Ahora Alex tenía un maltrecho circo entre las manos y una esposa, sexy pero tonta, que iba camino de volverlo loco. No lo consentiría, por supuesto. Las circunstancias lo habían hecho como era, un hombre rudo y terco que vivía de acuerdo con su propio código y que no se hacía ilusiones sobre sí mismo. Daisy Deveraux no tenía ninguna posibilidad de vencerlo.
Se envolvió una toalla en la cintura, cogió otra para secarse el pelo y abrió la puerta del baño.
Daisy tragó saliva cuando la puerta del baño se abrió y salió Alex. Oh, Dios, era impresionante. Mientras él se secaba la cabeza con la toalla, ella aprovechó para mirar a conciencia lo que le parecía un cuerpo perfecto, con músculos bien definidos pero no excesivamente marcados. Alex tenía algo que nunca había visto en ninguno de los jovenzuelos bronceados de Lani, un cuerpo moldeado por el trabajo duro. Aquel ancho pecho estaba cubierto ligeramente de vello oscuro donde anidaba alguna clase de medalla de oro, pero Daisy estaba demasiado extasiada con la visión como para fijarse en los detalles.
Las caderas masculinas eran considerablemente más estrechas que los hombros; el estómago era plano y duro. Siguió con la mirada la flecha de vello que comenzaba encima del ombligo y continuaba por debajo de la toalla amarilla. De repente, se sintió acalorada mientras se preguntaba cómo sería lo que había más abajo.
Él terminó de secarse el pelo y la miró.
– Puedes acostarte conmigo o dormir en el sofá.
Ahora mismo estoy demasiado cansado para que me importe lo que hagas.
– ¡Dormiré en el sofá! -Su voz había sonado ligeramente aguda, aunque no sabía si había sido por sus palabras o por lo que veían sus ojos.
Él la privó de la visión de su pecho cuando le dio la espalda y se dirigió a la cama. Enrolló los látigos y los puso en una caja de madera que metió debajo. Con ellos fuera de vista, Daisy se dio cuenta de lo mucho que le gustaba la visión de aquella espalda.
De nuevo, él se volvió hacia ella.
– En cinco segundos dejaré caer la toalla.
Alex esperó, y después de que pasaran los cinco segundos, ella se dio cuenta de lo que él había querido decir.
– Ah. Quieres que aparte la vista.
Él se rio.
– Déjame dormir bien esta noche, cara de ángel, y te prometo que mañana te enseñaré todo lo que quieras.
Ahora sí que lo había hecho. Le había dado una impresión totalmente errónea y tenía que corregirla.
– Creo que me has interpretado mal.
– Espero que no.
– Lo has hecho. Sólo tenía curiosidad… Bueno, no curiosidad exactamente, pero… bueno, sí, supongo que curiosidad… Aunque es natural. No deberías asumir por ello que…
– ¿Daisy?
– ¿Sí?
– Si dices una palabra más, cogeré uno de esos látigos que tanto te preocupan y veremos si puedo hacer alguna de esas cosas pervertidas que mencionabas.
Ella cogió rápidamente unas bragas limpias y una descolorida camiseta de la Universidad de Carolina del Norte que había sacado del cajón de Alex mientras estaba en la ducha, y entró en el cuarto de baño, cerrando la puerta de un portazo.
Veinte minutos después salió fresca de la ducha con la camiseta de Alex puesta. Había decidido que era preferible ponerse eso antes que el único camisón que había encontrado en la maleta, un minúsculo picardías de seda rosa con mucho encaje que había comprado días antes de que Noel la traicionara con su madre.
Alex dormía boca arriba, con la sábana cubriéndole las caderas desnudas. No era correcto mirar a una persona mientras dormía, pero no podía dejar de hacerlo. Se acercó a los pies de la cama y lo observó.
Dormido, él no parecía tan peligroso. A Daisy le hormiguearon las manos por tocar ese duro vientre plano. Subió la mirada desde al abdomen al pecho de Alex y admiró la perfecta simetría del torso masculino hasta que vio la medalla de oro que colgaba de una cadena alrededor de su cuello. Cuando comprendió lo que era, se quedó paralizada.
Era una bella medalla rusa esmaltada. «… vestía harapos y llevaba un colgante esmaltado de valor incalculable en el cuello.»
Se estremeció. Estudió la cara de la Virgen María que apoyaba la mejilla contra la de su hijo, y aunque no sabía mucho sobre iconos, se dio cuenta de que esa Virgen no pertenecía a la tradición italiana. La ornamentación de oro en las túnicas negras era puramente bizantina, así como el elaborado traje que llevaba el Niño Jesús.
