarse a alguien a quien no amara.
Volvió a mirar la cama. Se levantó y se acercó a ella. Algo que parecía una cuerda negra asomaba bajo unos vaqueros tirados de cualquier manera sobre las arrugadas sábanas azules. Se inclinó para tocar la tela de los vaqueros, desgastada por el uso, y deslizó un dedo por la cremallera abierta. ¿Cómo sería ser amada por ese hombre? ¿Despertar cada mañana y ver la misma cara mirándola desde el otro lado de la almohada? ¿Tener una casa y niños? ¿Un trabajo? ¿Cómo sería ser una mujer normal?
Apartó los vaqueros a un lado y dio un paso atrás al ver lo que había debajo. No era una cuerda negra, sino un látigo. El corazón comenzó a latirle con fuerza.
«Podemos hacer esto por las buenas o por las malas. De un modo u otro voy a ganar.»
Alex había insinuado que habría consecuencias si no le obedecía. Cuando ella le había preguntado cuáles serían, había contestado que lo descubriría ella misma esa noche. No habría insinuado que tenía intención de golpearla, ¿verdad?
Intentó normalizar la respiración. Puede que en el siglo XVIII los hombres pegaran a sus esposas, pero las cosas habían cambiado desde entonces. Llamaría a la policía si se atrevía a ponerle un solo dedo encima. No sería víctima de la violencia de ningún hombre por muy desesperadas que fueran las circunstancias.
Seguramente había una explicación sencilla para todo eso: el fuego, el látigo e incluso esa amenaza. Pero Daisy estaba exhausta y temblorosa por el vuelco que había dado su vida y le costaba pensar con claridad.
Antes de hacer nada, tenía que cambiarse de ropa. Una vez que volviera a sentirse ella misma, se encontraría mejor. Arrastró la maleta hasta el sofá, donde la abrió, y se encontró con que todos sus elegantes vestidos habían desaparecido, aunque el resto de las prendas parecían bastante adecuadas para alternar con esa gente. Se puso unos pantalones caquis, un top marca Poorboyusa de color melón y unas sandalias. El diminuto cuarto de baño resultó estar mucho más limpio que el resto de la caravana. Y cuando se arregló el pelo y se retocó el maquillaje, se sintió lo suficientemente bien consigo misma para salir y explorar el lugar.
Olores a animales, heno y polvo inundaron las fosas nasales de Daisy tan pronto como puso un pie en el suelo. La brisa caliente de finales de abril corría por el recinto, agitando suavemente las lonas laterales de la carpa y los banderines multicolores. Oyó el sonido de una radio a través de la ventana abierta de una de las caravanas y el sonido estridente de un programa de televisión saliendo de otra. Alguien estaba cocinando en una parrilla de carbón y a Daisy le rugió el estómago. Al mismo tiempo, creyó percibir el olor a tabaco. Lo siguió hasta otra caravana y vio a un hada apoyada contra la pared, fumando un cigarrillo.
Era una delicada y etérea criatura, con el pelo dorado, ojos de Bambi y boca diminuta. Recién entrada en la adolescencia, poseía unos pequeños pechos que presionaban contra una descolorida camiseta con un agujero en el cuello.
Llevaba unos vaqueros cortos y una imitación de deportivas Birkenstocks que se veían enormes en sus delicados pies.
Daisy la saludó amablemente, pero los ojos de Bambi de la chica se mostraron taciturnos y hostiles.
– Hola, soy Daisy.
– ¿Es ése tu nombre de verdad?
– Mi verdadero nombre es Theodosia, mi madre era un tanto melodramática, pero todos me llaman Daisy. ¿Cómo te llamas?
Hubo un largo silencio.
– Heather.
– Qué bonito. Eres del circo, ¿no? Por supuesto que lo eres, o no estarías aquí, ¿verdad?
– Soy una de las acróbatas de Brady Pepper.
– ¡Eres artista! ¡Genial! Nunca he conocido a una artista de circo.
Heather la miró con el perfecto desdén que sólo los adolescentes parecen capaces de dominar.
– ¿Has crecido en el circo? -Al hacer la pregunta, Daisy se dio cuenta de la inmoralidad que suponía pedir un cigarrillo a una adolescente. -¿Cuántos años tienes?
