– Hablaré con ellas.

– Más te vale -la mujer bajó los brazos y se acercó a su mesa-. La tienda de la Tercera está alquilada.

Él se recostó en su silla mientras ella se sentaba.

– Bien.

Llevaba vacía casi tres meses.

– El contrato de arrendamiento está en el despacho del abogado. Lo recogeré después para que lo leas -se aclaró la voz-. Te solicitan que participes en una carrera de bicis para un acto benéfico.

– No.

– Es por el bien de los niños.

– Suele ser por eso.

– Deberías participar en ésta.

Intentaba provocarlo; por alguna razón, Eddie pensaba que si lograba hacerlo gritar, él acabaría cediendo.

– Es en Florida. Podrías ir a Disney World.

– Ya he estado en Disney World.

– Tienes que salir, Josh. Vuelve a montar. No puedes…

– ¿Algo más? -le preguntó interrumpiéndola.

Ella se quedó mirándolo con los ojos entrecerrados. Él la miró a ella, que fue la primera en parpadear.

– Bien. Sigue así -Eddie dejó escapar un gran suspiro, como si en su vida no hubiera más que dolor-. No dejan de llamarme para un torneo de golf benéfico. El patrocinador tiene contactos con la estación de esquí y están pensando en celebrar el torneo aquí.

Lo del golf sí que podría hacerlo. No era su deporte, de modo que no se le exigiría perfección. Podía derrochar encanto ante las cámaras, recaudar algo de dinero y pasar así el día.

– Me apunto a lo del golf.

– Por lo menos es algo -gruñó ella-. Más tarde te daré las cifras de ventas de la tienda de deportes; los datos preliminares son buenos. Los folletos han impulsado el negocio y las ventas por Internet también han subido. Aunque si pudiéramos incorporar una fotografía tuya a las bicicletas que vendemos…

Miró hacia otro lado, lo cual significaba que estaba ignorándola. Una de las rubias pasó por delante justo en ese momento y creyó que él estaba mirándola. La joven sonrió y se detuvo. ¡Maldita sea!

Eddie se giró y vio a la chica.

– ¡Vuelve al trabajo! -le dijo bruscamente-. Esta conversación no te incumbe.

La chica hizo un puchero, pero se fue.

– ¿Te he dicho ya que me ponen de los nervios? -preguntó Eddie.

– Más de una vez.

– Necesitas una novia. Si piensan que estás saliendo con alguien, se echarán atrás.

– No, no lo harán.

– Puede que no -asintió ella-. Te juro, Josh, que algo les pasa contigo. Todas las mujeres se mueren por meterse en tu cama.

Él se estremeció, no quería mantener esa conversación con su secretaria septuagenaria.

– Supongo que la buena noticia es que si lo hubieras hecho tantas veces como dicen, ahora estarías muerto.

– Un pensamiento de lo más positivo -dijo él secamente.

Eddie se levantó.

– Volveré luego para traerte las cifras de ventas.

– Estaré contando las horas.

Ella soltó una carcajada mientras se marchaba y Josh centró la mirada en el ordenador, aunque no su atención.

Las chicas de su oficina eran el menor de sus problemas. Lo que lo mantenía noches despierto no eran esas jóvenes convencidísimas de que él era la respuesta a sus plegarias, sino la realidad de saber que era un absoluto fraude y que nadie lo había descubierto.


Durante los siguientes días, Charity siguió familiarizándose con su nuevo trabajo y conoció al resto de los empleados. Se fijó en que todos eran mujeres, con la excepción de Robert Anderson, el tesorero.

– Robert lleva con nosotras cinco años -dijo Marsha después de una reunión un miércoles y antes de excusarse para ir a hacer una llamada al comisionado del condado.

Robert era un guapo treintañero con unos ojos oscuros que resplandecieron de diversión al estrecharle la mano a Charity.

– Pareces un poco sorprendida de verme. ¿Es porque soy un chico? ¿Ya te ha contado la alcaldesa nuestro pequeño problema?

– Sí, y eso debe de hacerte muy popular.

Él sonrió y le indicó que lo siguiera hasta su despacho, donde se sentaron a ambos lados del escritorio.

– No me va mal.

– ¿Lo sabías cuando aceptaste el trabajo?

Él se rió.

– No, y en ningún momento me fijé durante el proceso de selección. Estaba centrado en el trabajo, no en el entorno. Supongo que no soy muy observador. A la segunda semana de mudarme, aproximadamente, me di cuenta de que estaban viniendo demasiadas mujeres a darme la bienvenida.

