Se giró para mirar a Marsha.

– Dime que tú sí habrías estado allí.

– Sí, pero ésa no es…

– ¿La cuestión? Es exactamente la cuestión.

Charity estaba sintiendo algo dentro que no permitía salir porque había aprendido que era mejor no pensar demasiado en ciertas cosas, que era mejor mantener siempre el control y no dejarse llevar por las emociones. Sin embargo, ahora estaba viendo cómo ese control se le escapaba de las manos.

– Lo siento -susurró-. Tengo que irme. Ya… ya hablaremos luego.

Agarró su bolso y salió por la puerta. Después de bajar corriendo por las escaleras y salir del edificio, miró en ambas direcciones, sin saber adonde ir. En la distancia, a la izquierda, vio uno de los tres parques de la ciudad y se dirigió hacia allí.

No pensaría en ello, se dijo, y tampoco lloraría.

Ella nunca lloraba porque no servía para nada más que para hacerla sentirse débil.

Caminó deprisa por la acera sin olvidar sonreír a la gente con la que se cruzaba. Llegó al exuberante parque en pocos minutos y avanzó por uno de los caminos flanqueados por árboles hasta que encontró un banco vacío. Una vez allí, se desmoronó e intentó aclarar todo lo que daba vueltas en su cabeza.

Su reacción ante el hecho de que su madre le hubiera ocultado la existencia de Marsha no había sido la correcta. Lo mejor era estar furiosa con Sandra en lugar de pensar en lo mucho que había perdido.

¡Tenía una familia, una abuela, y de no haber sido por la terquedad de su madre, podría haber pasado los últimos veintiocho años a su lado!

Marsha Tilson… eso significaba que probablemente su apellido era «Tilson» y no «Jones». ¿Habría sido Sandra capaz de cambiarle el apellido en su certificado de nacimiento?

Oyó pisadas por el camino. ¡Menos mal que no estaba llorando! Se preparó para mantener una charla educada con alguien y casi se cayó del banco al ver a Josh dirigiéndose hacia ella.

Parecía preocupado e inquieto, eso sin mencionar que estaba tan guapísimo como siempre.

– Hola -dijo él.

– Hola.

Se detuvo delante de ella.

– He venido a asegurarme de que estás bien.

¿Cómo podía saber lo que estaba pasando? No habría tenido tiempo de que Marsha se lo contara todo, a menos que ya lo supiera.

– ¿Cuándo te contó que era mi abuela? -preguntó sin saber si estaba o no furiosa.

– El día antes de tu primera entrevista.

La entrevista. El trabajo.

– ¡Oh, Dios! -susurró-. Marsha me contrató sólo porque soy su nieta.

Él se sentó a su lado y la rodeó con el brazo.

– Te contrató porque eras la mejor para el puesto. No tomó la decisión sola y no fuiste la única candidata. Fue una decisión tomada en grupo. ¿Es que no tienes ya bastante como para castigarte además pensando eso?

– Puede que sí -admitió apoyándose contra Josh. No quería. Quería ser fuerte sin ayuda, pero era muy agradable relajarse contra su fuerte cuerpo como si él pudiera mantenerla a salvo de todos los problemas-. ¿Quién más lo sabe?

– Sólo yo. Necesitaba contárselo a alguien y cuando llegaste me pidió que cuidara de ti.

Charity se apartó y se puso derecha.

– ¿Qué? ¿Por eso has sido tan simpático conmigo? ¿Te acostaste conmigo porque mi abuela te lo dijo?

Él sonrió.

– ¿Por qué no le dices a tu sentido común que oiga esa frase? ¿Qué abuela le dice a un tipo que se acueste con su única nieta?

– Ah, ya, puede que tengas razón.

– ¿Puede?

Parte de su furia se disipó y volvió a recostarse sobre él.

– Me duele la cabeza.

– Te pondrás bien. Necesitas tiempo para asumirlo todo, pero si tienes que tener una familia sorpresa, Marsha es la mejor que podrías tener. Es de los buenos.

– Lo sé, ¡pero me resulta tan extraño pensar en ello! Me conoce desde siempre, quería formar parte de nuestras vidas, quería que estuviéramos juntas -comenzaron a escocerle los ojos y tuvo que contener las lágrimas-. Mi madre era la persona más terca del mundo -susurró-. No era nada convencional. No le importaba si comía tarta para desayunar, ni a qué hora me iba a la cama. Me decía que ella había crecido con demasiadas reglas y que no creía en ellas.

Lo miró.