Se recordó que sólo porque Alex llevara puesto lo que obviamente era un valioso esmalte, no quería decir que la historia sobre los cosacos fuera cierta. Lo más probable es que fuera una joya familiar heredada. Pero todavía se sentía algo inquieta cuando se dirigió al otro extremo de la caravana.
El sofá estaba cubierto por la ropa que había sacado de su maleta y que había depositado junto a un montón de periódicos y revistas, algunos de los cuales tenían varios años. Apartó todo a un lado e hizo la cama con sábanas limpias. Pero entre que ya había dormido un poco y aquellos lúgubres pensamientos que la asaltaban, no pudo conciliar el sueño, así que leyó un viejo artículo de uno de los periódicos. Eran más de las tres cuando finalmente se durmió. Pensaba que había acabado de cerrar los ojos cuando sintió que la sacudían groseramente para que se despertara.
– Arriba, cara de ángel. Tenemos un largo día por delante.
Ella rodó sobre su estómago. Él tiró de la sábana y Daisy sintió el roce del aire frío en la parte trasera de los muslos desnudos. Se negó a moverse. Si lo hacía tendría que enfrentarse a un nuevo día.
– Venga, Daisy.
Ella enterró la cara más profundamente en la almohada.
Sintió cómo una mano grande y cálida se posaba sobre la frágil seda de sus bragas y abrió los ojos de golpe. Con un grito ahogado se puso boca arriba y tiró de la sábana para cubrirse con ella.
Él sonreía ampliamente.
– Pensé que eso te despertaría por completo.
Era el diablo en persona. Sólo el diablo estaba vestido y afeitado a esa hora tan impía. Ella le enseñó los dientes.
– No me gusta madrugar. Déjame en paz.
Alex la recorrió lentamente con la mirada, recordándole que de hecho estaba prácticamente desnuda bajo la sábana, sólo vestida con una vieja camiseta suya y unas bragas muy pequeñas.
– Tenemos casi tres horas de viaje por delante y nos marchamos en diez minutos. Vístete y haz algo útil. -Se apartó de ella y se dirigió al fregadero.
Daisy entrecerró los ojos ante la grisácea luz matutina que entraba por las pequeñas y sucias ventanas.
– Todavía es de noche.
– Son casi las seis. -Se sirvió una taza de café y ella esperó a que se la diera. Pero él se limitó a llevar la taza a los labios.
Ella se recostó en el sofá.
– No he logrado conciliar el sueño hasta las tres. Me quedaré aquí dentro mientras tú conduces.
– Va contra la ley. -El dejó la taza de café sobre la mesa, luego se agachó para recoger rápidamente la ropa del suelo. La examinó con ojo crítico.
– ¿No tienes vaqueros?
– Por supuesto que tengo vaqueros.
– Pues póntelos.
Ella lo miró con aire de satisfacción.
– Están en la habitación de invitados de la casa de mi padre.
– Cómo no. -Le tiró las ropas que había recogido del suelo. -Vístete.
Daisy quiso decir algo imperdonablemente rudo, pero estaba segura de que a él no le haría gracia, así que se metió a regañadientes en el baño. Diez minutos después salió vestida de manera ridícula con unos pantalones de seda color turquesa y una camiseta de algodón azul marino con un estampado de racimos de cerezas rojos. Cuando Daisy abrió la boca para protestar por la elección de ropa, reparó en que él estaba frente al armario abierto de la cocina y parecía a la vez enojado y peligroso.
La mirada de la joven cayó sobre el látigo negro que llevaba enroscado en el puño y el corazón comenzó a latirle con fuerza. No sabía qué había hecho, pero sabía que estaba metida en problemas. Allí estaba. En el tiroteo del Cosaco Corral.
– ¿Te has comido mis Twinkies?
Ella tragó saliva.
– ¿Exactamente de qué Twinkies estamos hablando? -preguntó con los ojos fijos en el látigo.
– De los Twinkies que estaban en el mueble que está encima del fregadero. De los únicos Twinkies que había en la caravana. -Apretó los dedos en torno al mango del látigo.
«Oh, Señor -pensó ella. -Azotada hasta morir por culpa de unos pastelitos de crema.» -¿Y bien?
