– Lo mismo digo.

Era muy delgada. Tenía muy pocas curvas, pero por extraño que pareciera le resultaba muy femenina.

Inclinó la cabeza y la besó en la boca. Se topó con esa especie de mueca, pero ni se inmutó. Separó los labios, presionó con la lengua e invadió su boca antes de que a ella se le ocurriera siquiera apretar los dientes.

Escuchó el gemido que brotó de su garganta.

Sin embargo, no había terminado con la demostración ni mucho menos. Exploró el interior de su boca, acariciando con la lengua las zonas que sabía que la excitarían mientras la aferraba con fuerza por la nuca para que no pudiera separarse de él.

Con la mano libre le desabrochó los botones de la espalda de su vestido hasta poder dejarle los hombros al descubierto. Acto seguido, le recorrió la espalda con las manos y fue acariciándola hasta llegar a sus pechos, pequeños, firmes y realzados por el corsé. Le acarició los pezones con el índice y el pulgar de cada mano hasta que se le endurecieron.

Le besó la barbilla y el cuello mientras seguía acariciándola hasta llegar a su trasero, y una vez allí volvió a pegarla a su cuerpo para poder frotarse contra ella.

Sin dejar de mover las caderas, la besó de nuevo en la boca, imitando la cópula con su lengua y logrando que ella le enterrara los dedos en el pelo con fuerza.

Su intención era la de hacerle una demostración en toda regla para poner en su sitio a una inocente muy impertinente que había jugado con fuego. Pero el episodio no había tenido el final esperado porque no esperaba excitarse. Y si no ponía fin enseguida a lo que estaba sucediendo, la tumbaría en la hierba, sin importarle ni el frío de febrero ni la humedad del suelo, y le demostraría otra cosa bien distinta.

Porque ella no estaba haciendo el menor esfuerzo para poner fin al abrazo, así de peligrosa era su inocencia.

¡Por el amor de Dios! ¡Era la señora Nessie Dew! Y no era ni de noche ni estaban viviendo un extraño sueño. Habían ido demasiado lejos.

Le colocó las manos en la cintura y levantó la cabeza.

Ella lo miró a la cara, con los ojos oscurecidos por la pasión y una mirada más intensa que de costumbre. Se dio cuenta de que definitivamente eran muy azules. Y su mejor rasgo, sin duda alguna.

– Siempre debería tener esa expresión -le aconsejó ella.

– ¿Cuál? -preguntó con el ceño fruncido.

– Esa expresión apasionada -contestó-. Tiene unas facciones muy marcadas. Que piden a gritos mucha pasión, no orgullo ni desdén como suele ser lo habitual.

– Ah, así que volvemos a lo mismo, ¿no? -replicó.

– Sigo sin querer retractarme -afirmó ella-. No me ha asustado. Solo es un hombre.

La vio agacharse para recoger sus prendas, tras lo cual se colocó la capa sobre los hombros. Se percató de que ella estaba temblando, aunque no tenía muy claro si se debía al frío.

– Pero sé que usted no desea casarse conmigo -prosiguió ella-. Cosa que no me sorprende. Debería haberme mirado en el espejo cuando se me ocurrió la idea. Claro que da igual. No creo que vaya a proponerle matrimonio a Meg, después de todo, y eso es lo único que importa.

Elliott la observó mientras se colocaba el bonete y se ataba las cintas por debajo de la barbilla, y luego se volvió hacia el lago.

– Ahora regresaré a la casa -la oyó decir-. Perdóneme si lo he ofendido. No lo he hecho porque Meg no lo soporte, sino porque está enamorada de Crispin. Estoy segura de que no le costará encontrar a una mujer más que dispuesta a casarse con usted durante la próxima temporada social en Londres.

Elliott enarcó las cejas y volvió la cabeza para mirarla por encima del hombro. La señora Dew seguía allí de pie, poniéndose los guantes, ruborizada y con el pelo ligeramente alborotado por el beso.

De repente, se preguntó si estaría al tanto de un hecho muy importante sobre su persona.

– Aspiraba a ser una duquesa, ¿no es verdad? -le preguntó.

Ella lo miró sin comprender.

– Pues la verdad es que no -respondió-. Ni mucho menos. ¿Qué iba a hacer yo con un duque? Además, no conozco a ninguno.

– Conoce al heredero de un duque -le aseguró.

– ¿De verdad?

Siguió mirándola por encima del hombro hasta que su expresión le dijo que lo había entendido.

