– Pero ¿crees que habría dejado caer una insinuación tan… evidente sin que él estuviera al tanto de todo? -Preguntó Margaret-. ¿Cómo iba a ocurrírsele algo así a lady Lyngate si el vizconde no le hubiera comentado algo previamente? Ella no nos había visto hasta esta tarde. Tal vez haya venido con la intención de echar un vistazo a una posible candidata.
El hecho de que haya dicho lo que ha dicho indica que aprueba la elección de su hijo. Pero ¿cómo es posible que el vizconde haya tomado esa decisión? ¡Mi aspecto es totalmente pueblerino! ¿Cómo es posible que se le haya pasado por la cabeza siquiera? Nunca ha dejado entrever que estuviera interesado en formalizar un compromiso conmigo. Nessie, ¿no estaré sufriendo una disparatada pesadilla?
Comprendió que Margaret tenía razón. El vizconde de Lyngate sabía desde el primer momento que si las tres hermanas acompañaban a Stephen a Warren Hall, supondrían un enorme problema. Era muy probable que hubiera decidido solventarlo en parte casándose con Margaret. Y, según su madre, ya había decidido con anterioridad casarse ese año.
– Pero en el caso de que te proponga matrimonio, no puedes decir que no, Meg -afirmó-. ¿Te gustaría hacerlo?
– ¿Negarme? -Margaret frunció el ceño y guardó silencio unos instantes.
¿No estaría sufriendo una disparatada pesadilla?, se repitió.
– ¿Dudas por Crispin? -le preguntó Vanessa en voz baja.
Era la primera vez que el nombre de Crispin surgía entre ellas desde hacía muchísimo tiempo.
Margaret volvió la cabeza con brusquedad para mirarla un instante, aunque su hermana alcanzó a ver las lágrimas que tenía en los ojos.
– ¿A quién te refieres? -la oyó preguntar-. ¿Conozco a alguien con ese nombre?
La voz de Margaret destilaba tanto dolor y tanta amargura que no supo qué contestar. De todas formas, era obvio que se trataba de una pregunta retórica.
– Si alguna vez conocí a alguien con ese nombre -dijo Margaret a la postre-, ya no lo recuerdo.
Vanessa tragó saliva al escuchar ese comentario. Ella también estaba al borde de las lágrimas.
– Si me casara -comentó Margaret-, siempre y cuando lord Lyngate me propusiera matrimonio, claro, le facilitaría las cosas a Kate, ¿verdad? Y a ti también. Y a Stephen.
– Pero no puedes casarte para facilitarnos las cosas -repuso Vanessa, horrorizada.
– ¿Por qué no? -Margaret la miró en ese momento con una expresión vacía y desolada-. Os quiero a todos. Sois mi vida. Sois mi razón para vivir.
Las palabras de su hermana la dejaron espantada. Nunca la había escuchado hablar con semejante desesperación. Siempre parecía tranquila y alegre, era el ancla del que dependían todos. Aunque en el fondo siempre había sabido que en su interior guardaba un corazón destrozado, nunca había imaginado hasta qué punto esa herida había dejado vacía el alma de Margaret. Y debería haberlo adivinado.
– Pero ahora ya no estás obligada a cuidarnos como antes -le recordó-. Gracias a su posición, Stephen puede cuidarnos y asegurarse de que no nos falta nada. Lo único que necesitamos de ti es tu amor, Meg. Y tu felicidad. No hagas esto. Por favor.
Margaret sonrió.
– Estoy convirtiendo esta situación en un melodrama de tres al cuarto, ¿verdad? Sobre todo cuando ni siquiera sabemos si lady Lyngate me ha elegido como posible novia de su hijo. Y tampoco sabemos qué opina el interesado del tema, o si lo ha pensado siquiera. Nessie, qué humillante sería después de todo esto que no viniera a proponerme matrimonio. -Soltó una alegre carcajada, pero su expresión seguía siendo desolada.
Vanessa tuvo un desagradable presentimiento mientras regresaban al interior de la casa, a la biblioteca, donde ya habían encendido el fuego, cuyo calor recibieron con gusto.
Crispin jamás volvería en busca de Margaret. Pero si se casaba con el vizconde de Lyngate para seguir protegiéndolos, la vida dejaría de tener sentido para ella.
Porque, en realidad, ellos no eran su razón para seguir viviendo. Margaret dependía de la esperanza para seguir adelante, aunque pareciera haberla perdido por completo después de los cuatro años de ausencia de Crispin.
La esperanza era lo que daba sentido a la vida de todo el mundo.
