– Hemos cambiado sus vidas para siempre -comentó George-. Ojalá sea para mejor.
– ¿Que nosotros hemos cambiados sus vidas? Yo no tuve nada que ver con la muerte de Jonathan Huxtable, George. Ni tú tampoco, o eso espero. Y no fui yo quien accedió a ser el tutor de un muchacho que jamás llegaría a la edad adulta… ni el de otro muchacho al que le faltan cuatro años para alcanzar la mayoría de edad. Fue mi padre.
Se palpó el pecho hasta dar con el monóculo bajo el gabán y se lo llevó al ojo. No, la señora Dew no lloraba, aunque sí tenía una expresión acongojada y cariñosa. Saltaba a la vista que no le resultaba nada fácil despedirse de su familia política. En ese caso, ¿por qué diantres se marchaba? Llevaba una capa gris y un bonete. Por debajo se alcanzaba a ver el borde de su vestido lavanda. Seguía llevando medio luto a pesar de que había transcurrido más de un año. Tal vez hubiera estado encariñada con el enfermizo Dew con el que se había casado. Tal vez no se hubiera casado con él por lástima ni por emparentarse con la familia de un baronet.
Le sentaría bien abandonar el luto. Esos colores, en el caso de que se les pudiera llamar así, no la favorecían en absoluto. De hecho, le sentaban fatal.
¿Y por qué permitía que una mujer que carecía de belleza y de buenos modales lo irritase?
Echó un vistazo a su alrededor con impaciencia.
Se sintió aliviado al notar que su llegada no había pasado desapercibida, de modo que las despedidas se terminaron con bastante celeridad. La señorita Huxtable lo saludó con un gesto brusco de la cabeza, la señorita Katherine Huxtable sonrió y lo saludó con la mano, y Merton recorrió la calle para estrecharles las manos con un brillo intenso en los ojos.
– Estamos preparados -les dijo-. Pero todavía debemos despedirnos de algunas personas, como pueden ver.
El muchacho regresó a la multitud. Aunque en cuestión de minutos ayudó a dos de sus hermanas a subir al carruaje, mientras que sir Humphrey hacía lo propio con la señora Dew, dándole unas palmaditas en la mano al tiempo que le colocaba lo que parecía un fajo de billetes en la palma. Cuando se alejó, el baronet se sacó un enorme pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz con gran estruendo.
Y por fin, milagrosamente, se pusieron en marcha apenas media hora después de lo que Elliott había planeado… o cinco días después, dependiendo del plan escogido.
Había pensado llevar a cabo el traslado con relativa facilidad, dado que esperaba pasar solo dos días de camino hasta Throckbridge, otro día más en la localidad para informar al joven Merton de las noticias y otros dos días para el trayecto de vuelta a Warren Hall acompañado del flamante conde. Una vez allí, tendría que dedicarse a impartir un programa de intenso aleccionamiento a fin de preparar al muchacho para su nueva posición antes de que llegara el verano.
Sin embargo, ya se habían desbaratado sus planes, tal como debía de haber previsto que sucedería en cuanto se enteró de que había mujeres involucradas. El mismo tenía hermanas y sabía que podían complicar hasta el plan más sencillo del mundo. En vez de dejar que su hermano se marchara con ellos para tomar posesión de su nuevo cargo antes de que la familia volviera a reunirse, las Huxtable habían decidido acompañarlo desde el principio. Incluida la señora Nessie Dew.
De forma conveniente pasó por alto que había sido el propio Merton quien insistió en que sus hermanas lo acompañasen a Warren Hall.
Lo único que tenía claro era su papel de responsable de Merton y de sus tres hermanas, las cuales eran bisnietas de un conde, pero no habían recibido la preparación necesaria para la vida que debían llevar a partir de ese momento. Habían vivido años en ese pueblo, por el amor de Dios, como las hijas del antiguo vicario. Hasta ese día habían residido en una casita que cabría en el vestíbulo de entrada de Warren Hall. Llevaban ropas que a todas luces ellas mismas habían confeccionado, y remendado. La más joven daba clases en la escuela del pueblo. La mayor había hecho las veces de ama de llaves. La viuda… En fin, cuanto menos se dijera de ella, mejor.
No obstante, sí podía decir una cosa de ella: era muy inocente. Tendría que hacerlos presentables a todos, y no sería una tarea fácil. Ni tampoco podría llevarla a cabo sin ayuda.