– Mi título de vizconde es de cortesía -le explicó-. Es el título menor de mi abuelo, que heredó mi padre y, a su muerte, lo heredé yo. Si sobrevivo a mi abuelo, me convertiré en el duque de Moreland.

La señora Dew entreabrió los labios, aunque no salió sonido alguno de su garganta. De pronto, se percató de que se había puesto muy blanca.

No, no lo sabía.

– ¿Por fin la he asustado? -quiso saber.

– Por supuesto que no -respondió ella tras observarlo en silencio unos instantes-. Sigue siendo solo un hombre. Pero me voy ya. -Y se volvió para marcharse.

– ¡Espere! -le dijo-. Si va a casarse por segunda vez en la vida, al menos debería contar con el recuerdo de una proposición matrimonial como Dios manda. Soy un hombre orgulloso, señora Dew, como me ha señalado en numerosas ocasiones. No soportaría casarme con una mujer después de que ella me hubiera propuesto matrimonio.

La vio volverse de nuevo, con expresión arrobada.

Puestos a hacerlo, mejor hacerlo bien, se dijo, aunque en el caso de la señorita Huxtable no habría llegado a esos extremos. Hincó una rodilla en el suelo y la miró a los ojos.

– Señora Dew, ¿me concede el honor de casarse conmigo? -le preguntó.

Ella lo miró un momento y después…

Y después el color, la vida y la expresión risueña regresaron a su rostro tan de golpe que por un instante se quedó obnubilado.

– ¡Oh! -exclamó ella-. ¡Oh, qué maravilla! ¡Qué romántico! Pero ¿está seguro?

– Si no lo estuviera, ¿cree que me pondría en ridículo de esta manera? -le soltó, irritado-. Además, ¿no cree que en ese caso estaría temblando de miedo por si se le ocurriera aceptar mi proposición? ¿Le parece que estoy temblando?

– No -contestó ella-, pero sí me parece que se le va a mojar el pantalón. Anoche llovió. Levántese, por favor.

– No hasta que me haya dado una respuesta -insistió-. ¿Quiere casarse conmigo?

– Por supuesto que sí. ¿No he sido yo quien se lo ha propuesto? No se arrepentirá. Se lo prometo. Sé cómo…

– Hacer feliz a un hombre -la interrumpió al tiempo que se levantaba y se miraba con expresión burlona la mancha de humedad de la rodilla derecha-. ¿Y qué me dice de usted, señora Dew? ¿Cree que yo podré hacerla feliz?

– No veo por qué no -respondió-. No es muy difícil complacerme.

La vio ponerse colorada.

– Muy bien. -Se agachó para recoger sus propias prendas de la hierba-. Supongo que deberíamos regresar a la casa y comunicarles a todos las noticias.

– Sí.

La señora Dew volvió a sonreírle. Pero justo antes de que aceptara el brazo que él le tendía, parpadeó y apartó la mirada. Aunque Elliott alcanzó a ver algo en las profundidades de sus ojos que se parecía mucho al miedo.

No podía ser peor de lo que él sentía. ¿Qué demonios acababa de hacer?

Fuera lo que fuese, ya era irrevocable.

Se había comprometido con la señora Nessie Dew, por el amor de Dios.

Una mujer que le colmaba la paciencia cada vez que estaba en su compañía.

Una mujer cuyo nombre, Nessie, le provocaba escalofríos.

Una mujer que no encontraba nada agradable en su persona, aunque el sentimiento era mutuo.

Parecía un matrimonio acordado en el infierno.

Echó a andar junto a ella hacia la casa.

CAPÍTULO 10

Volvieron a la casa en silencio.

La noche anterior le había parecido una buena idea. Más que nada porque le parecía casi imposible que el vizconde se negara a proponerle matrimonio a Meg solo porque ella se lo pidiera. Imaginó que la miraría con esa expresión tan seria, tan tensa y arrogante, y que seguiría adelante con sus planes. Y sabía, sabía perfectamente, que Meg no lo rechazaría.

De modo que había sido imperioso tomar medidas desesperadas, y dichas medidas eran las que eran.

Había sido un comentario de la vizcondesa lo que la había ayudado a decidirse después de reflexionar al respecto.

«Pero usted ya ha tenido su oportunidad, señora Dew. No así su hermana mayor.»

Era cierto. Ella había tenido su oportunidad. Se había casado con Hedley. Daba igual que solo hubiera vivido un año después de la boda y que hubiera estado enfermo durante todo ese tiempo. Ella había tenido su oportunidad.