Charity aún tenía dificultades para asimilar el concepto «escasez de hombres».

– ¿Entonces es real eso del tema demográfico?

– Sí, es real, aunque lo expones de un modo muy delicado. No me he parado a pensar el por qué, pero el caso es que los hombres ni se quedan aquí ni se mudan aquí. Estadísticamente nacen más bebés varones que mujeres; es un porcentaje de unos ciento diez nombres por cada cien mujeres, pero la mayoría de los varones mueren antes de cumplir los dieciocho y cuando llegan a la mediana edad hay más mujeres. Excepto aquí. Aquí hay más mujeres en todos los grupos de edad.

¡Y eso que Charity había pensado que el caso de su ordenador frito y el hecho de ver el trasero de Josh Golden en el ordenador de su secretaria sería lo más extraño de toda la semana!

– Me he quedado sin habla -admitió-. Y no es algo que pueda decir con frecuencia.

Robert se rió.

– No es para tanto.

– Para ti no. Además de ser un bien preciado por aquí, a ti no te han pedido que le traigas a la ciudad negocios que puedan desarrollar hombres.

La carcajada del joven se transformó en una mueca.

– ¿Marsha ha dicho eso?

– Fue una orden bien clara -miró la mano izquierda de Robert-. Hmm, no veo un anillo de boda ahí. ¿Por qué no estás haciendo algo por la ciudad y te casas?

Él alzó las manos con las palmas hacia ella.

– Lo he intentado. Me comprometí, pero rompimos cuando me di cuenta de que teníamos ideas distintas sobre la familia. Yo quería hijos y ella no. Se mudó a Sacramento.

– Una mujer menos de la que preocuparse -murmuró Charity preguntándose si algún famoso de la tele iba a salir de un armario y decirle que era un programa de cámara oculta. Aunque no le haría ninguna gracia la humillación, estaría bien descubrir que la alcaldesa había estado bromeando con el tema de los hombres. Pero no, no pensaba que tuviera esa suerte.

Entonces se dio cuenta de que su respuesta ante Robert no había sido nada delicada.

– Oh, espera, no he querido decir eso. Siento que tu compromiso no siguiera adelante.

Él se encogió de hombros.

– Sucedió hace un tiempo. Ahora estoy saliendo con otra chica.

– ¿Y no lo están celebrando por las calles?

– La semana pasada hicieron un desfile.

– Qué pena habérmelo perdido. Hace unos días conocí a Pia O'Brian. Parece que en Fool's Gold celebráis muchos desfiles y fiestas.

– Festivales -la corrigió él-. Es lo nuestro. Tenemos uno prácticamente cada mes. Atrae a turistas y a los lugareños les encantan. ¿Es la primera vez que vives en una ciudad pequeña?

Ella asintió.

– Y estoy deseando vivir este cambio.

– Pero ten en cuenta que aquí todos lo saben todo de todos, no hay secretos. Sin embargo, yo crecí en un lugar parecido y no querría estar en una gran ciudad -se inclinó hacia ella-. Deberíamos almorzar juntos algún día, así te contaré todas las excentricidades de una pequeña ciudad como ésta.

Robert era simpático, pensó mientras miraba sus ojos oscuros; además, era inteligente y con un gran sentido del humor.

– Me gustaría.

Se detuvo esperando que la recorriera algún cosquilleo, algo que le indicara algún tipo de atracción hacia él. Pero nada.

«Nada», pensó con un suspiro a la vez que se negaba a recordar cómo había reaccionado ante Josh Golden. Habría sido una subida de azúcar, o el resultado de tomar demasiado café y dormir poco, porque Robert era una mejor elección, con diferencia.

Estaba a punto de disculparse cuando su mirada se posó en un muñequito de plástico que Robert tenía sobre el escritorio y que le resultaba vagamente familiar.

– ¿Es ése…?

– Josh Golden -respondió él-. ¿Lo has conocido ya?

– Eh… sí.

¿Había hasta muñecos de él?

– ¿Y qué te ha parecido? -le preguntó con un tono natural y despreocupado, aunque a ella le pareció ver un intenso brillo en su mirada.

– No he tenido tiempo de pensarlo -respondió diciéndose a sí misma que era casi verdad. No ser capaz der respirar era un síntoma de un escaso funcionamiento de las neuronas.

– Es un ciclista muy famoso. Ganó el Tour de Francia y todo.

