Fue consciente de las manos de Alex en los hombros, era lo único que le había impedido caerse de la camioneta cuando él había abierto la puerta. Se había escondido allí porque no tenía valor para pasar la noche en aquella caravana donde sólo había una cama y un desconocido de pasado misterioso que blandía látigos.
Intentando escabullirse de sus manos se movió hacia el centro del asiento, alejándose de él todo lo que pudo.
– ¿Qué hora es?
– Algo más de medianoche. -Él apoyó una mano sobre el marco de la puerta y la miró con esos extraños ojos color ámbar que habían plagado las pesadillas de Daisy. En lugar del traje de cosaco llevaba unos gastados vaqueros y una descolorida camiseta negra, pero eso no lo hacía parecer menos amenazador.
– Cara de ángel, ocasionas más problemas de lo que vales.
Ella fingió alisarse la ropa intentando ganar tiempo. Después de la última función, había ido a la caravana donde vio los látigos que él había usado durante la actuación sobre la cama, como si los hubiera dejado allí para utilizarlos más tarde. Había procurado no mirarlos mientras estaba de pie frente a la ventana observando cómo desmontaban la carpa.
Alex daba órdenes al tiempo que echaba una mano a los hombres, y Daisy se había fijado en los músculos tensos de sus brazos al cargar un montón de asientos en la carretilla elevadora y tirar de la cuerda. En ese momento había recordado las veladas amenazas que él había hecho antes y las desagradables consecuencias que caerían sobre ella si no hacía lo que él quería. Exhausta y sintiéndose más sola que nunca, fue incapaz de considerar los látigos que descansaban sobre la cama como meras herramientas de trabajo. Sentía que la amenazaban. Fue entonces cuando supo que no tenía valor para dormir en la caravana, ni siquiera en el sofá.
– Venga, vamos a la cama.
Los últimos vestigios del sueño se desvanecieron y Daisy se puso en guardia de inmediato. La oscuridad era absoluta, no podía ver nada. La mayoría de los camiones habían desaparecido y los trabajadores con ellos.
– He decidido dormir aquí.
– Creo que no. Por si no te has dado cuenta, estás tiritando.
Estaba en lo cierto. Cuando había entrado en la camioneta no hacía frío, pero la temperatura había descendido desde entonces.
– Estoy muy bien -mintió.
Él se encogió de hombros y se pasó la manga de la camiseta por un lado de la cara.
– Considera esto como una advertencia amistosa. Apenas he dormido en tres días. Primero tuvimos una tormenta y casi perdimos la cubierta del circo, luego he tenido que hacer dos viajes a Nueva York. No soy una persona de trato fácil en las mejores circunstancias, pero soy todavía peor cuando no duermo. Ahora, saca tu dulce culito aquí afuera.
– No.
Él levantó el brazo que tenía al costado y ella siseó alarmada cuando vio un látigo enroscado en su mano. Él dio un puñetazo en el techo.
– ¡Ahora!
Con el corazón palpitando, Daisy bajó de la camioneta. La amenaza del látigo ya no era algo abstracto y se dio cuenta de que una cosa era decirse a plena luz del día que no dejaría que su marido la tocara y otra muy distinta hacerlo de noche, cuando estaban solos en medio de un campo, a oscuras, en algún lugar apañado de Carolina del Sur.
Soltó un jadeo cuando Alex la agarró del brazo y la guio a través del recinto. Con la maleza golpeándole las sandalias, supo que no podía dejar que la llevara a donde quería sin oponer resistencia.
– Te advierto que me pondré a gritar si intentas hacerme daño. -Él bostezó. -Lo digo en serio -dijo mientras él la empujaba hacia delante. -No quiero pensar mal de ti, pero me resulta muy difícil no hacerlo sí sigues amenazándome de esta manera.
Alex abrió la puerta de la caravana y encendió la luz, empujándola suavemente por el codo para que entrara.
– ¿Podemos posponer esta conversación hasta mañana?
¿Era sólo la imaginación de Daisy o el interior de la caravana había encogido desde la primera vez que lo había visto?
– No, creo que no. Y por favor, no vuelvas a tocarme otra vez.
– Estoy demasiado cansado para pensar en atacarte esta noche, si es eso lo que te preocupa.
Sus palabras no la tranquilizaron.
– Si no tienes intención de atacarme, ¿por qué me amenazas con el látigo?