No iba a permitir que privasen a Meg de la suya, aunque algunos consideraran que le quedaba poco margen para que se le presentara dicha oportunidad.

Ella se casaría con el vizconde de Lyngate en lugar de Meg, se convertiría en la esposa que él necesitaba y facilitaría la entrada de sus hermanas en la alta sociedad.

Se sacrificaría por ellas, aunque en realidad no lo consideró de ese modo hasta que él lo expuso en esos términos.

Poco importaba la escasa simpatía que sentían el uno por el otro. Eso podía cambiar. Si se casaban, ella se encargaría de hacerlo feliz. Se encargaría de ser feliz también. Porque al fin y al cabo lo había hecho antes. Y en circunstancias muchísimo más difíciles.

Además, no podía negar que desde el punto de vista físico el vizconde le resultaba muy atractivo. Cada vez que pensaba que iba a casarse con él, sentía algo muy raro en las entrañas.

Así que no sería difícil…

La noche anterior le pareció una buena idea. En esos momentos ya no lo tenía tan claro.

Ni siquiera era atractiva, y mucho menos guapa.

Había permitido que descubriera su farol. Qué humillante había resultado la comparación entre su beso y el del vizconde.

Sabía que la había besado solo para demostrar su argumento, no porque hubiera deseado hacerlo.

Y la había dejado con la impresión de que había desencadenado algo muy peligroso.

¡Por el amor de Dios! Todavía se estremecía en ciertos lugares de cuya existencia jamás se había percatado.

Y después llegó el asombroso descubrimiento de que era el heredero de un ducado. ¡Le había propuesto matrimonio a un futuro duque!

Eso significaba que posiblemente llegara a convertirse en duquesa algún día.

De hecho, se convertiría en vizcondesa en cuanto se casara y, aunque jamás había puesto un pie fuera de Throckbridge hasta que sucedió todo ese asunto, sería presentada a la reina y tendría que ocuparse de presentar en sociedad a Meg y a Kate.

Y el hombre que caminaba a su lado sería su marido.

Si la había besado de esa forma a plena luz del día junto al lago, ¿qué le haría cuando…? En fin.

Se tropezó con un terrón suelto, de modo que el vizconde le apretó con fuerza la mano que descansaba sobre su brazo al tiempo que la miraba… con los labios apretados como si semejante torpeza no fuera digna de su futura duquesa.

¿Qué iban a decir Meg, Kate y Stephen?

¿Qué iba a decir lady Lyngate?

¿¡Qué iba a decir su abuelo, el duque!?

¿Por qué había vuelto las tornas y le había pedido matrimonio él? Era lo que menos se esperaba, dadas las circunstancias. Había estado a punto de alejarse en busca de un rincón oscuro donde ocultarse, preferiblemente para siempre.

– Señora Dew -lo oyó decir cuando llegaron a la terraza, donde se detuvo para mirarla de nuevo-, todavía está a tiempo para cambiar de opinión. He notado su nerviosismo desde que nos alejamos del lago. ¿Quiere casarse conmigo o no? Le doy mi palabra de honor de que, sea cual sea su respuesta, no me casaré con ninguna de sus hermanas.

¡La oportunidad de retractarse!

Lo miró a los ojos y pensó (aunque no fuera al caso) que quienquiera que los hubiera hecho azules (¿Dios?) había sido muy astuto, ya que con su aspecto mediterráneo se esperaba que fuesen castaños.

Sí, quería casarse con él pese a todo. Pero…

– ¿Usted quiere casarse conmigo? -le preguntó a su vez.

Lo oyó resoplar con fuerza al tiempo que apretaba los dientes.

– Señora -le soltó con brusquedad-, no es de buena educación contestar a una pregunta con otra. De todas formas, le contestaré. Le he pedido matrimonio. Por tanto, quiero casarme con usted. No soy un hombre que cambie de decisión de un momento para otro, señora Dew. Y ahora espero su respuesta.

¡Vaya!, pensó Vanessa. Un hombre acostumbrado a mandar. Una vez que se casara con él, tendría todo el derecho a mandar sobre ella y a avasallarla.

En caso de que ella se lo permitiera, claro estaba.

– Por supuesto que quiero casarme con usted -contestó-. Yo fui la primera en proponérselo, ¿recuerda?

– Dudo mucho que logre olvidarlo algún día -replicó él.

Le hizo una reverencia al tiempo que le ofrecía de nuevo el brazo.

Vanessa rió entre dientes en contra de su voluntad.