Y con eso, se giró y se marchó.
Josh se quedó en el centro de su despacho intentando no sonreír como un tonto. ¿Le gustaba a Charity? ¡Genial!
Charity salió de las oficinas de Josh sintiéndose como una estúpida y mil cosas más que no eran muy agradables. Le daba vueltas la cabeza y sentía una presión en el pecho, como si fuera a darle un ataque de llanto allí mismo, en la acera.
Pero por el contrario, siguió caminando con la cabeza bien alta y sonriendo a todo el mundo. Vio a Morgan en su librería y lo saludó. Él le sonrió.
Eso sí que era una relación sencilla, pensó, porque comprendía todos los elementos que la conformaban. Morgan y ella eran amigos, se saludaban, hablaban del tiempo y seguían adelante con sus vidas. Sin complicaciones, sin tener a un tío bueno confundiéndole la cabeza.
¿En qué había estado pensando al decirle a Josh que le gustaba? ¿Es que estaban en el instituto? «Dile a Bobby que me gusta, pero sólo si te dice primero que yo le gusto a él».
Estaba confundida, turbada e inquieta.
A pesar del hecho de que su madre no había sido la mujer más maternal del mundo, Charity se vio deseando que siguiera viva para poder pedirle consejo. Por estúpido que pareciera, ahora mismo podría querer un abrazo de su madre. O de una tía. ¡Incluso de una prima lejana!
Entró en el ayuntamiento y subió las escaleras. Una vez arriba se cruzó con Marsha, que salía de la sala de descanso de tomar un café.
– ¿Qué tal el almuerzo? -le preguntó la alcaldesa.
– Bien. Pia siempre es muy divertida.
– Lo es, aunque cuando era más joven fue una niña difícil ¿Qué digo difícil? Era malísima, un terror.
– ¿Pia? -Charity no podía creerlo.
– Era guapa y popular y siempre quería salirse con la suya. No es una buena combinación en una adolescente, pero al final cambió para bien -Marsha dio un trago de café-. ¿Va todo bien? No quiero entrometerme, pero pareces… No estoy segura, pero diría que estás triste.
Charity forzó una sonrisa.
– Estoy bien. Es que echo un poco de menos a mi madre. Murió hace unos años y supongo que es algo que nunca terminas de superar.
Marsha se puso tensa y se quedó lívida. Charity se acercó a ella.
– ¿Estás bien?
– Sí, claro. La pérdida de una madre siempre es trágica. Yo sigo echando de menos a la mía y hace más de treinta años que murió. Charity, ¿podrías entrar en mi despacho?
– Claro.
Charity la siguió. Algo iba mal, podía sentirlo, pero no tenía ni idea de lo que era. ¿Había hecho algo malo? ¿Había cruzado la línea hablando de un tema personal?
Cuando llegaron al despacho de Marsha, la alcaldesa hizo algo que Charity no había visto antes en Fool's Gold: cerró las puertas.
– Quiero decirte algo -empezó diciendo cuando las dos estaban sentadas-. He estado esperando el momento adecuado, que es la forma cobarde de decir que no sé cómo decírtelo. Supongo que la mejor forma es soltar las palabras sin más.
Charity hizo lo posible por no ponerse en lo peor y muchas posibilidades abarrotaron su cabeza: Marsha estaba enferma e iba a morir. Estaban a punto de despedirla. La ciudad iba a desaparecer en un gigantesco pozo negro. Sin embargo, ningún escenario la preparó para lo que vino a continuación.
La alcaldesa se inclinó hacia delante, tocó el brazo de Charity y con una delicada sonrisa le dijo:
– Soy tu abuela.
Once
Charity se alegró de estar sentada porque no podría haberse mantenido en pie después de oír las palabras de Marsha.
– Mi…
– Abuela. Sandra Tilson, o como tú la conocías, Sandra Jones era mi hija. ¿Quieres un poco de agua?
Charity negó con la cabeza. Las palabras tenían sentido, pero no podía aceptar su significado. ¿Su abuela, su familia? Sandra siempre le había dicho que estaban solas en el mundo, que sólo se tenían la una a la otra, pero Charity siempre imaginó que cabía la posibilidad de que su madre no le estuviera contando toda la verdad, que estuviera guardándose algo. No era una mala persona, simplemente había decidido vivir siguiendo sus propias reglas.
Ahora, en el tranquilo despacho de la alcaldesa de Fool's Gold, Charity miraba a la mujer de sesenta y tantos años sentada delante de ella y buscaba una verdad en sus ojos.