Margaret no podía casarse con el vizconde de Lyngate. Era posible que él ni siquiera se lo propusiera, claro estaba, pero Vanessa tenía la espantosa certeza de que lo haría. Y en ese caso, mucho se temía que Margaret aceptaría.
La posibilidad la asustaba.
¿Por lo que pudiera suponer para su hermana?
La pregunta cobró forma en su mente y la sorprendió hasta el punto de afectarle. ¿Qué objeción personal podía tener para temer un matrimonio entre Meg y el vizconde? ¿O entre cualquier otra mujer y el vizconde? Era cierto que había estado en un tris de enamorarse de él en el baile de San Valentín. Pero incluso entonces era consciente de que el carácter de lord Lyngate le causaba más antipatía que admiración.
Razón por la que no era justo que fuese tan guapísimo.
De todas formas, concluyó, aunque estuviera enamorada de él (que no lo estaba), ella sería la última mujer con la que se le ocurriría casarse.
Eso sí, no podía permitir que le propusiera matrimonio a Meg. Porque su hermana era capaz de aceptarlo.
Tenía que haber alguna forma de impedírselo. Y ella tendría que encontrarla antes de que fuera demasiado tarde, decidió.
Sin embargo, se le había ocurrido una posible solución. Que más bien era del todo imposible.
CAPÍTULO 09
Elliott había tomado una decisión irrevocable.
Iba a casarse con la señorita Huxtable. Si lo aceptaba, por supuesto, aunque no se le ocurría ningún motivo para que lo rechazara.
Una boda entre ellos sería muy lógica. Y su madre aprobaba su elección. De hecho, le caían bien todas las hermanas. Las encontraba muy agradables y de trato sencillo.
– Elliott, estoy convencida de que si te casas con la señorita Huxtable, podrás contar con su lealtad y su devoción -le dijo su madre-. Y esos dos atributos suelen convertirse en cariño y amor con el tiempo. Preveo un futuro dichoso para ambos.
Lo dijo mirándolo con expresión esperanzada. Por supuesto, en el fondo le estaba diciendo que la lealtad y la devoción de su esposa lograrían despertar cariño y afecto en él.
– Estoy totalmente de acuerdo contigo, mamá.
En cuanto al amor… Nunca había estado enamorado, significara lo que eso significase. No estaba enamorado de la señorita Huxtable. Ni tampoco de Anna, ni de ninguna de las amantes que la habían precedido, ni de ninguna de las damas que de vez en cuando habían despertado su interés. Al menos, no creía haberlo estado. Si en alguna ocasión había soñado con encontrar ese algo tan escurridizo y mágico que podría, después de todo, darle cierto atractivo a la idea de casarse, no esperaba que sucediera. Nunca sucedería. Aunque no por ello se había cuestionado la idea de casarse, cosa que siempre había sabido que haría cuando llegara el momento. Era uno de sus principales deberes.
El momento había llegado, simple y llanamente.
Y cumpliría con su deber. Y lo haría de la forma más lógica.
Cabalgó de nuevo hacia Warren Hall el día posterior a la visita de su madre, pero en esa ocasión para ver a la señorita Huxtable. A decir verdad, se sentía muy deprimido. Porque apenas la conocía, ¿no? ¿Y si…?
Sin embargo, nunca había sido de los que mareaban demasiado la perdiz con una infinidad de posibilidades. Solo podía lidiar con la realidad del presente.
Había tomado una decisión, de modo que allí estaba.
Llegó al patio de los establos y dejó su caballo al cuidado de uno de los mozos de cuadra, sintiéndose muy apesadumbrado, algo nada aconsejable cuando se estaba a punto de proponer matrimonio. Avanzó con decisión hacia la casa. No estaba dispuesto a dar media vuelta a esas alturas.
Dobló la esquina del patio y estuvo a punto de darse de bruces con la señora Dew… justo tenía que encontrársela cuando se sentía tan molesto. Los dos se detuvieron de golpe y él retrocedió un paso para que al menos los separasen diez centímetros.
– ¡Oh! -exclamó ella.
– Le pido disculpas, señora.
Hablaron al unísono.
– Le he visto llegar por el camino -dijo ella-. He salido a buscarle.
Elliott enarcó las cejas al escucharla.
– Me siento halagado -confesó-. Creo. ¿Ha pasado algo? Parece nerviosa.
– No ha pasado nada. -Sonrió… y pareció muchísimo más nerviosa-. Me preguntaba si podría hablar con usted en privado.
¿Para echarle otro sermón? ¿Para qué le enumerase sus faltas? ¿Para irritarlo todavía más? ¿Para empeorar su malhumor?
