– Bueno… -dijo ella-. La verdad es que sí. Verá, se estaba muriendo. Pero era muy joven y quería hacer muchas cosas en la vida, entre ellas, casarse conmigo. Me amaba. Me deseaba. Yo lo sabía. De modo que insistí en que nos casáramos aunque él no quería encadenarme, según sus propias palabras. -Volvió a abrir los ojos, a mirarlo a la cara-. Conseguí que su último año de vida fuera muy feliz. Y sé que lo que digo es cierto. Sé cómo hacer feliz a un hombre.

¡Por el amor de Dios! ¿Lo que sentía era una punzada de deseo sexual?, se preguntó el vizconde. ¡Imposible! Aunque no podía ser otra cosa, claro estaba.

Meneó la cabeza ligeramente y se apartó de ella para echar a andar hacia el lago. La señora Dew lo siguió.

– Lo siento. -Parecía desolada-. Me he expresado fatal, ¿verdad? Claro que tal vez no tuviera otra manera de hacerle esta proposición ni de explicar mis motivos.

– ¿Debo entender que la señorita Huxtable no se llevará una decepción si usted le arrebata el caramelo delante de las narices? -preguntó de forma desabrida.

– ¡No, en absoluto! -le aseguró-. Meg no quiere casarse con usted, pero me temo que lo hará si se lo pide, porque tiene un tremendo sentido del deber e insistirá en hacer lo que cree mejor para los demás, aunque no sea necesario que lo siga haciendo.

– Entiendo -repuso él mientras reprimía el impulso de ponerse a gritar de rabia… o tal vez de doblarse de la risa-. Y no quiere casarse conmigo porque…

Aminoró el paso y volvió la cabeza para mirarla una vez más. Empezaba a preguntarse si se despertaría en cualquier momento y descubriría que ese extraño encuentro solo había sido un sueño. Porque era imposible que fuera real.

– Porque está enamorada locamente de Crispin -explicó ella.

– ¿Crispin? -El nombre le resultaba conocido.

– Crispin Dew -aclaró ella-. El hermano mayor de Hedley. Se habría casado con él hace cuatro años, cuando se alistó en el ejército y se unió a su regimiento, pero no estaba dispuesta a dejarnos. Aunque entre ellos existe una especie de acuerdo.

– Si están comprometidos, ¿por qué teme que acepte mi proposición?

– Porque no lo están -contestó-, y Crispin lleva casi cuatro años sin aparecer por casa y sin comunicarse con Meg.

– ¿Se me está escapando algo? -preguntó tras un corto silencio. Habían llegado a la orilla del lago y se habían detenido. El sol brillaba. Sus rayos se reflejaban en el agua.

– Sí -contestó ella-. El corazón femenino. El de Meg está dolido, puede que incluso destrozado. Sabe que Crispin nunca volverá a por ella, pero mientras siga soltera, siempre hay esperanza. La esperanza es lo único que le queda. Preferiría que no le hiciera una proposición. Estoy segura de que lo aceptaría y sería una buena esposa, una esposa fiel, durante el resto de sus vidas. Pero jamás existiría ningún tipo de emoción en su matrimonio.

Se inclinó otra vez hacia ella.

– ¿Y podría haberla entre nosotros dos? -quiso saber.

No tenía claro si esa ridícula conversación lo estaba poniendo furioso o si le provocaba una extraña hilaridad. Sin embargo, mucho se temía que una cosa u otra acabaría haciendo acto de presencia en cualquier momento.

La vio ponerse colorada una vez más mientras lo miraba a los ojos.

– Sé cómo complacer a un hombre -afirmó ella con un hilo de voz antes de morderse el labio inferior.

De no ser por el rubor y por la expresión desorbitada de sus ojos, habría pensado que eran las palabras y los gestos de una coqueta redomada. ¡Por Dios! Seguramente fuera tan inocente como un bebé pese a su corto matrimonio con un moribundo. ¿De verdad creía lo que le estaba diciendo? ¿Acaso ignoraba que estaba jugando con fuego?

– ¿En la cama? -le preguntó de forma premeditada.

La vio humedecerse los labios, otro gesto provocativo que supuso que era inconsciente.

– Sí -respondió ella-. No soy virgen, si es eso lo que se estaba preguntando. Hedley era capaz de… Bueno, da igual. Sí, sabría cómo complacerlo en la cama. Y fuera de ella también. Sé cómo alegrar a las personas. Sé cómo hacerlas reír.

– ¿Y yo necesito que me alegren y me hagan reír? -preguntó con los ojos entrecerrados-. ¿Y será usted capaz de lograrlo aunque yo carezca de sentido del humor?