– En la teoría suena genial, pero lo cierto es que yo habría preferido tener unas cuantas reglas. Tenía que responsabilizarme de todo sola porque ella no lo haría. Tenía que asegurarme de que había comida en la nevera cuando tenía nueve años y ocuparme de pagar las facturas a tiempo cuando tenía doce. Quería ser una niña, pero me asustaba demasiado pensar lo que pasaría si nadie tomaba las riendas.

– Lo siento -dijo él acariciándole el pelo-. Deberías haber tenido una vida mejor.

– Tuve una vida mejor que mucha gente. Nunca pasé hambre, tenía ropa y un techo bajo el que vivir.

Josh estaba furioso, pero decidido a no demostrarlo. Era lo último que Charity necesitaba.

– No era una mala persona. Sandra me quería.

Otro punto en el que él no estaba de acuerdo, porque no le parecía que Sandra fuera tan buena persona. Dudaba que Marsha hubiera sido una madre perfecta, ninguna lo era, pero ella siempre había actuado siguiendo a su corazón. Era dura, pero justa. La mujer que conocía desde que tenía diez años era generosa y cariñosa, y si había sido estricta, habría sido con razón. Y Josh lo sabía bien porque había cuidado de él, le había ofrecido consejos y apoyo.

Sabía que había financiado decenas de colegios, que había donado dinero y su tiempo para distintas actividades benéficas y que anhelaba la única cosa que había perdido: su familia.

Para él, la culpa era de Sandra. No por haberse escapado de casa, sino por insistir en que Charity no pudiera relacionarse con su abuela. Ella no tenía derecho a imponerle esas reglas a su hija.

– No sé qué pensar -admitió Charity.

– Dale tiempo. Las cosas acabarán aclarándose.

– Me he ido corriendo. Tengo que hablar con Marsha y darle alguna explicación.

– Sabe que te has visto abrumada y por eso me ha llamado.

– ¿Eres la parte neutral?

– Soy el brillante tío bueno que te hará distraerte.

Charity logró esbozar una sonrisa.

– Oh, de acuerdo. Qué tonta soy -se puso derecha-. Tienes razón. Tengo que darle tiempo. Ha sido un gran impacto para mí y ahora mismo no tengo que hacer nada al respecto. Puedo asimilar la información y decidir qué significa para mí.

– Es un plan excelente.

La sonrisa se desvaneció.

– Lo peor es que no puedo hacerlo del todo. Sandra ha muerto y no puedo ir y preguntarle por qué nunca me contó lo de mi abuela.

– Tendría sus motivos -dijo él con cautela, sin querer meterse en nada que pudiera resultar desagradable.

– Motivos estúpidos.

Charity se puso de pie.

– Bueno… Tengo que volver al trabajo, eso me distraerá -le dio un suave beso-. Gracias.

– De nada.

– No tenías por qué haber venido a buscarme. Habría estado bien de todos modos.

– Me encanta hacer un buen rescate.

Ella lo miró a los ojos.

– Eres un tipo encantador.

Él posó el dedo índice sobre su boca.

– Es un secreto. No se lo digas a nadie.

Charity no pudo más que esbozar otra sonrisa.

– Creo que ya ha corrido la voz.


Los demonios se presentaban en todas las formas y tamaños. Los de Josh tenían la forma de doce chicos del instituto local de entre quince y dieciocho años, la mayoría muy delgados y con aspecto debilucho sobre el terreno, pero que podían volar como el viento subidos a sus bicis.

El entrenador Green, un tipo alto y delgado de la edad de Josh, prácticamente bailaba de alegría.

– ¡Esto es genial! -dijo sonriendo-. Competí en la universidad, aunque nada parecido a lo que hiciste tú, claro. No tenía una habilidad innata, pero tío, quería ser como tú. No puedo decirte lo emocionados que estamos de tenerte trabajando con nosotros.

Josh tragó saliva para intentar aliviar el nudo que tenía en el pecho, pero eso no lo ayudó. Tanta veneración en la voz del entrenador Green no hacía más que convertir una situación pésima para él en algo más potencialmente desastroso. ¿En qué demonios había estado pensando cuando había accedido a participar en la carrera? No era sólo que fueran a patearle el trasero, sino que iba a humillarse delante de todo el mundo y todos sabrían que era un cobarde.

– Ha pasado mucho tiempo desde que no me subo a una bici -dijo Josh mintiendo, ya que la última vez que había montado había sido la noche anterior. Pero aun así era como si hubieran pasado quince vidas desde que había montado con otros ciclistas, desde que había estado junto a otros y había intercambiado conversación antes de centrarse en la carrera.