– Acabo de cumplir dieciséis. Llevo aquí algún tiempo. -Se puso el cigarrillo en la comisura de la boca, donde parecía vagamente obsceno. Entrecerrando los ojos por el humo, la chica comenzó a lanzar los aros hasta que hubo cinco en el aire. Al ver que fruncía la frente con concentración, Daisy tuvo la impresión de que aquel ejercicio de malabarismo no era fácil para ella, especialmente cuando los ojos de la joven comenzaron a lagrimear por el humo.
– ¿Quién es Brady Pepper?
– Mierda. -A Heather se le cayó uno de los aros y luego atrapó los cuatro restantes. -Brady Pepper es mi padre.
– ¿Actuáis los dos juntos?
Heather la miró como si estuviera chiflada.
– ¿Pero qué dices? ¿Cómo voy a actuar con mi padre si ni siquiera puedo mantener los cinco aros en el aire?
Daisy se preguntó si Heather era así de ruda con todo el mundo.
– Brady actúa con mis hermanos, Matt y Rob. Yo sólo salgo para posar con estilo.
– ¿Posar con estilo?
– Para captar la atención del público. ¿Es que no sabes nada?
– No sobre el circo.
– Tampoco debes saber mucho sobre los hombres. Te vi entrar antes en la caravana con Alex. ¿Sabes lo que dice Sheba sobre las mujeres que se enrollan con Alex?
Daisy estaba bastante segura de no querer escucharlo.
– ¿Quién es Sheba?
– Sheba Quest. Es la dueña del circo desde que murió su marido. Y le dice a todas las mujeres que se acercan a Alex que algún día acabará asesinándolo.
– ¿Porqué?
– Se odian mutuamente. -Tomó una profunda calada y tosió. Cuando se recuperó, miró a Daisy de reojo con una intensidad aniquiladora que parecía ridícula en un hada. -Apuesto algo a que se deshace de ti después de que te haya follado un par de veces.
Daisy había oído cosas peores en su infancia, pero aún se sentía desconcertada cuando esa palabra salía de labios de un adolescente. Ella nunca decía palabrotas. Otra rareza como rebelión a su educación.
– Eres una chica muy guapa. Es una pena que lo eches a perder utilizando ese lenguaje tan soez.
Heather le dirigió una mirada de desprecio absoluto.
– Follar. -Se quitó el cigarrillo de la boca y lo tiró al suelo, apagándolo con la suela de la sandalia.
Daisy contempló la colilla con anhelo. Habría podido darle al menos tres caladas antes de apagarla.
– Alex puede tener a la mujer que quiera -le escupió Heather por encima del hombro cuando se dio la vuelta para marcharse. -Puede que seas su novia ahora, pero no durarás mucho tiempo.
Antes de que Daisy pudiese decirle que era la esposa de Alex, no su novia, la adolescente desapareció. Ni siquiera mirándolo por el lado positivo, podía decir que el primer encuentro con uno de los miembros del circo hubiera sido bueno.
Se pasó la siguiente media hora deambulando por el recinto, observando los paseos de los elefantes desde una distancia segura y procurando mantenerse apartada del camino de todo el mundo. Se percató de que había un orden sutil en la forma en que funcionaba el circo. En la parte delantera se encontraba el puesto de comida y de venta de recuerdos junto a una carpa decorada con brillantes pósters de dibujos horripilantes de animales salvajes devorando a sus presas. En el letrero de la entrada se leía CASA DE FIERAS DE LOS HERMANOS QUEST. Justo enfrente, había una caravana con una taquilla en el extremo. Los camiones de carga pesada estaban estacionados a un lado, lejos de la multitud, mientras que las caravanas, las camionetas y los remolques ocupaban la parte del fondo.
Cuando la gente comenzó a agolparse en la carpa del circo, Daisy avanzó entre los puestos de comida, recuerdos y algodón de azúcar para acercarse más. Los olores de gofres y palomitas de maíz se mezclaban con los de los animales y el del moho de la carpa de nailon del circo. Un treintañero con el pelo color arena y una voz atronadora intentaba convencer a la gente de que entraran en la casa de fieras para ver la exhibición de animales salvajes.
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