– ¡Vaya por Dios! -Apartó la mirada para clavarla en el lago-. Le dolió mi comentario, ¿verdad? A veces ese parece ser el peor de los insultos que se le puede dedicar a otra persona. La gente es capaz de admitir todo tipo de vicios y de faltas menos la carencia de sentido del humor. Pero yo no dije que usted careciera por completo de sentido del humor, ¿no? Me limité a señalar que nunca sonríe. Quería decir que se toma la vida demasiado en serio.

– La vida es un asunto serio -le recordó.

– No, no lo es. -Volvió a mirarlo a la cara-. No siempre, ni siquiera a menudo. Siempre hay algo por lo que maravillarse. Siempre hay algo por lo que alegrarse. Siempre hay algo de lo que reírse en casi todas las situaciones.

– Y sin embargo usted perdió a su marido de un modo muy cruel -fue su réplica-. ¿No le parece que eso es serio?

– No pasó ni un solo día durante el cual no nos alegráramos del mundo que nos rodeaba y de nuestra vida en común -explicó ella-. No pasó ni un solo día en el que no nos riéramos. Salvo el último. Pero incluso entonces él sonrió. Murió con una sonrisa en los labios.

¡Por Dios! A Elliott no le hacía falta escuchar esas cosas.

Esperaba con impaciencia despertarse y encontrarse todavía en su cama, a salvo, al amanecer, preparándose para presentar una proposición de matrimonio a la señorita Huxtable.

– Pero nos hemos desviado del tema -prosiguió ella-. ¿Se casará conmigo en vez de hacerlo con Meg?

– ¿Por qué casarme con una de las dos? -le preguntó-. ¿No preferiría ser libre si le aseguro que no le propondré matrimonio a su hermana?

La señora Dew volvió a mirarlo fijamente.

– ¡Vaya! Veo que no quiere casarse conmigo de ninguna de las maneras, ¿no es así?

Por supuesto que no quería casarse con ella. ¡Por el amor de Dios! Seguramente fuera la última mujer de la tierra con la que querría casarse. No tenía nada, absolutamente nada, a su favor.

Abrió la boca para darle la razón.

Sin embargo, sí que tenía algo a su favor. ¿Cómo lo había descrito su madre? «Lealtad y devoción.» Eran dos cosas, pues. Porque contaba con ambas; no hacia él, pero sí hacia su propia familia.

Algún comentario pronunciado por su madre el día anterior la había llevado a creer que él pensaba proponerle matrimonio a su hermana mayor, y la señorita Huxtable también se había dado cuenta. La señora Dew sabía que su hermana aceptaría su proposición aunque al hacerlo se le partiera su ya maltrecho corazón. De modo que había buscado a la desesperada un modo de evitar semejante desastre. Y se le había ocurrido ese plan, en vez de hacer lo más sencillo y directo: salir a su encuentro y explicarle la situación. Tal vez lo creía un bruto (¡o un arrogante de tomo y lomo!) que no atendía a razones. Fuera como fuese, había decidido ofrecerse como el sacrificio familiar. Y lo había hecho a pesar de que nunca había ocultado que no le caía bien y que desaprobaba su carácter.

Y en ese momento estaba a punto de humillarla, tal vez de la peor manera posible. Le había propuesto matrimonio y él estaba a punto de rechazarla, sin pelos en la lengua y de forma brutal.

Se lo tenía bien merecido, pensó al tiempo que la miraba con el ceño fruncido.

No obstante, cerró la boca.

– Ni siquiera soy guapa, ¿no es verdad? -continuó ella-. Y ya he estado casada. He sito una tonta al pensar que mi plan podría funcionar y que usted estaría dispuesto a aceptarme. Sin embargo, ¿promete no proponerle matrimonio a Meg? Ni a Kate. Necesita a un hombre distinto.

– ¿Alguien que sea más humano? -le preguntó. Volvió a entrecerrar los ojos.

Y ella cerró los suyos un momento.

– No lo he dicho con esa intención -le aclaró ella-. Solo me refería a que necesita a alguien más joven y… y…

– ¿Con sentido del humor? -sugirió.

En ese momento la señora Dew lo miró y le sonrió de forma inesperada con una expresión traviesa y alegre.

– ¿Sigue deseando despertarse y descubrir que aún es de noche? -le preguntó-. Porque yo sí. Jamás en la vida me había puesto tan en ridículo. Y ni siquiera puedo pedirle que olvide todo este asunto. Sería imposible olvidarlo.