Iban a necesitar maridos, y dichos maridos deberían ser caballeros que pertenecieran a la alta sociedad, dado que eran las hermanas de un conde. A fin de buscarles maridos respetables entre la alta sociedad, tendrían que ser presentadas a la reina. Iban a necesitar una o dos temporadas sociales en Londres. Y a fin de introducirlas en la alta sociedad para que se movieran entre sus filas con soltura, iban a necesitar a alguien que las respaldara.
A una dama que las amadrinara.
No podían hacerlo solas.
Y él tampoco podía hacerlo. No podía llevar a tres damas solteras a Londres y acompañarlas a todos los bailes y a los eventos que se celebraban en la capital. Las cosas no se hacían así. Sería un escándalo. Y aunque había coqueteado con el escándalo en infinidad de ocasiones en los últimos diez años, no lo había hecho ni una sola vez durante ese último. Había sido el paradigma de la respetabilidad. No le había quedado más remedio. Los días de su alocada juventud habían terminado de forma abrupta con la muerte de su padre.
Ese pensamiento no mejoró su mal humor.
Tampoco podía dejar que las hermanas de Merton fueran a tientas en su nuevo mundo. Por motivos que no atinaba a comprender, era incapaz de abandonarlas a su suerte para que descubrieran que así no se hacían las cosas, aunque se habría sentido tentado en el caso de que la señora Dew fuera la única hermana.
Había hablado largo y tendido del asunto con George durante esos últimos días. Al fin y al cabo, no habían contado con muchas actividades para distraerse.
Su madre era la elección más obvia para el papel de madrina. Tenía experiencia a la hora de preparar a jovencitas para su presentación en sociedad y para encontrarles maridos adecuados. Ya lo había conseguido con sus dos hermanas mayores. Sin embargo, aún debía lidiar con la presentación en sociedad de Cecily, que sería ese mismo año, de hecho.
Su madre no podría cargar con otras tres mujeres, la menor de veinte años, sin experiencia alguna con la aristocracia y con las que no guardaba ningún parentesco. Cecily ya era bastante problemática de por sí.
No apreciaría el sobreesfuerzo, la verdad.
Por supuesto, podía contar con sus hermanas casadas, pero Jessica volvía a estar encinta y Averil, a sus veintiún años, no tenía la edad suficiente para amadrinar a las hermanas Huxtable, dos de las cuales eran mayores que ella.
Solo le quedaban sus tías paternas. Sin embargo, cualquiera de las dos le daba dolor de cabeza. La tía Fanny, la mayor de las dos, arrastraba un sinfín de nuevas enfermedades, que se añadían a los antiguos malestares cada vez que tenía la desgracia de verla, y hablaba con un desagradable tono nasal; mientras que la tía Roberta, la más joven, se había quedado con las ganas de cumplir sus aspiraciones (debería haber nacido varón) de convertirse en sargento de artillería. Habría destacado en ese puesto.
Por mucho que lo irritasen las Huxtable, no soportaría cargar con la culpa de dejarlas en manos de alguna de sus tías, en el hipotético caso de que estuvieran dispuestas a asumir tamaña responsabilidad. La tía Fanny había tardado cinco arduas temporadas sociales en casar a su propia hija; y la tía Roberta estaba demasiado ocupada avasallando a su numerosa prole (todos hijos varones) para que se mantuvieran dentro de los límites de las buenas costumbres.
– No puedo dejarlas a su suerte en Warren Hall mientras acojo a su hermano bajo el ala, ¿verdad? -preguntó a su secretario una noche, mientras cenaban un rosbif bastante seco-. Pasarán años hasta que el muchacho pueda hacer algo por ellas, y para entonces ya serán unas solteronas. Las dos mayores ya deben de tener veintitantos. Desde luego que casar a la viuda no me preocupa, aunque supongo que también tendrá que ser presentada en sociedad. La decisión de volver a casarse está en sus manos; si alguien la quiere, claro. Porque no se parece en nada a las otras dos, ¿verdad?
– Es un comentario injusto, amigo mío -replicó George-. Es muy atractiva cuando sonríe y participa en la conversación, cosa que sucede con frecuencia. Al parecer, su marido era muy apuesto y la eligió sin coacciones. Fue un matrimonio por amor.
Le costaba creerlo, de ahí que resoplara.
– Lo que tienes que hacer es casarte pronto… Antes de lo que habías planeado, quiero decir -le aconsejó George en otra ocasión, mientras cabalgaban por un sendero bajo una gélida llovizna-. Tu esposa podría amadrinar a las hermanas de Merton.