Supuso que esa verdad podría encontrarla en la forma de la mandíbula, en la forma de los ojos, que eran como los de su madre, pero ¿su abuela?
– No lo comprendo -susurró.
Marsha se levantó y fue a su mesa. Abrió un cajón y sacó un fino álbum de fotos que le entregó.
Charity deslizó los dedos sobre la cubierta de piel roja, casi temerosa de abrirlo.
– Mi marido murió cuando yo era muy joven y nuestra hija era aún una niña pequeña -comenzó a decir la mujer-. Tenerla me ayudó a superar mi pena, estábamos muy unidas. Era una niña encantadora y muy simpática, además de muy inteligente y aplicada. Pero cuando llegó a la adolescencia, todo se desmoronó y comenzó a actuar como una rebelde.
Marsha entrelazó las manos sobre su regazo.
– No sabía qué hacer. Intenté quererla más, negocié con ella, pero entonces las cosas empeoraron y la castigué. Endurecí las normas de la casa y me convertí en una madre controladora y dictatorial.
Charity seguía sujetando el álbum.
– Seguro que no le hizo gracia tener muchas reglas.
– Tienes razón. Cuanto más intentaba controlarla, más intentaba ella alejarse de mí. Siempre había sido estricta, pero me volví insoportable. Ella respondía saltándose las clases, yendo a fiestas, bebiendo y consumiendo drogas. La arrestaron junto a otros amigos por robar un coche y yo me sentí muy humillada. No sabía cómo hacerle comprender la situación. Y entonces me dijo que estaba embarazada. Apenas tenía diecisiete años.
Marsha respiró hondo.
– Fue demasiado. Perdí los nervios por completo y le grité como una madre no debería hacer nunca. La acusé de haberme arruinado la vida y de planear cosas para avergonzarme, y creo que en ese momento la odiaba.
Bajó la cabeza.
– Ahora estoy avergonzadísima. Daría lo que fuera por volver a ese momento y retirar esas palabras. Sandra me miraba con todo el odio que es capaz de expresar una persona de diecisiete años y me dijo que me haría la vida más fácil. Que se iría. Recuerdo que me reí y le dije que no tendría tanta suerte.
Tragó saliva y miró a Charity.
– A la mañana siguiente se marchó. No podía creerlo. Estaba convencida de que le gustaban demasiado las comodidades de su vida como para renunciar a ellas, pero me equivoqué -los ojos se le llenaron de lágrimas.
Charity se inclinó hacia ella.
– No hiciste nada malo. Discutisteis. Las madres y las hijas discuten. Mi madre y yo… -se detuvo. Cabía la posibilidad de que su madre fuera la hija de Marsha; ¿de verdad podía tratarse de la misma persona?
– Te agradezco que te pongas de mi lado, pero sé lo que hice y sé que la culpa fue mía -una única lágrima se deslizó por su mejilla y ella la apartó-. Desapareció. No sé cómo lo hizo, pero se fue. Desapareció por completo. No podía encontrarla. Miré y miré, contraté a profesionales, le supliqué a Dios, envié folletos sobre ella por todo el país. Ni rastro. Por fin, unos tres años después, uno de los detectives que había contratado me envió una dirección de Georgia y tomé el primer vuelo hacia allí.
Oír la historia fue como escuchar un resumen de un telefilme, pensó Charity. Era como si no tuviera nada que ver con ella aunque en teoría sí que formaba parte de ello.
– Eras preciosa -dijo Marsha con una temblorosa sonrisa-. La primera vez que te vi estabas jugando en el jardín y empujando un carrito de bebé de plástico. Tendrías unos dos años y medio. Sandra estaba sentada en los escalones mirándote. La casa era pequeña y estaba situada en un barrio terrible. Lo único que quería era traeros a casa, aquí, conmigo.
«Cosa que no pasó», pensó Charity, sin atreverse a imaginar cómo habría sido su vida si hubiera crecido en un lugar como Fool's Gold, esa pequeña ciudad donde todos se preocupaban de todos. Un lugar donde por fin podría echar raíces.
– Seguía furiosa -susurró Marsha y su sonrisa se desvaneció-. Muy enfadada. No me dejó decir nada ni escuchó mis disculpas. ¡Había tanta rabia en su voz y en su mirada! Me dijo que me fuera, que no quería volver a verme y que si intentaba veros, se aseguraría de desaparecer de nuevo y de que yo jamás te encontrara. Me quedé hundida.
Marsha respiró hondo.