Cierto, lo sería. La furia lo consumió de nuevo.

Se inclinó hacia ella y la besó en la boca.

Al ver que ella echaba la cabeza hacia atrás como un conejillo asustado, enarcó las cejas.

– Me gustaría constatar algo de lo que ya ha alardeado dos veces. Quiero saber si hay algo de verdad en sus palabras.

Ella lo miró sin comprender un instante.

– ¿Se refiere a mi afirmación de que sé cómo complacer a un hombre? -Sus ojos parecían enormes de nuevo y volvía a estar colorada.

– Sí-respondió Elliott en voz baja-. A eso.

– No estaba alardeando.

Al ver que él no se movía, ella levantó las manos enguantadas, se las colocó en las mejillas y frunció los labios exageradamente para besarlo con mucha dulzura en la boca.

Era el beso más lamentable que le había dado una mujer que no fuera ni su madre ni sus hermanas.

Sin embargo, lo que sentía era definitivamente una punzada de deseo sexual, concluyó cuando ella lo soltó, lo miró expectante a los ojos, y él notó la ya conocida sensación en la entrepierna. Muchísimo más que una punzada, a decir verdad.

¡Por el amor de Dios!

– Los sombreros y los guantes son un impedimento, ¿no cree? -comentó el vizconde, al tiempo que se quitaba el sombrero y los guantes, los arrojaba a la hierba y se desataba el bonete para tirarlo también al suelo.

La señora Dew se quitó los guantes mientras se mordía el labio inferior.

– Ahora ya puede hacerme una demostración menos cohibida.

La señora Dew volvió a colocarle las manos, que eran cálidas y suaves, en las mejillas y lo miró a los ojos hasta que lo besó.

Su boca seguía un tanto fruncida, pero en esa ocasión movió los labios sobre los suyos, entreabriéndolos ligeramente, lo bastante para que él pudiera detectar la humedad de su boca. Y le enterró los dedos en el pelo. Le besó la barbilla, las mejillas, los párpados cerrados, las sienes, muy suavemente, con ternura. Y después regresó a su boca para lamerle los labios con la punta de la lengua, que desplazó de comisura a comisura.

Sus cuerpos no se tocaron en ningún otro punto.

El permaneció inmóvil, con los brazos a los costados y los puños ligeramente cerrados.

Hasta que la demostración concluyó. La señora Dew se apartó de él y dejó caer los brazos a los costados.

– Debe tener en cuenta que Hedley carecía de experiencia cuando nos casamos -adujo-. Por supuesto, yo también. Y estuvo muy enfermo durante gran parte de nuestro matrimonio. Yo no… lo siento. Creo que, después de todo, estaba alardeando.

Elliott bajó la mirada, se agachó para recoger un guijarro plano y se volvió hacia el lago. Lanzó el guijarro, que rebotó varias veces sobre la superficie y dejó a su paso una estela de ondas concéntricas.

Acababa de comprender algo. Era demasiado tarde para rechazar su ridícula proposición con el desdén que se merecía. La había invitado a besarlo, y ella lo había hecho. Si bien no la había comprometido en el más estricto sentido de la palabra, sí que había jugado con su sensibilidad.

De modo que tendría que comportarse de forma honorable.

– Sí, solo era un farol -convino al tiempo que se volvía para mirarla, con un deje casi cruel-. Verá, señora Dew, yo sí tengo experiencia, y le exigiría a una esposa muchísimo más de lo que un hombre enfermo podría exigirle. Estoy seguro de que retiraría su proposición de matrimonio enseguida si yo le hiciera una demostración.

– No lo haría -le aseguró ella con mirada desafiante-. No soy una niña. Y no tiene motivos para estar enfadado. Le he hecho una propuesta muy sensata y es libre de rechazarla… aunque espero que no le pida matrimonio a Meg, después de todo. Haga su demostración y ya le diré yo si quiero o no retractarme. -Y resopló con fuerza por la nariz. Estaba enfadada.

Elliott extendió la mano y le desabrochó la capa a la altura del cuello. Echó la prenda hacia atrás, dejándola caer sobre la hierba junto con su bonete y sus guantes.

– El frío le durará poco -le prometió con voz desabrida mientras se desabrochaba el abrigo, aunque no se lo quitó.

La rodeó con los brazos, pasándole uno por encima de los hombros y otro por la cintura, y la pegó a él. La envolvió con su abrigo mientras desplazaba una mano hacia su trasero para pegarla todavía más.

– ¡Oh! -exclamó ella al tiempo que lo miraba a la cara, con los ojos como platos y una expresión sorprendida.