– ¿¡Qué!? -Exclamó él, al tiempo que volvía la cabeza con brusquedad, haciendo que una cascada de agua helada cayera del ala de su sombrero a su regazo-. ¿Sin tiempo para meditar el asunto?
Todavía no tenía candidatas en mente, aunque su madre seguramente disponía de una reducida lista con las jóvenes más adecuadas. Sin embargo, podía dejar ese problema para dentro de unos meses.
George se encogió de hombros.
– Tampoco vas a tener problemas para conseguir que una mujer te acepte. Todo lo contrario, de hecho: deberás espantarlas con un palo cuando se enteren de que vas a buscar esposa este año. Podrías truncar sus aspiraciones casándote antes de que corra la voz.
– ¡Maldita sea! -Exclamó con ira-. ¿Cómo he llegado a este punto? ¿Tengo que apresurarme a tomar una de las decisiones más importantes de mi vida, si no la más importante de todas, por una obligación imaginaria hacia tres mujeres a las que apenas conozco? Es ridículo.
– Así tendrás más tiempo para vivir eso de «felices para siempre» -afirmó George.
– ¿Y por qué narices sigues tú soltero? -le soltó-. ¿Y desde cuando entra en las funciones de un secretario darle consejos a su jefe sobre cuándo debe casarse?
Sin embargo, su amigo sonreía, tal como vio cuando volvió la cabeza de nuevo. De hecho, se lo estaba pasando en grande con esa situación. Como era lógico. Aunque hubiera tenido que abandonar su trabajo en Finchley Park para viajar por todo el país, no tenía que cargar con la responsabilidad que había recaído sobre los hombros de Elliott muy a su pesar.
Y esas mujeres eran su responsabilidad, ¡diantres!, pensó el vizconde mientras el carruaje en el que viajaban se alejaba de la cerca de la casa y los lugareños levantaban las manos y los pañuelos en señal de despedida.
Volvió al presente cuando Merton colocó su caballo entre el de George y el suyo.
– Hemos vivido aquí toda la vida -dijo el muchacho, disculpándose por el retraso-. Marcharnos es duro… para los que dejamos atrás, y también para nosotros.
– Lo entiendo, muchacho -le aseguró George-. Aunque tu vida haya cambiado para bien, no es fácil dejar atrás todo lo que te resulta conocido y querido.
No obstante, el joven conde de Merton se alegró cuando se alejaron del pueblo siguiendo a los carruajes.
– Creía que tendría que esperar a terminar mis estudios en la universidad y a encontrar un trabajo para poder hacer algo por mis hermanas, para poder pagarles todo lo que han hecho por mí y mejorar sus vidas. Pero ahora no tendré que esperar. Podré darles el tipo de vida que se merecen, pero que de momento solo había podido soñar.
O él lo haría, pensó Elliott con sorna, aunque fuera Merton quien pagara las facturas. En ese momento recordó otra cosa que George le había dicho durante aquel paseo a caballo bajo la lluvia. Por supuesto que lo había dicho en broma, pero se le había quedado grabado a fuego en la memoria, como una polilla atrapada en un farol.
«Claro que siempre podrías casarte con la señorita Huxtable, Elliott, y dejar que fuera ella quien amadrinara a sus hermanas en el papel de tu esposa. Eso solucionaría un sinfín de problemas. Y es muy guapa. Me sorprende que siga soltera.»
El deber tenía sus límites, decidió Elliott en ese momento, tal como había decidido en bastantes ocasiones desde que su amigo le dijera esas palabras. ¿Por qué tendría que considerar la idea de casarse con la guapa aunque seria señorita Huxtable por el mero hecho de que fuera lo mejor para todos los implicados menos para él?
Claro que él estaba a punto de embarcarse en la búsqueda de una esposa. Y en muchos aspectos sería muy conveniente. Al fin y al cabo, era la hermana de un conde. Y no podía negar que el envoltorio era muy agradable a la vista.
¡Por Dios! A ese ritmo acabaría en Bedlam cuando todo ese asunto terminase. Aunque nunca había sufrido dolores de cabeza, tenía la sensación de padecer uno tremendo, como un halo nebuloso, desde hacía seis días.
Pensó con añoranza en su madre y en su hermana embarazada, y con pesadumbre en sus dos tías, y se preguntó cuál de las dos opciones sería el mal menor.
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