– No soy muy aficionada a los deportes -admitió-. ¿Por qué está aquí en lugar de estar compitiendo?

– Se retiró hace un tiempo. Todas las mujeres de por aquí están locas por él y tiene reputación de ser un ligón. Seguro que tú también caerás rendida a sus pies.

Charity miró a Robert.

– ¿Cómo dices?

– Es inevitable. Ninguna mujer es capaz de resistirse.

¿No quería desafíos? Pues ahí tenía uno, se dijo un poco furiosa.

– Por lo menos debe de haber una que le haya dicho que no.

– No, que yo sepa. Pero Josh no va en serio con ninguna, él disfruta únicamente con el ligoteo.

Al oír eso, la conversación dejó de gustarle.

– ¿Es eso una advertencia?

– No. Es sólo que… eh… -la miró-. Me gustaría que fueras diferente, Charity.

La mirada de Robert era cálida y afectuosa. Charity le sonrió.

– Haré lo que pueda. No soy ninguna groupie.

– Bien.

Ella se levantó.

– Tengo que volver al trabajo. Ha sido un placer conocerte.

Él también se levantó.

– El placer es todo mío.

¡Qué tipo tan simpático!, pensó al marcharse. Por fuera, era todo lo que ella buscaba aunque, claro, el resto de hombres que habían pasado por su vida también podrían haber encajado en esa descripción y habían terminado siendo un desastre.

No había ido a Fool's Gold a enamorarse, se recordó. Había ido a desempeñar un trabajo y a echar raíces. Sin embargo, enamorarse del hombre adecuado y casarse sería genial ya que formar una familia siempre había sido uno de sus sueños.

Pero para eso había tiempo, pensó de camino a su despacho, y si su corazón no había sufrido ninguna arritmia ante la presencia de Robert, tal vez había sido mejor así. Ya había aprendido la lección. Sería totalmente sensata en lo que respectaba a su vida personal. Sensata y racional. De lo contrario, todo saldría mal. De eso estaba segura.


El resto de la semana laboral pasó rápidamente. Conoció a más miembros del Ayuntamiento, todos ellos mujeres, y se familiarizó con los proyectos que estaban desarrollando. Sheryl se marchaba a las cuatro y media casi cada día, pero Charity se quedaba a trabajar hasta más tarde. El jueves se quedó casi hasta las siete, momento en el que el estómago le rugió con tanta fuerza como para hacerle perder la concentración. Miró por la ventana y se sorprendió al ver que ya había anochecido.

Después de bajar la tapa de su nuevo y flamante portátil, recogió su bolso y un maletín lleno de los documentos que revisaría después de cenar y se marchó.

El edificio estaba en silencio y daba un poco de miedo. Rápidamente, salió a la calle donde una fresca brisa le hizo desear llevar encima un abrigo algo más grueso. El día más frío de Henderson, un barrio residencial de Las Vegas, había sido más cálido que esa tarde de comienzos de primavera en las colinas de Sierra Nevada.

Por suerte, el hotel sólo se encontraba a un par de manzanas. Charity corrió por la acera y cuando llegó a la esquina, vio a un anciano barriendo los escalones de la librería que había visitado durante la hora del almuerzo. Él la saludó y ella se detuvo.

– No te conozco -dijo entrecerrando los ojos ante el resplandor de la farola-, ¿verdad?

Su tono era cordial. Ella le sonrió.

– Soy Charity Jones, la nueva urbanista.

– ¿Ah, sí? Eres muy guapa, aunque bueno, todas las señoritas son guapas, incluso las que no lo son -se rió y tosió-. Soy Morgan. Morgan, a secas, y esta es mi librería.

– Oh, es maravillosa. Ya he comprado aquí en dos ocasiones.

– Pues no he debido de fijarme en ti. La próxima vez te diré algo. Dime qué te gusta leer y me aseguraré de tenerlo en la tienda.

Eso sí que era un buen servicio, pensó ella encantada.

– Gracias, es usted muy amable.

– Un placer. ¿Sabes cómo ir a casa?

– Estoy alojándome en el Ronan's Lodge.

– Pues está sólo a dos manzanas. Me quedaré aquí y me aseguraré de que llegas bien. Date la vuelta y salúdame con la mano cuando llegues a las escaleras.

Su ofrecimiento fue inesperado. No le preocupaba que fuera a pasarle nada durante el recorrido entre la librería y el hotel, pero era agradable saber que alguien estaba ahí si eso sucedía.