– Por supuesto.
La cogió del codo y la invitó a pasear, alejándola de la casa y de los establos. Tomaron el sendero que cruzaba el amplio prado en dirección al lago.
– Gracias -dijo ella.
Se percató de que llevaba un vestido azul claro con una capa a juego. Su bonete era de un azul más intenso. Era la primera vez que la veía con ropa que no fuera de luto. Estaba un poco más atractiva que de costumbre.
– ¿En qué puedo ayudarla, señora? -le preguntó con sequedad cuando se alejaron de los establos lo suficiente para que nadie los escuchara.
– En fin -dijo ella tras respirar hondo-, me preguntaba si querría casarse conmigo.
Menos mal que en ese momento ya le había soltado el codo, porque podría haberle roto unos cuantos huesos cuando apretó la mano sin querer. Sin embargo… ¿la había oído bien?
– ¿Casarme con usted? -preguntó con una voz que, por sorprendente que pareciera, sonaba muy normal.
– Sí -contestó ella. Parecía haberse quedado sin aliento, como si acabara de correr varios kilómetros sin detenerse-. Si no tiene inconveniente, por supuesto. Creo que su requisito más importante es casarse con alguien adecuado, y yo cumplo con dicho requisito. Soy la hermana de un conde y la viuda del hijo de un baronet. Y tengo entendido que también quiere casarse con una de nosotras para facilitar de esa manera nuestra entrada en la alta sociedad. Sé que cree que Meg es la mejor solución. Sé que no le caigo bien porque he discutido con usted en más de una ocasión. Pero le aseguro que no suelo discutir mucho. Todo lo contrario, suelo ser la que alegra a los demás. Y no me importa…
El discurso, que había pronunciado sin apenas tomar aire, quedó en suspenso y se hizo el silencio.
No, no había escuchado mal. Ni había malinterpretado sus palabras.
Se detuvo en seco y se volvió para mirarla. La señora Dew también se detuvo y enfrentó su mirada con los ojos desorbitados. Tenía las mejillas sonrojadas.
Y había razones de peso para que así fuera.
No se le ocurría ninguna otra persona que pudiera dejarlo sin palabras con tanta facilidad.
– Diga algo, por favor -le pidió ella cuando vio que el silencio se alargaba-. Sé que esto debe de ser una sorpresa para usted. No se lo esperaba. Pero piénselo bien. No puede estar enamorado de Meg, ¿verdad? Apenas la conoce. La ha elegido porque es la mayor, y porque es hermosa. Tampoco me conoce a mí, por supuesto, aunque pueda creer que sí. Pero la verdad es que a usted le da igual con cuál de nosotras se case, ¿no es cierto?
«Sé que esto debe de ser una sorpresa para usted», repitió Elliott en silencio. ¿Alguna vez había escuchado unas palabras más certeras? ¿Casarse con ella? ¿Con la señora Dew? ¿Estaría loca de atar?
La vio morderse el labio y sus ojos se le antojaron aún más grandes mientras esperaba su respuesta.
– Dejemos una cosa clara, señora Dew -dijo con el ceño fruncido-. ¿He interpretado su galante proposición correctamente? ¿Por casualidad se está ofreciendo usted como el cordero del sacrificio?
– ¡Por Dios! -Por un momento, Vanessa dejó de mirar al vizconde-. No, la verdad es que no. No sería ningún sacrificio. Creo que me gustaría estar casada de nuevo, y no tendría inconveniente en casarme por conveniencia, lo mismo que usted. Porque sería muy conveniente que nos casáramos, ¿no cree? Eso facilitaría mucho las cosas a Meg y a Kate, y también a Stephen. Y tal vez a su madre no le importe mucho que no se case con Meg, aunque yo no soy tan guapa, claro… De hecho, no soy nada guapa. Pero haré todo lo que esté en mi mano para ganarme su aprobación en cuanto se acostumbre a la idea.
– ¿Mi madre? -repitió él con un hilo de voz. -Ayer dejó muy claro que aprobaba a Meg como futura nuera -dijo la señora Dew-. No lo dijo abiertamente, por supuesto, porque eso le correspondía a usted. Pero lo entendimos a la perfección.
¡Maldición!
– Señora Dew… -Entrelazó las manos a la espalda y se inclinó un poco más hacia ella-, ¿por casualidad fue así como se casó con su difunto esposo?
Por un instante tuvo la sensación de quedar atrapado en esos ojos. Pero después ella entornó los párpados y ocultó su alma, de modo que él clavó la vista en la parte superior de su bonete.
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