Alex bajó la mirada a la cuerda de cuero trenzado como si se hubiera olvidado que lo tenía en la mano, lo que ella no se creyó ni por un momento. ¿Cómo podía ser tan descuidado con respecto a eso? ¿Y por qué llevaba un látigo por la noche si no era para amenazarla? Un nuevo pensamiento la asaltó, provocándole escalofríos por todo el cuerpo. Había oído bastantes historias sobre hombres que utilizaban los látigos como parte de sus juegos sexuales. Incluso conocía algunos ejemplos casi de primera mano. ¿Sería eso lo que él tenía en mente?
Él masculló algo por lo bajo, cerró la puerta y se acercó a la cama para sentarse. Dejó caer el látigo al suelo, pero el mango aún descansaba sobre su rodilla.
Ella lo miró con aprensión. Por un lado, Daisy había prometido honrar sus votos matrimoniales y además él no le había hecho daño. Pero, por otro, no había dudas de que la había asustado. No era demasiado hábil en los enfrentamientos, pero sabía que tenía que hacerlo. Se armó de valor.
– Creo que deberíamos aclarar las cosas. Quiero que sepas que no voy a poder vivir contigo si sigues intimidándome de esta manera.
– ¿Intimidándote? -Él examinó el mango del látigo. -¿De qué estás hablando?
El nerviosismo de la joven aumentó, pero se obligó a continuar.
– Supongo que no puedes evitarlo. Probablemente sea por la manera en que te criaste, aunque no es que me haya creído esa historia de los cosacos -hizo una pausa. -Porque es falsa, ¿verdad?
Él la miró como si se hubiera vuelto loca.
– Sí, claro que sí-se apresuró a decir ella. -Cuando me refiero a la intimidación, me refiero a tus amenazas y a… -respiró hondo- ese látigo.
– ¿Qué pasa con él?
– Sé algo de sadomasoquismo. Si tienes ese tipo de inclinaciones, te agradecería que me lo dijeras ahora en vez de soltar indirectas.
– ¿De qué estás hablando?
– Los dos somos adultos y no hay ninguna razón para que finjas que no me entiendes.
– Me temo que tendrás que ser más clara. Ella no podía creer que fuera tan obtuso.
– Me refiero a esos indicios que muestras de perversión sexual.
– ¿Perversión sexual?
Como seguía mirándola sin comprender, ella gritó frustrada.
– ¡Por el amor de Dios! Si piensas golpearme y luego hacer el amor conmigo, dímelo. «Oye, Daisy, me gusta dar latigazos a las mujeres con las que me acuesto y tú eres la siguiente de la lista.» Al menos sabría lo que se te pasa por la cabeza.
Él enarcó las cejas.
– ¿Eso haría que te sintieras mejor?
Ella asintió.
– ¿Estás segura?
– Tenemos que comenzar a comunicarnos.
– Como quieras. -La miró con ojos chispeantes. -Me gusta dar latigazos a las mujeres con las que me acuesto y tú eres la siguiente de la lista. Ahora voy a darme una ducha.
Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.
Daisy se mordisqueó el labio inferior. Aquello no había salido precisamente como había planeado.
Alex se rio entre dientes mientras el agua de la ducha caía sobre su cuerpo. Esa bella cabecita hueca le había proporcionado más diversión en las últimas veinticuatro horas de la que había obtenido en todo el año anterior. O puede que incluso más. Su vida era normalmente un asunto muy serio. La risa era un lujo que no se había podido permitir mientras crecía, así que nunca había desarrollado esa costumbre. Pero era normal cuando se había visto obligado a soportar toda clase de agravios para obtener una sonrisa.
Recordó el comentario de Daisy sobre la perversión sexual. Si bien no era su tipo de mujer, no podía negar que había tenido pensamientos sexuales sobre ella. Pero no consideraba que fueran pervertidos. Para un hombre era difícil no pensar en el sexo cuando tenía que hacer frente a esos profundos ojos color violeta y a esa boca que parecía hecha para besar.
Habría estropeado la diversión si le hubiera explicado que siempre llevaba un látigo cuando sabía que los trabajadores habían estado bebiendo. Los circos ambulantes eran como el viejo Oeste a la hora de resolver los problemas -había que prevenirlos antes de que surgieran- y la visión del látigo era una medida muy disuasoria para aplacar el mal genio de algunos y los viejos rencores.
Ella no lo sabía, por supuesto, y él no tenía ninguna prisa en contárselo. Por el bien de los dos, tenía intención de tener a la pequeña señorita ricachona en un puño.