– Disculpa. Ha pasado mucho tiempo, pero lo siento como algo muy reciente. Le expliqué que había cambiado, que había aprendido de mis errores. Le dije que quería tenerla de vuelta en mi vida, a las dos, pero no le importó. Dijo que había terminado conmigo, con mis reglas y con las expectativas. Dijo que estaba bien sola y me repitió que si volvía a verme, desaparecería y yo jamás os encontraría.
A Charity se le encogió el pecho al ver el dolor de Marsha.
– Lo siento -susurró. Una parte de ella se decía que Sandra no habría sido capaz de hacer eso, pero en el fondo sabía que era posible porque cuando Sandra tomaba una decisión, no había forma de disuadirla. No había vuelta atrás.
– Volví a casa rota por dentro y sabiendo que todo era culpa mía.
– Pero no es así -le dijo Charity con firmeza-. Cometiste un error, pero quisiste enmendarlo. Nadie es perfecto. Todos cometemos errores. Fue Sandra la que decidió no escuchar y no darte una segunda oportunidad.
– Tal vez. Intenté decirme eso, pero lo cierto es que intentaba controlar todos los aspectos de la vida de Sandra y eso ella no podía soportarlo. Lo hacía porque había perdido a mi marido y me aterrorizaba pensar que si no lo tenía todo controlado, sucedería otra tragedia que invadiría mi vida.
Apretó los labios y siguió diciendo:
– Os dejé a las dos. No sabía qué más hacer. Pensé en tenerla vigilada, pero me daba miedo que lo descubriera. Pasaron los años y los recuerdos se desvanecieron, pero no el anhelo, ni las preguntas. Pensaba en las dos todo el tiempo. Diez años después contraté a otro detective para ver si podía encontrarla y la localizó sin problemas. El chico que era tu padre… -se le apagó la voz un instante-. Estoy hablando demasiado.
Charity le tocó el brazo.
– Sé que murió. Ella me lo dijo después de que le hubiera estado haciendo muchas preguntas. Aunque podía creer que mi madre no tenía familia, sabía que tenía un padre y cuando murió, dejé de preguntar.
Tenía doce años. Sandra había entrado en su habitación de la caravana que tenían alquilada en un parque a las afueras de Phoenix. Charity lo recordaba todo, las vistas desde la diminuta ventana y el sonido del grifo que goteaba mientras su madre le decía que el chico que la había dejado embarazada se había alistado en el ejército y había muerto en un accidente de helicóptero.
Marsha le apretó la mano.
– Lo siento. Pensé que eso cambiaría las cosas, pero no fue así. Nunca respondió a mi carta y cuando envié al detective para que comprobara como os encontrabais, ella ya se había ido. Tal como me había prometido. Había vuelto a perderla.
Se encogió de hombros.
– Así que me rendí. Dejé de buscar. Dejé de tener esperanzas. Acepté que había ahuyentado a mi única hija y seguí con mi vida. Pero hace unos meses decidí intentarlo de nuevo.
A Charity se le encogió el pecho.
– ¿Contrataste a otro detective?
Marsha asintió y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– No le costó descubrir que mi niña había muerto de cáncer y que todo fue muy rápido.
Charity asintió. Ella había tenido tiempo de acostumbrarse a la muerte de su madre, pero para Marsha la noticia aún estaba muy reciente y seguía siendo dolorosa.
– Lo siento -susurró al darse cuenta de que todo el mundo había lamentado cosas menos la propia Sandra.
– Fue un gran impacto -admitió Marsha-. Era mi única hija. ¿No debería haberlo sabido? ¿No debería haberlo presentido? ¿Haberlo sentido en mi corazón? Pero nada. La lloré, lloré por todo lo que podríamos haber tenido y por todo lo que había echado por la borda.
– ¡No! -dijo Charity con rotundidad-. Tú no eres la única responsable. Sí, cometiste errores, pero ella también. Yo siempre estuve suplicándole que me hablara sobre mi familia y nunca lo hizo. Se negaba porque lo que ella sentía era más importante que lo que yo quería. Murió dejándome sola en el mundo y nunca se molestó en contarme la verdad. Te he tenido todo este tiempo y nunca me lo dijo.
Ahora Charity era la que contenía las lágrimas.
– Odiaba tener que mudarnos, siempre le suplicaba que nos quedáramos en un sitio, pero ella no aceptaba. Cuando entré en el instituto, le dije que quería graduarme en él y me prometió que nos quedaríamos todo lo que ella pudiera, pero sólo aguantó seis meses. Yo me quedé. Me enviaba dinero cuando podía y yo trabajaba a tiempo parcial. El alquiler era bastante barato, pero ella ni siquiera se preocupó por mí. Dijo que estaría bien y no vino a mi graduación.
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