Incluso mirando a los niños que seguían observándolo, sintió que no podía respirar, pero eso era lo de menos. Lo que lo mató fue ese terror que le entumecía la mente. Preferiría estar en cualquier parte menos allí, se decía. Preferiría verse rodeado de fuego antes que tener que pasar por aquello.

– Los chicos te lo pondrán fácil -dijo el entrenador bromeando.

Sin embargo, para Josh en realidad no era un chiste, aunque nadie lo supiera.

Green llamó a los chicos que avanzaron con sus bicis hasta él con sus jóvenes rostros llenos de emoción y ganas. Se presentaron y un par de ellos le estrecharon la mano.

Los había visto a la mayoría por allí y reconocía sus caras. Ahora tendría que montar con ellos.

– Josh va a dejar su retiro para participar en una carrera benéfica dentro de unas semanas -dijo el entrenador Green- y hasta entonces estará entrenando con nosotros.

– ¡Genial! -gritó uno de los chicos.

– Estoy mayor y he perdido forma -dijo Josh-. No seáis muy duros.

Los chavales se rieron.

El entrenador Green les ordenó que se pusieran en fila y que comenzaran a calentar.

Josh se colocó detrás de ellos, era mejor ir detrás para poder ver al resto de corredores. Unos cuantos kilómetros a una marcha suave estaría bien.

Sonó un silbato y los ciclistas arrancaron. Josh esperó a salir hasta que se encontraron al menos a cien metros. Se concentró en mover la bici, en calentar sus músculos y en la familiar sensación de lo que estaba haciendo.

Habían pasado dos años desde la última vez que había montado durante el día y ya había olvidado los colores de los árboles y de los edificios al pasar por delante de ellos. Soplaba un ligero viento y la temperatura era perfecta.

Los chicos que llevaba delante habían acelerado el ritmo y él hizo lo mismo. Por dentro, algo despertó queriendo volver a la vida: un ardiente deseo de alcanzarlos, de sobrepasarlos. El deseo de ganar.

La sensación lo sorprendió. Habría pensado que la humillación habría acabado con cualquier espíritu competitivo que le quedara, pero estaba claro que no.

Sin tenerlo planeado, comenzó a pedalear con más fuerza y más deprisa, cerrando la distancia entre los estudiantes y él. Uno de los chicos se fijó y gritó algo. El pelotón aceleró. Josh siguió mientras sentía cómo la sangre se movía por su cuerpo y cómo se activó al darse cuenta de lo que era capaz, al darse cuenta de que no lo había perdido todo.

– ¡Ni hablar, Golden! -gritó uno de los chicos mientras los alcanzaba-. No nos vencerás.

Se apelotonaron a su alrededor y se acercaron para atraparlo entre ellos.

Su táctica era obvia y no especialmente diestra; él conocía maniobras para rebasarlos y los movimientos le salieron de manera instintiva.

«Pero no pudo hacerlo». Las instrucciones manaban de su cerebro, pero por alguna razón sus músculos nunca llegaban a ejecutarlas. Tal vez era por la frialdad que se calaba en su cuerpo, el escalofrío que le dijo que tenía miedo. Tal vez eran los recuerdos pasando tan rápidamente ante sus ojos que sólo le dejaban ver a Frank volando por el aire antes de caer y morir. De pronto no pudo respirar y un frío sudor brotó por todas partes. Se le agarrotaron los músculos y se vio obligado a detenerse.

No recordaba haberse movido, pero de pronto estaba junto a su bici, agachado sobre ella y esperando a que su ritmo cardíaco volviera a la normalidad. Sintió náuseas y comenzó a temblar como un perro empapado y asustado.

Cuando los chicos empezaron a girarse para volver hacia él les indicó con la mano que siguieran adelante. Después de señalar su bici, ellos asintieron y lo saludaron con la mano. Darían por hecho que había pinchado o que había sufrido algún problema mecánico. Con suerte, jamás adivinarían la verdad.

Por mucho que quería competir, por muy fuerte y poderoso que era ese deseo en su interior, no pudo hacerlo. Esa parte de él, esas piezas que lo hacían estar completo, no podían repararse. Ya no importaban ninguno de los trofeos ni todo el dinero del mundo, nada podía hacerlo sentir mejor. Era un perdedor y un cobarde y lo peor de todo era que no sabía qué hacer para cambiarlo.