– Esto, eh…, te prometo que no volverá a ocurrir. Pero no estaban marcados ni nada parecido, en ningún sitio decía que fueran tuyos -los ojos de la joven siguieron fijos en el látigo- y normalmente no me los habría comido… Pero esta noche tenía hambre y, mirándolo bien, tendrás que admitir que te hice un favor, porque atascarán mis arterias en vez de las tuyas.
– Jamás vuelvas a tocar mis Twinkies. Si los quieres, los compras, -La voz de Alex había sonado suave. Demasiado suave. En su imaginación Daisy oyó el aullido de un cosaco bajo la luna rusa.
Se mordisqueó el labio inferior.
– Los Twinkies no son un desayuno muy nutritivo.
– ¡Deja de hacer eso!
Ella dio un paso atrás, levantando la mirada rápidamente hacia la de él.
– ¿Que deje de hacer qué?
Él levantó el látigo, y la apuntó con él.
– De mirarme como si me dispusiera a arrancarte la piel del trasero. Por el amor de Dios, si ésa fuera mi intención te habría quitado las bragas, no te habría obligado a vestirte.
Ella soltó aire.
– No sabes cuánto me alegra oír eso.
– Si decido darte latigazos, no será por un Twinkie.
De nuevo volvía a amenazarla.
– Deja ya de amenazarme o lo lamentarás.
– ¿Qué vas a hacer, cara de ángel? ¿Apuñalarme con el lápiz de ojos? -La miró con diversión. Luego se dirigió hacia la cama de dónde sacó la caja de madera que había debajo para guardar el látigo dentro.
Daisy se irguió en su todo su metro sesenta y cinco y lo fulminó con la mirada.
– Para que lo sepas, Chuck Norris me dio clases de kárate. -Por desgracia, hacía diez años de eso y no se acordaba de nada, pero Alex no lo sabía.
– Si tú lo dices.
– Además, Arnold Schwarzenegger en persona me asesoró sobre un programa de ejercicios físicos. -Ojalá le hubiera hecho caso.
– Te he entendido, Daisy. Eres una chica muy fuerte. Ahora muévete.
Apenas hablaron un minuto durante la primera hora de viaje. Como él no le había dado tiempo suficiente para arreglarse, Daisy tuvo que terminar de maquillarse en la camioneta y peinarse sin secador, por lo que tuvo que sujetarse el pelo con unas horquillas art noveau que, aunque eran bonitas, no le quedaban demasiado bien. En lugar de apreciar la dificultad de la tarea y cooperar un poco, él la ignoró cuando le pidió que disminuyera la velocidad mientras se pintaba los ojos y además protestó cuando la laca le salpicó la cara.
Alex compró el desayuno de Daisy en Orangeburg, Carolina del Sur. Detuvo la camioneta en un lugar decorado con un caldero de cobre rodeado por barras de pan brillantes. Después de desayunar, Daisy se metió en el baño y se fumó los tres cigarrillos que le quedaban. Cuando salió se dio cuenta de dos cosas. Una atractiva camarera coqueteaba con Alex, y él no hacía nada para desalentarla.
Daisy lo observó ladear la cabeza y sonreír por algo que había dicho la chica. Experimentó una punzada de celos al ver que parecía gustarle la compañía de la camarera más que la suya. Se disponía a ignorar lo que estaba ocurriendo cuando recordó la promesa que había hecho de honrar sus votos matrimoniales. Con resignación, enderezó los hombros y se acercó a la mesa donde dirigió a la empleada su sonrisa más radiante.
– Muchas gracias por hacerle compañía a mi marido mientras estaba en el baño.
La camarera, en cuya placa identificativa se leía Kimberly, pareció algo sorprendida por la actitud amistosa de Daisy.
– Ha sido muy amable por tu parte -Daisy bajó la voz a un fuerte susurro. -Nadie se ha portado bien con él desde que salió de prisión.
Alex se atragantó con el café.
Daisy se inclinó para darle una palmadita en la espalda mientras le dirigía una sonrisa radiante a la estupefacta Kimberly.
– No me importan todas las pruebas que presentó el fiscal. Nunca he creído que asesinara a aquella camarera.
Ante aquella declaración Alex volvió a atragantarse. Kimberly retrocedió con rapidez.
– Lo siento. Ya ha terminado mi turno.
– Pues hala, vete -dijo Daisy alegremente. -¡Y que Dios te bendiga!
Alex controló finalmente la tos. Se levantó de la mesa con una expresión todavía más enojada de lo que era habitual en él. Antes de que tuviese oportunidad de abrir la boca, Daisy extendió la mano y le puso un dedo en los labios.
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