A pesar de cuanto le había divertido el último enfrentamiento con su esposa, tenía el presentimiento de que la diversión no duraría demasiado. ¿En qué había estado pensando Max Petroff cuando le había ofrecido a su hija en matrimonio? ¿Tanto la odiaba que la había sometido voluntariamente a una vida que iba más allá de su experiencia? Cuando Max insistió en ese matrimonio, le había dicho que Daisy necesitaba conocer la cruda realidad, pero a Alex le costaba mucho creer que no hubiera pensado en ello como en un castigo.
La candidez de Daisy y su disparatado sistema de valores de niña rica eran una peligrosa combinación. Realmente le sorprendería que durara mucho con él, pero, por otra parte, había prometido que haría lo mejor para ella y pensaba mantener su palabra. Cuando Daisy se fuera, seria por elección propia, no porque la estuviera echando o sobornándola para deshacerse de ella. Puede que no le gustara a Max, pero se lo debía.
Éste parecía ser su año para pagar grandes deudas, primero la promesa hecha a Owen Quest en su lecho de muerte: hacer una última gira con el circo bajo el nombre de Quest. Y luego casarse con la hija de Max. En todos esos años, Max nunca le había pedido nada a cambio de haberle salvado la vida, pero cuando finalmente lo hizo, le había pedido una barbaridad.
Alex había intentado convencer a Max de que podía lograr el mismo objetivo obligando a Daisy a vivir con él, pero Max había insistido en lo contrario. Al principio Max le había pedido que el matrimonio durase un año, pero Alex no sentía tanta gratitud como para aceptarlo. Al final acordaron que serían seis meses, un período que concluiría al mismo tiempo que la gira con el circo de los Hermanos Quest.
Mientras se enjabonaba el pecho, Alex pensó en los dos hombres que habían representado fuerzas tan poderosas en su vida, Owen Quest y Max Petroff. Max lo había rescatado de una existencia de abusos físicos y emocionales, mientras que Owen lo había guiado a la madurez.
Alex había conocido a Max cuando tenía doce años y viajaba con su tío Sergey en un maltrecho circo que se pasaba el verano de gira por los pueblos de la costa atlántica, desde Daytona Beach a Bacalao Cape. Nunca olvidaría esa calurosa tarde de agosto cuando Max apareció como un ángel vengador para arrebatar el látigo del puño de Sergey y salvar a Alex de otra brutal paliza.
Ahora comprendía los actos sádicos de Sergey, pero en ese momento no había entendido la retorcida atracción que algunos hombres sentían por los niños y hasta dónde podían llegar para negar esa atracción. En un impulsivo gesto de generosidad, Max había pagado a Sergey y se había llevado a Alex. Lo había matriculado en la academia militar y le había proporcionado el dinero -que no el afecto- que había hecho posible que Alex sobreviviera hasta que pudo cuidar de sí mismo.
Pero había sido Owen Quest quien había dado a Alex lecciones de madurez durante las vacaciones de verano, cuando había viajado con el circo para ganar algo de dinero, y luego, mucho más tarde, en la edad adulta, cuando cada pocos años dejaba atrás su vida y pasaba algunos meses en la carretera. La parte del carácter de Alex que no había sido moldeada por el látigo de su tío se había formado por los sabios sermones de Owen y sus casi siempre astutas observaciones sobre el mundo y lo duro que era sobrevivir para un hombre. La vida era un negocio peligroso para Owen, y no había lugar para la risa o la frivolidad. Un hombre debía trabajar duro, cuidarse de sí mismo y mantener su orgullo.
Alex cerró el grifo y cogió una toalla. Los dos hombres habían tenido sus razones egoístas para ayudar a un niño desvalido. Max se veía a sí mismo como un benefactor y se jactaba de sus diversos proyectos caritativos -entre los que estaba incluido Alex Markov- ante sus amigos de alto copete. Por otro lado, Owen tenía un ego enorme y le encantaba tener un público impresionable que esperara babeante sus reflexiones oscuras sobre la vida. Pero a pesar de los motivos egoístas que pudieran haber tenido aquellos dos hombres, habían sido las únicas personas en la joven vida de Alex a los que él había importado algo y ninguno de ellos le pidió nada a cambio, por lo menos no hasta ese momento.
"Besar a un Ángel" отзывы
Отзывы читателей о книге "Besar a un Ángel". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Besar a un Ángel" друзьям в соцсетях.